El narcisista y el espejo

El otro día estaba vagabundeando por una librería, observando si había algún sillón donde poder sentarme y leer un rato sin pasar por caja mientras la lluvia teñía de gris la mañana, cuando me tropecé con la siguiente cita en un libro de autoayuda:

«Me gustaría ser una mujer para poder ser besada por unos labios tan bonitos como los míos».    Un narcisista a su novia

Un poco molesto conmigo mismo porque a alguien antes que a mí se le hubiera ocurrido una frase tan brillante (después de todo, no debo ser tan narcisista como creía), estuve dándole vueltas al concepto de narcisismo en mi cada día más dispersa psique, y así, poco a poco, fue surgiendo el siguiente relato. Los caminos de la inspiración son inescrutables.

George era un hombre guapo y lo sabía. Más aún, sabía que el resto del mundo lo sabía, y eso le hacía sentirse dichoso. Incluso sospechaba que el resto del mundo sabía que él lo sabía, lo que aumentaba su felicidad exponencialmente. Para no morir de felicidad, decidió detener el análisis lógico en ese punto pues las regresiones infinitas le producían dolor de cabeza desde que era un niño.

George reunía en su persona todos los síntomas del narcisista clásico: acudía al gimnasio todos los días, vigilaba su dieta con mano de hierro, tomaba levadura de cerveza por las mañanas – sin olvidarse jamás del germen de trigo-, mimaba su bonito pelo ondulado como si fuese su hijo más querido, ingería a diario megadosis de vitaminas y minerales antioxidantes, consideraba a los cirujanos plásticos como los representantes de Dios en la Tierra y se miraba en todas las superficies reflectantes, lunas de coche y escaparates que se cruzaran en su camino, incluyendo las gafas de espejo de los policías uniformados. Y aunque frecuentaba las discotecas y los bares de copas, nunca lo hubiera hecho para seducir; le bastaba con sentirse deseado. Todo lo cual se puede resumir en una sentencia: George se miraba más a sí mismo que al resto del mundo. O si se prefiere, el mundo era sólo una excusa para contemplarse a través de él.

Había, sin embargo, una circunstancia en la que George no se sentía feliz y dichoso contemplándose a sí mismo, y era cuando se veía en el rostro de John, su hermano gemelo. Qué irónico. Alguien tan indescriptiblemente hermoso como él se veía obligado a compartir el mundo con su hermano gemelo. Joder. ¿Cuál era la probabilidad de ese suceso? ¿Y acaso no habían llegado a un acuerdo? John se quedaría en Inglaterra y él emigraría a Estados Unidos. Pero no, el estúpido de John tuvo que seguir sus pasos. Siempre lo mismo. Desde pequeños, John había ido a la zaga de George, mayor que aquél por un par de minutos, y aquellos ciento veinte segundos acabaron convirtiéndose en una auténtica losa, un peso digno de los hombros de Atlas.

Sólo había un hecho que mitigase aquel odio, un detalle insignificante que lograra aplacar la bíblica ira de George: su hermano gemelo era ciego. Otra ironía de la vida, por una vez, justa. Siendo tan hermoso, nunca lo sabría. Jamás podría experimentar la inconcebible dicha de ver su rostro reflejado en un espejo. Delicioso.

Pero un día todo cambió. El azar, esa fuerza oscura e inesperada, se presentó en la forma de una compañera de oficina de George. Aquella estúpida mecanógrafa lo había confundido con su hermano. «Te saludé el sábado por la tarde en Central Park y ni siquiera me miraste. Eres un desconsiderado, George». ¿Qué sería lo próximo? ¿Su hermano John recibiendo felicitaciones por ser nombrado el hombre más sexy del planeta? Aquello tenía que terminar.

Aquel fin de semana los hermanos alquilaron un coche y se dirigieron hacia una región boscosa que se extendía al oeste de Vermont. Había sido idea de George. Caminar sobre las hojas muertas, escuchar el rumor milenario del agua corriendo por arroyos y ríos, respirar el aire transparente de los bosques. John objetó que era temporada de caza, pero George acalló sus temores apelando a las chaquetas reflectantes que habían comprado como medida de precaución. 

Dieron un largo paseo, John siempre cogido del brazo de George, confiado, el crepitar de las hojas secas bajo sus pies, el susurro del viento meciendo las ramas más altas de los abetos. George le pidió que le prestase sus gafas oscuras y esperase allí un momento, había visto algo moviéndose entre la espesura pero el sol del mediodía no le dejaba ver bien de qué se trataba. Tras dejar a su hermano junto al tronco de un cedro se acercó al lugar en el que semanas antes había enterrado una Beretta Urika 2 comprada en el mercado negro por un precio que le pareció irrisorio. Desenterró la escopeta, que ya estaba cargada, la sacó de la bolsa de plástico y apuntó a la cara de su hermano. Fue la última vez que vio su propio rostro en otra persona. Luego disparó. 

