Ser famoso o no serlo. El nuevo dilema hamletiano.

Desde que podía recordar, siempre había querido ser famoso. Siendo un niño se pasaba las tardes del sábado y del domingo en los cines de barrio cercanos a su casa, viendo sesiones dobles mientras se metía en la piel de los personajes que interpretaban Humphrey Bogart, Kirk Douglas o Burt Lancaster y devoraba palomitas como si no existiera un mañana. Ahí estaban el hoyuelo de Kirk y su fisonomía rocosa desbordando ambición y seguridad en sí mismo. O el bueno de Humphrey, con su mirada melancólica y sus ojos soñadores.

Los actores fueron cambiando con el paso de los años, pero no su sueño de llegar a ser un día tan famoso como ellos. La vida, sin embargo, no siempre es como uno quiere, y en lugar de convertirse en actor acabó siendo conductor de metro. Incluso ser empleado de pompas fúnebres era más glamuroso que aquello, al menos siempre existe la posibilidad de asistir al entierro de un famoso. Pero ser conductor de metro… ¡Diablos! Hasta conducir un autobús era mejor. Por lo menos algún viajero habitual terminaba saludándote de vez en cuando. 

Luego llegaron los reality  y todos aquellos programas del corazón, y se subió al carro. Cuando no era Fulanita pidiendo el divorcio a Menganito, además de unos cuantos millones de euros en concepto de compensación económica, era Zutanito haciendo lo propio con Zutanita para, inmediatamente después, irse a las islas Caimán con aquella modelo tan esbelta como una escultura de Giacometti. Vaya vida se pegaban los famosos. Y sus fantasías no se reducían a conducir un Porsche escoltado por una valquiria rubia, cenar en restaurantes de moda, vestir ropa de diseño, bañarse en Chanel (pour homme) y navegar a bordo de un velero cerca de la costa para que los paparazzi le pudieran fusilar con sus benditos flashes. No. Quería más, mucho más. Codearse con la flor y nata de la jet set, ser invitado a la puesta de largo de las hijas de la nobleza, beber Dom Perignon con el inquilino del Elíseo, irse de cacería con el rey. Se imaginaba a sí mismo en las portadas de las revistas, su lifteado rostro en papel satén, y podía tener un orgasmo. ¡Joder!

Pero lo que más deseaba, lo que ansiaba por encima de todo… era que las jovencitas suspirasen por él. Soñaba que legiones de quinceañeras le perseguían, le pedían autógrafos, lloraban, gritaban su nombre, se volvían histéricas, se desmayaban. John, Ringo, Paul y George en una sola persona: él mismo. Y si la beatlemanía había constituido todo un fenómeno, él quería tener el suyo propio. Y lo ansiaba con toda su alma.

Siendo esto así, ¿resulta extraño que una noche -en ese momento brumoso  entre la vigilia y el sueño en el que las cosas del mundo real se vuelven vaporosas e inciertas, y las cosas más irreales se tornan evidentes- el diablo se le apareciese con una oferta que difícilmente podría rechazar? 

Y no era un ser extraño de miembros finos y alas de dragón como el diablo que se le aparece a San Agustín en la pintura de Michael Pacher. Después de todo, su parecido con el bueno de Agustín («Señor, hazme casto y puro, pero todavía no») era nulo: él ya estaba más que harto de ser casto y puro. No, su demonio se le apareció en la forma de Al Pacino. ¿Y qué tenía eso de raro? Le propuso un trato ventajoso: sería famoso por un día. Luego, la muerte inmediata y la eterna noche infernal. 

Cuando despertó se sintió exhausto, como si hubiesen pasado días, tal vez meses o años desde que se fuese a dormir, y al entrar en el cuarto de baño y mirarse en el espejo sintió de lleno el impacto de lo extraordinario: se había transformado en… Brad Pitt!!! Se duchó y se vistió con sus mejores ropas, su corazón desbocado por el placer anticipatorio, y se dispuso a salir a la calle. ¿Para qué molestarse en desayunar? No podía dejar de mirarse en los espejos, y el del ascensor fue el último antes de cruzar el umbral de la puerta que daba entrada al edificio en el que vivía. Se sentía nervioso, ansioso, expectante. Se sentía feliz y más vivo que nunca. Le esperaba un baño de multitudes. Le esperaba la fama. Pero al pisar la calle descubrió que todo el mundo andaba cabizbajo, sin reparar en él ni, a decir verdad, en nadie más. En todo ese tiempo que había permanecido dormido había surgido un nuevo concepto de comunicación. Acababa de nacer el WhatsApp.

 10 de mayo de 2012

Jorge Romera