Nunca encontraron el arma. ¿Fue un accidente de caza? ¿Un cazador despistado que se dio a la fuga? George, ahora John tras ponerse sus gafas oscuras y usurpar la identidad de su hermano, quedó inmediatamente fuera de toda sospecha. ¿Qué ciego podría disparar a la cara de alguien a una distancia de treinta metros y acertar de pleno?

John, antes George, se fue a vivir a casa de su difunto hermano. Falsificar la firma no fue ningún problema para él, y después de cobrar el dinero del seguro y aguardar un tiempo prudencial, emigraría a algún país extranjero, tal vez Australia, donde poder comenzar de nuevo, por fin liberado. Tuvo que reconocer la espantosa falta de gusto de su hermano a la hora de decorar la casa, ¿pero qué se puede esperar de un invidente? Aunque con un par de detalles aquí y allá la casa sería de nuevo habitable.

El inspector de policía que llevó el caso de aquella muerte, un entusiasta de las novelas de Arthur Conan Doyle,  tenía que realizar un reconocimiento cerca de allí y pensó que era mejor llevársela en persona que volver a citarlo en comisaría. Ya era demasiado duro para un hombre ser ciego y perder a la única familia que tenía en el mundo de una forma tan horrible. El día que George, ahora John, fue a firmar todo el papeleo que genera una muerte así se dejó la pluma sobre una de las mesas de la comisaría. Al inspector no le pasó por alto que un ciego tuviese una pluma tan ostentosa, aunque seguramente se tratara de un regalo.

Encontró la puerta del edificio abierta, pues otro inquilino estaba saliendo en ese momento y subió en el ascensor pensando en cómo sería su vida sin el sentido de la vista. Hizo sonar el timbre e inspiró. La puerta se abrió. Volvió a ver aquel tipo de indescriptible belleza que había tenido la desgracia de quedarse ciego y no se le escapó la ironía. Sin embargo, hubo algo que le pareció todavía más paradójico: todas las luces de la casa parecían estar encendidas. Más aún… ¿qué diablos hacían en la casa de un ciego todos aquellos espejos?

 

 

Jorge Romera Pino

12 de Enero de 2015

Mi viejo Daewoo

La vida está llena de sucesos inexorables: el envejecimiento, la enfermedad, la muerte… tener que pasar la ITV. Como cada año, la cita con la inspección técnica de vehículos llamó a mi puerta como la vieja y oscura Parca con su afilada, letal y gastada guadaña. Llamé por teléfono para pedir día y hora, intentando retrasar aquel lance lo máximo posible, pero al final todo llega. 

Mi viejo Daewoo y yo nos dirigimos hacia allí aquella mañana con el ánimo del soldado que sabe que no regresará de la batalla. «Si muero, llévale esta carta a mi mujer, dile que la quiero, que siempre la querré…». No falla, en todas las pelis en que uno de los personajes dice algo así, ineluctablemente, como el día sucede a la noche, la caga. 

Las señoritas de recepción parecían tan amigables y cordiales que podrían oscurecer el buen ánimo del único acertante del euromillón, apagar las velas de una tarta de cumpleaños sin necesidad de soplar, o romper en mil pedazos un espejo con sólo mirarse en él. 

–¿De quién es ese coche?– interrogó con cara de asco una de las recepcionistas, la antipatía rezumando por cada poro de su piel, como si en lugar de mi poderoso Daewoo hubiese aparcado allí un carrito del súper lleno de chatarra.

–Es mío, ¿no le gusta el color?– respondí yo intentando hacerme el gracioso. 

–Retírelo ahora mismo de ahí o tendrán que llevárselo– ordenó imperativamente la señorita de la cara de asco disfrutando de cada segundo de su diminuta parcela de poder. 

Solícito como un lacayo de librea, salté a los mandos de mi Daewoo para ponerme en la fila que me habían señalado perdiendo así varios puestos en la cola. Pero no importa, a mandar, la ITV es cosa seria. Después de pagar los 40 euros preceptivos, una parte de los cuales iría a engrosar las arcas de algún político corrupto (esto último, ¿no es un pleonasmo?), esperé a que me llamaran. Un silbido del primer mecánico y allá vamos. Y hoy nada de «¿Es a mí? ¿Estás hablando conmigo?». Dejaremos las imitaciones de Robert de Niro para otra ocasión.

Los operarios de la ITV son como agentes de la autoridad, y uno les debe respeto y temor reverencial, un poco como al temible Dios del Antiguo Testamento. Ellos ordenan y yo obedezco. Una tontería, un desliz, un quítame allá esas pajas… y eres carne de cañón. Y si tu coche no pasa la ITV…, entonces no queda más remedio que ir al otro mecánico. Y ése… ése sí que da miedo. Con su capucha de verdugo medieval y su enorme hacha a punto de caer sobre tu mísera cuenta corriente de parado de larga duración, el mecánico de taller es el nuevo hombre del saco, la Santa Inquisición, la Gestapo… todo junto. Cuarenta euros la hora de mano de obra sin IVA es como para pensárselo a la hora de tontear con los chicos de la ITV. Poca broma.

La cosa va bien, hasta que en la segunda prueba el operario mete la mano en mi salpicadero para coger la ficha técnica y en lugar de ese importante documento agarra algo que no debería estar allí, pero soy tan desordenado…

–¿Qué cojones es esto?– pregunta mirando lo que tiene en la mano. 

–Una caja de condones vacía. Son suecos, en la etiqueta dicen que son irrompibles…– contesto yo, que no puedo evitar hacer un chiste ni en un funeral.

La cara que pone el operario no augura un final feliz y le cuento una anécdota para quitarle hierro al asunto. Cómo mi sobrino, el pequeño Gabi, se puso a estudiar un par de semanas atrás la misma caja que tiene ahora el operario en las manos y me acribilló a preguntas:

–¿Qué es esto, tito?– inquiere mi sobrino con voz infantil.

–Una caja de profilácticos– contesto yo en tono didáctico.

–¿Qué dices? Venga, tito, no me seas tan técnico…

–Ya tienes nueve años, chaval. No me vaciles. Es una caja de condones.

–¿Y qué esto que tiene en la punta?– el chaval está estudiando el dibujo de la caja como si fuesen a preguntárselo en el examen final.

–¿A ti qué te parece? ¿Lo flipas o qué? Eso de la punta es el depósito, hombre.

–¿Y para qué sirve?– el chaval es inmune al desaliento.

–Vale, si lo prefieres te dibujo unos diagramas y unas flechas a ver si lo pillas. El de-pó-si-to…

–¿Pero para qué es, tito? ¿Es por si se te escapa un poco de pipi mientras lo estás haciendo con tu novia?

Mi sobrinillo Gabi…, es un cabroncete de mucho cuidado. Pero conseguí despertar la hilaridad del operario… Prueba superada. Y las demás, bueno, fueron sucediéndose una tras otra hasta llegar al final. Y cuando quise darme cuenta, una mano curtida y generosa estaba ya pegando en el interior del parabrisas el adhesivo que le otorgaba a mi viejo Daewoo un año más de vida, el preciado salvoconducto que me permitiría circular con el beneplácito de los agentes de la ley y el orden… Ni siquiera recordaba desde cuándo no pasaba la ITV a la primera. Acababa de ahorrarme un pastizal en el taller más cercano. Me sentí eufórico, henchido de júbilo y éxtasis, un hombre renacido. Sí, amigos, a  veces la vida también puede ser hermosa.

Metí la primera, puse el intermitente y salí de allí. Hasta el año que viene. Dicen que el amor es ciego. ¿Y acaso el júbilo, la euforia y el éxtasis no son un estado de conciencia parecido al amor? Supongo que por eso no vi el camión que me embistió por la izquierda… 

 

Jorge Romera

30 de octubre de 2014

 

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Quien tiene un amigo tiene un tesoro

Quien tiene un amigo tiene un tesoro, o eso dicen. A mí estas perlas de sabiduría popular siempre me han parecido una majadería. A quien madruga Dios le ayuda. No por mucho madrugar amanece más temprano. ¿En qué quedamos? 

Ahí estaba yo, en aquel bar inmundo sin saber muy bien qué estaba haciendo en él. Benditos bares, dicen los de Coca-Cola. Venga ya. 

-¿Puedo sentarme?- preguntó un tipo bajito y calvo.

-Estamos en un país libre- siempre había querido decir esa frase, a fuerza de escucharla en las pelis americanas, aunque aquí, en Spain is different, no resultaba tan cantarina.

-¿Buscas compañía?- volvió a interrogarme el desconocido.

-Femenina, principalmente, pero todavía puedo hablar con un hombre.

-No, tranquilo, es que tu cara me resulta familiar. 

Resultó que habíamos crecido en el mismo barrio. El tipo era un par de años más joven que yo y quizá por eso nunca reparé en él, cosas de juventud. Comenzamos a evocar recuerdos en tonos sepia: cómo había cambiado todo, nuestros grupos musicales favoritos de aquella época… Hasta habíamos compartido amores platónicos de la gran pantalla. Le confesé aquel oscuro episodio con Ágata Lys, la deslumbrante Ágata. Yo estaba viendo una de aquellas películas llamadas «de destape» en el anfiteatro de un cine de nuestro barrio, ahora convertido en un Mercarroña. Siempre iba al anfiteatro porque era más barato que una butaca de platea. Además, desde arriba las pelis se veían mejor. Me encontraba solo, en primera fila, con la exuberante Ágata en la pantalla. Yo tenía diecisiete años a la sazón y, bueno, mi sistema hormonal debía funcionar como la turbina de un Boeing 747, porque en un momento dado de la proyección me bajé los pantalones y me dejé llevar por la visión de aquellas turgentes redondeces. Ni siquiera pensé que allá abajo, en la platea, podría haber alguien. Ah, la inconsciencia de la juventud. Y mira por dónde, Julián, que así se llamaba el tipo calvo y bajito, vio esa misma peli. Y acostumbraba a comprar butacas de platea, el muy clasista… ¿Estaría allí aquella tarde? A lo mejor fue él quien puso de moda el uso de gomina en el barrio… Jajaja. No podía dejar de reírme ante aquella idea. 

-Oye, Julián, ¿tú antes de quedarte calvo usabas gomina?

-Pues sí, ¿por qué lo preguntas?

-Por nada, pura curiosidad.

-¿Qué te hace tanta gracia?

Aquello me enterneció y le di cancha, olvidando mis intenciones predatorias iniciales, un golpe de suerte para las mujeres que empezaban a pulular por allí. Resultó que Julián trabajaba en el Tesoro. 

-¿Estás de coña? ¿Dónde hacen los billetes?

Bueno, yo no acostumbro a beber nada aparte de leche de soja y zumo de zanahoria, pero aquella noche hice una excepción. Ahora entiendo lo de bebedor social. 

-La verdad es que no sería imposible hacerse con un kilo.

-¿Un millón de euros? Has bebido demasiado…

-Soy yo quien lleva el registro. ¿No lo pillas? Cuando descubrieran el pastel ya estaríamos en las Bahamas. O en las Caimán…

-No, ahí no. Demasiados políticos, y aún no se ha inventado un antihistamínico eficaz contra ellos.

Urdimos el golpe allí mismo, con servilletas de papel manchadas de cerveza. Mal momento para empezar a beber alcohol. Dibujamos diagramas, trazamos flechas, ideamos contraseñas… El resto es historia, hasta salió en la prensa. Los billetes que logramos sacar estaban impresos por una sola cara, pero nos trincaron igualmente, en el puto aeropuerto. Y ahora compartimos celda. Bueno, al menos yo duermo en la litera de arriba.

 

En agradecimiento a Inma por la concesión del «Premio al mejor blog amigo».

Jorge Romera

6 de septiembre de 2014

 

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Justicia poética

Era vox populi que aquel político se había llevado algo más que un apretón de manos por presionar aquí y allá en la recalificación de aquellos terrenos. ¿Pero qué es un bosque de árboles centenarios comparado con puestos de trabajo? Porque el nuevo complejo hotelero con casino, campo de golf y prostíbulo incluidos haría bajar el paro ¿o no?

Las excavadoras, las sierras mecánicas, las grúas, las hormigoneras hicieron acto de presencia el día señalado con sus gruñidos mecánicos y sus venenosos vapores, y en apenas una semana aquel bosque de cuento había desaparecido como si hubiese sufrido el azote de una plaga bíblica.

Mientras se ultimaban los preparativos para el día de la inauguración, el político decidió lavar su imagen ante los airados gritos de los siempre quejumbrosos ecologistas. Haría de la enorme terraza de su ático dúplex un gran jardín, un vergel sin parangón, un auténtico edén.

Se plantaron semillas traídas de todos los rincones del planeta. Los Jardines Colgantes de Babilonia estaban a punto de palidecer ante lo que se avecinaba. Al cabo de un tiempo las flores empezaron a abrirse, sus olores combinándose y flotando en el ambiente como una imposible sinfonía de aromas.

Por algún motivo, una de aquellas plantas no dio flor alguna. El político, en su papel de botánico de pacotilla, le había cogido afecto. Y es que hasta un político puede engañarse a sí mismo. 

Es posible que aquélla fuese una planta de interior. El político no recordaba de dónde procedían las semillas ni quién las había enviado. Colocó la planta en su dormitorio, no en vano sus hojas combinaban de maravilla con las cortinas. 

La planta crecía pero no daba flores, y el político empezaba a cansarse de ella. «Una planta sin flores es como… como… un gobierno sin políticos corruptos» se decía a sí mismo. Pero un buen día el político se despertó y vio que uno de los tallos había producido si no una flor algo que bien se asemejaba a ella. Se acercó e intentó olerla. Nada. Se acercó un poco más y entonces sucedió. Aquello se cerró sobre su cabeza y la cabeza desapareció. 

 

Jorge Romera

2 de septiembre de 2014

 

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La locura de escribir. A la memoria de Miguel Merino.

Los sucesos  que voy a relatar tuvieron lugar hace apenas unos meses y aunque es extremadamente peligroso hacerlo, siento que debo poner todo esto por escrito o me volveré loco. 

Fue a principios de abril de 2032 cuando me trasladaron a la Prisión de Alta Seguridad del Estado. Alguien encontró mis escritos y me delató al Comité. Todo el mundo sabe que desde hace diez años la escritura de cualquier tipo está penada con prisión y, en algunos casos, la muerte. Pensé que era ya demasiado viejo como para que alguien se tomase tantas molestias, pero subestimé la maldad humana. Qué estúpido.

La explosión demográfica se había invertido debido a la manipulación genética de algunos alimentos básicos destinados al populacho y las cárceles no estaban tan hacinadas como habría cabido esperar, todo tiene su lado bueno. Y mi celda estaba vacía, un verdadero lujo, hasta que llegó aquel muchacho. 

No era inconcebible que un viejo como yo hubiese puesto su libertad en peligro por seguir con un hábito tan arraigado como la escritura pero, ¿un chaval de apenas dieciocho años? Me intrigaba qué era lo que realmente le había llevado a un lugar como aquél hasta que una mañana me desperté antes del amanecer y le vi acariciando el muro que tenía detrás de la almohada. 

-¿Qué diablos se supone que estás haciendo, muchacho?

-Escribo.

-¿Te has vuelto loco? Nos matarán si te descubren.

-Todo el mundo duerme a estas horas.

-Yo no. Podría delatarte, chico estúpido.

-No, no lo harás. Si fueras de ese tipo de personas no estarías aquí.

-¿Cómo puedes estar tan seguro? Ni siquiera me conoces.

Entonces el muchacho me preguntó dónde iría si fuese libre, qué lugares visitaba con la imaginación cuando por las noches cerraba los ojos e intentaba mantener la cordura. Antes de que pudiese responderle, el muchacho habló por mí:

-A las montañas. Al Pirineo Central. Te gusta el color de la roca caliza cuando refleja la luz del sol. El azul turquesa de aquellos lagos te hace sentir como si hubieses vuelto al claustro materno, y el sonido que hace el viento al pasar entre las agujas de los pinos…

-¡Déjalo ya!

Sentí como si una descarga eléctrica hubiese recorrido mi espina dorsal. ¿Cómo diablos podía saber aquello?  Me incorporé e intenté ver lo que había escrito en el muro de piedra con la uña de su dedo índice, pero a aquella distancia era imposible leerlo. Así que no tuve más remedio que levantarme de la cama y acercarme a la cabecera de la suya. Y allí, frente a aquella fría piedra, me quedé helado mientras leía lo que aquel chaval había escrito. Detecté la influencia de García Márquez, de Cortázar, quizá también Delibes, pero con un estilo tan personal que lo hacía único y escurridizo a toda comparación. ¿Y quién leía a esos escritores? Cuando la lectura y la escritura se prohibieron esos autores ya eran minoritarios para la población lectora, cuyos gustos habían sido homogeneizados a conciencia por los estúpidos best sellers que la única y gigantesca editorial del Estado publicaba como si produjese televisores en una cadena de montaje.

-¿Qué haces aquí, chaval? Dime la verdad.

-He venido a sacarte de aquí.

-¡Venga ya!

-En serio, ¿cómo iba a tomarle el pelo a un viejo como tú?

Entonces me explicó que estaba esperando la llegada de un amigo. Lo sacaría primero a él y luego vendría a por mí. Hasta llegué a creérmelo, es lo que tiene la soledad llevada al extremo, pero cuando le pregunté por su amigo y me reveló que se trataba de un pájaro me cabreó de verdad. El realismo mágico está pasado de moda. 

Cuando al cabo de unos días me desperté antes del alba y vi su cama vacía pensé que me había gastado una broma, que estaba escondido debajo de la mía. Miré bajo mi lecho y ahí no había nadie. Entonces me acerqué a la cabecera de su cama y allí, tras la almohada, había escrito algo en el muro de piedra que me apresuré a borrar con agua:

«Espera a mí amigo. Él te sacará de aquí».

Fue entonces cuando descubrí aquella pluma en el suelo. No había duda, era la pluma de un loro.

«Cuando mi amigo venga a por ti, llámalo por su nombre: Dragon, sin acento».

 

 

Jorge Romera Pino.  11 de Abril de 2014

A la memoria de mi amigo Miguel Merino.

Compañeros que también han participado en este homenaje a Miguel:

Yeste:  http://misqueridaspersonas.blogspot.com.es

Inma: http://patchworkdeideas.blogspot.com.es

Ana: http://analogíasdehoy.blogspot.com.es

Dess: http://dessjuest.wordpress.com

Nieves: http://avernolandia.wordpress.com

Dolega: www.dolega.es

Chema: http://bitacorademacondo.blogspot.com

Marga: http://emeve.wordpress.com

María José: http://laboticariadesquiciada.wordpress.com

Marinel: http://marinelletras.blogspot.com.es

Jesús: http://masducados.blogspot.com.es

Luisa: http://misideascotidianas.wordpress.com

Bypils: http://nonperfect.com

Covadonga: http://unminutodenuestravida.blogspot.com.es

Brisa: http://briseando.wordpress.com

25 centímetros

Después de todo, la mayoría de nosotros volvía de los carnavales. Había gente disfrazada de Napoleón, de Cleopatra, de Atila el Huno e incluso de Bob Esponja. Así que no sé por qué debería haberme extrañado que aquel tipo se sentara en la butaca contigua a la mía, que estaba libre, cuando sobrevolábamos el Atlántico.

Yo estaba un poco cansado después de una noche entera bailando la samba, y sí, había bebido un poco, lo que no es excusa para lo que luego sucedió.

El tipo en cuestión debía tener unos treinta años, cabello rubio y un rostro agraciado, pero había algo en él, tal vez aquella expresión crispada, como si estuviese con las puntas de los pies en el vacío, al borde del precipicio, que debería haberme puesto en modalidad de alerta. Pero ya he dicho que estaba cansado y algo bebido, de modo que cuando tras una breve presentación me preguntó a quemarropa si el tamaño importaba, me quedé completamente bloqueado.

«¿El tamaño? ¿El tamaño de qué?»

«El pene. El falo. El miembro viril. La polla.»

«Vale, vale. Lo he pillado a la primera, soy de los que leen el diccionario mientras esperan en la cola del supermercado.»

Al parecer, el tipo había leído en no sé qué blog, «Territorio sin dueño» creo que dijo que se llamaba, que el tamaño del pene, falo, miembro viril, polla era fundamental para el placer femenino, y que sí, que realmente importaba y que ya estaba bien de tanto eufemismo y tanta ñoñería. La autora del blog, en un alarde de valentía divulgativa y un poco a la manera de la iconografía románica, que podía esculpir en un capitel o el tímpano de la fachada de una iglesia un pasaje bíblico para que el populacho analfabeto pudiera entenderlo, había considerado oportuno insertar al comienzo del post una fotografía en la que podía verse en todo su esplendor un cubo repleto de jugosos pepinos. Resumiendo, aquel pobre diablo se había obsesionado de tal manera que no podía pensar en otra cosa, cayendo en picado en una especie de espiral descendente de la que sólo le podría salvar el paracaídas de una autoestima fuerte. No hacía falta poseer los poderes deductivos de un Sherlock Holmes para colegir que aquel tipo no era ningún picha brava. Así que intenté levantarle el ánimo, subirle la moral, hacer de él, de nuevo, un ser humano.

«Créame, el tamaño está sobrevalorado.» 

«Pero la autora del blog…»

«Tonterías. Se trata de un mito, una leyenda urbana. Las mujeres son así, les gusta golpear donde más duele. Debería saberlo, usted ya no es un niño.»

«Pero es la pura verdad. Después de leer aquello me puse a pensar en todas las mujeres con las que me había acostado. Hubo un denominador común en todas ellas: a la hora de desnudarnos siempre se reían. Durante todo este tiempo pensé que se trataba de mi sentido del humor, siempre he sido un tío gracioso, o pensaba que lo era…»

«Vamos, vamos… Usted es un tío la mar de gracioso. ¡Jajaja! ¿Lo ve? Ya me ha hecho reír.»

«¡Se está burlando de mí, negro de mierda!»

Joder, no me esperaba esto, en serio. Uno intenta confraternizar, ayudar, buscar una comunión de almas, ser plenamente humano… y este capullo te sale con el tema racial. Y si hay algo que me saca de quicio es el racismo. En realidad no soy de raza negra, tan sólo me había disfrazado de Nelson Mandela, pero aquel comentario me dolió como si lo fuera.

«Sí, soy negro. Creo que eso salta a la vista.»

«Usted no puede comprenderme. Todo el mundo sabe que los negros tienen penes enormes.»

«Hágase un favor a sí mismo: no crea todo lo que oiga o lea, sobre todo si es un topicazo de ese calibre.» 

«Es fácil decir eso cuando se es un superdotado. ¡A ver, cretino simiesco, dígame cuánto le mide la polla!»

Estaba claro que aquel tipo tenía la cabeza como una jaula de grillos, que necesitaba ayuda especializada o un buen puñetazo en la boca, lo que resultase más rápido y barato. Yo debería haber actuado de otro modo, pero ya he dicho que estaba cansado y, ahora, más que enfadado. Me sentía furioso. Estaba iracundo. Un volcán iba a entrar en erupción en el centro de mi pecho de un momento a otro. Aquel infeliz necesitaba un punto de inflexión en su vida, un cortocircuito sináptico que le hiciese ver la luz al final del túnel. Aquel imbécil necesitaba una verdadera epifanía. 

«Mira esto, eunuco». Y tras esta invitación, me la saqué ahí mismo, delante de sus narices. Veinticinco centímetros de carne de primera calidad, el orgullo de mi familia, algo digno del dios Príapo. «Cuando estuve en Escocia me dio por bañarme en pelotas en un lago de por allí, y todo el personal empezó a disparar sus cámaras como locos creyendo que habían visto a Nessie, ya sabes, el monstruo del lago Ness. ¿Que si el tamaño importa? Joder, colega, es lo único que importa. Deberías saber que es el motivo número uno en la lista de suicidios masculinos después de la alopecia». 

Ahora sí que tenía la expresión crispada, y con razón. La bocaza abierta, los ojos desorbitados… No tenía muy buen aspecto, no. Entonces se levantó y por fin pude ver de qué iba disfrazado. El muy capullo se había vestido con un traje de piloto de aerolínea comercial. Luego, con el paso vacilante, se dirigió hacia la cabina de vuelo, abrió, y se metió en ella. Pensé que aquello era imposible, que los pasajeros tenían prohibido el acceso. A no ser que… ¿por eso las azafatas le habían saludado con una risita cuando pasó junto a ellas? Fue entonces, en mitad de estas reflexiones, cuando las alarmas se dispararon y el avión comenzó a perder altura vertiginosamente.

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Jorge Romera 

23 de enero de 2013

 

Hotel Pijolandia

Como Director General del Pijolandia, uno de los mejores hoteles del mundo, he abogado siempre por un trato exquisito a nuestros clientes, un espíritu de servicio a toda prueba y un buen gusto rayano en el Arte con mayúsculas. Ahora, sin embargo, me encuentro en la horrible tesitura de tener que defender mi honor y mi reputación, siempre intachables, ante el Consejo de Accionistas debido a un malentendido, o tal vez una oscura trama de acoso y derribo, que está degenerando en una auténtica Caza de Brujas. 

Todo comenzó a raíz de unas  críticas hacia nuestro establecimiento vertidas en una de esas execrables páginas de internet en la que viajeros de medio pelo que se creen una mezcla de Marco Polo y Ernest Hemingway deciden plasmar sus experiencias dromomaníacas alrededor del globo en una especie de sacrosanta comunión de supuestas almas gemelas.

Una amable señora, cuyo nick era Harpa_Melodiosa, tuvo a bien escribir la siguiente crítica sobre la calidad de nuestro servicio:

     «Nuestra esperiencia en su supuesto hotél de 5 estrellas a sido lo mas horrible que nos ha pasado en la vida. Pedimos un Chivas de 12 años en la terraza con bistas al mar y despues de esperar casi una ora de relój nos sirbieron el whisky en basos de plastico. Nosótro sómo de hoteles de 5 estrellas y jamas emos recivido un trato semejante. No volberémos. Lo sepan.

En mi calidad de Director General de uno de los mejores hoteles del mundo, una de mis obligaciones, aunque quizá no la más grata, es responder con la elegancia de un diplomático educado en Eaton y Oxford comentarios de clientes insatisfechos que podrían empañar la excelencia de nuestro hotel en aras de preservar una imagen impoluta cuando no diáfana. ¿Qué habría hecho yo con el anterior comentario? Sin duda hubiese escrito algo así:

«Estimada Harpa_Melodiosa: Lamento de todo corazón que su estancia en nuestro hotel no haya sido completamente de su agrado, colmando así nuestros más profundos anhelos. Esos vasos de plástico a los que usted se refiere de forma quizá un tanto mordaz, son el fruto de muchas horas de trabajo por parte de nuestro equipo de investigación y desarrollo (I+D). Se trata de un concepto vanguardista en el servicio de nuestras bebidas espirituosas que tiene como principal objetivo la búsqueda de un cierto grado de complicidad con nuestros clientes de mente más abierta. Un Chivas de 12 años servido en un vaso de plástico es como una paradoja en sí mismo, un koan zen, una especie de oxímoron, si usted lo prefiere, que despeja la mente,   agudiza los sentidos e invita a la risa franca y jovial. Todo un giro copernicano en el vasto universo del servicio de bebidas. Esperando que esta explicación haya disuelto su mal sabor de boca, le invito a que vuelva a visitarnos y nos conceda una segunda oportunidad. Le prometo que en esta ocasión no le defraudaremos».

Sin duda, alguna mente retorcida, quizá un subordinado descontento que pudiese haber despedido en el pasado por su incompetencia y su mezquindad, o posiblemente algún arribista traidor al que tal vez haya aplastado en el campo de golf con mi formidable swing y sueña por las noches con quitarme el puesto mientras se masturba en su solitaria cama, violó el sistema informático, entró en el ordenador central con mi contraseña y escribió lo siguiente con mi rúbrica:

«Apreciada señora Harpía_Mierdosa: Todavía estoy sorprendido de que haya logrado terminar de leer su crítica, máxime teniendo en cuenta que no sabría usted diferenciar una «v» de una «b» aunque se las presentaran en persona y está convencida de que los acentos son palitos que caen del cielo como gotas de lluvia. Esos vasos de plástico («vaso» se escribe con uve, señora, aunque parece que para escribir «Chivas» y «whisky» no ha tenido usted ningún problema, eh, pillina) de los que tanto se queja en su «crítica», si se le puede llamar así a semejante galimatías, se deben a que la pasta que teníamos prevista para el pedido de copas de cristal veneciano me la gasté en cambiar todas las ruedas de mi Porsche Carrera, que no vea usted cómo le piso en autopista en cuanto mi detector de radares me da luz verde. Sé que eso es ilegal,  ¿pero acaso no lo es escribir «bistas al mar»? Casi me deja ciego. Sólo puedo darle la razón en una cosa, que no vuelva usted más por aquí. Cuando me apetece un poco de fealdad y horterez para no perder de vista la realidad del mundo no tengo más que conectar mi televisor».

Huelga decir que me quedé atónito cuando el Presidente de la cadena hotelera me urgió a hacerle una visita en su mansión de Ginebra, sugiriéndome que dejase mi automóvil a buen recaudo en el parking del hotel y me desplazase hasta allí en avión, a ser posible fletado por una compañía low cost.  

Al parecer, el caso de Harpa_Melodiosa, lejos de ser algo aislado, una gota de agua en el océano, por así decir, fue el primer peldaño de una escalera de despropósitos que me han obligado a subir al cadalso de la deshonra pública y el escarnio general. Y ahora,  mientras escribo esto desde el inhóspito y gris hotel que la cadena decidió levantar en el norte de Siberia, intento ordenar mis pensamientos en un discurso claro y convincente que logre limpiar esta afrenta y me transporte de nuevo al mando del hotel que regentaba en Hawai. La única que parece estar siempre contenta es mi hija, que desde niña ha amado los deportes de invierno y nunca tuvo la oportunidad de practicarlos todo lo que deseaba, pues yo soy un adorador del sol. Aunque a veces la sorprendo mirándome con ojos burlones, como si ocultase algo que yo no sé. Tal vez nunca debiera haberle prohibido jugar a la play…

Jorge Romera 

2 de enero de 2013

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Suicidios políticamente incorrectos

Cuando encontraron al secretario general del partido de la oposición muerto en su cama de soltero nadie pensó que se trataba de un suicidio. La autopsia reveló, sin embargo, que había ingerido una dosis de somníferos suficiente como para tumbar a un elefante adulto. El secretario general del partido de la oposición estaba gordo, pero no hasta ese extremo.  El precio irrisorio que pagaban los diputados por comer en el restaurante del Congreso, por no hablar de las dietas que cobraban (dietas, ¿captan la ironía?) hacían comprensible aquel volumen, aquella exagerada humanidad, pero no explicaban el suicidio. ¿Qué había sucedido pues? ¿Se equivocó con la dosis, pues de todos era sabido que la aritmética no era su fuerte? ¿Confundió las cápsulas con caramelos sugus, una de sus debilidades? Finalmente, una nota manuscrita que fue hallada por un miembro de la policía científica dio fe de que la muerte había sido provocada por él mismo.

Tres meses más tarde uno de los miembros más importantes del partido en el poder, uno de los pilares del gobierno de la nación, faltó a su escaño, algo inconcebible teniendo en cuenta que aquel día era un miércoles, y los miércoles en el restaurante del Congreso siempre servían pimientos rellenos con caviar ruso y sorbete de Moët Chandon, sus talones de Aquiles, por mencionar sólo dos. Con el corazón en un puño, apenas un hálito de voz, el presidente del gobierno ordenó buscarlo en su domicilio, sito en la zona residencial más exclusiva de la capital, donde sólo vivían futbolistas, tertulianos de realities, políticos, famosos de medio pelo y banqueros, la flor y nata de la sociedad. Y allí lo encontraron, en la piscina con forma de riñón de su jardín versallesco, flotando en el agua clorada como si fuese un envase vacío de detergente de marca blanca. Una nota garabateada y casi ilegible -nunca terminó la enseñanza primaria- fue descifrada con éxito por el departamento de criptografía de la policía científica arrojando cierta luz sobre lo que todos sospechaban: suicidio.

Cuando una semana después hallaron el cadáver del presidente del país, un hombre gris, mediocre, sin carisma, sin ingenio ni empatía, en suma, con muchas de  las lagunas que debe atesorar el político ideal, todas las alarmas saltaron como sirenas antiaéreas ante un ataque enemigo. Lo encontraron en la bañera de su palacio, muerto mientras escribía, muy al estilo de La muerte de Marat, pintado por la mano maestra de Jacques-Louis David, como apuntó aquel policía culto -una rara avis-  con cierta sonrisilla de autosuficiencia mal disimulada. Pero a diferencia de Marat, el presidente del gobierno no fue apuñalado, sino que se cortó las venas como Séneca, según volvió a apostillar el mismo policía, que aquel día estaba en racha, comentario que fue recogido con significativos arqueos de cejas por parte de sus superiores. ¿Y qué estaba escribiendo el presidente del gobierno justo antes de morir? ¿Reflexiones filosóficas a lo Marco Aurelio? ¿Un soneto al estilo del gran bardo? ¿Tal vez la lista de la compra en el Mercadona? Nada de eso. Estaba escribiendo, lo habrán adivinado ya, una breve pero elocuente nota de suicido.

A partir de ese momento los políticos todos fueron cayendo como fichas de dominó. La prima de riesgo de aquel país con ínfulas europeas pero realidades africanas subió como un cohete espacial. El pánico cundió como mantequilla caliente bien untada en una tostada. Los empresarios más opulentos, aquellos prohombres de anchas espaldas y billeteras aún mayores, las fuerzas vivas de la sociedad, comenzaron a sufrir ataques de corazón tan repentinos como fatales ante la progresiva desaparición de sus fieles marionetas. Se produjo una especie de efecto mariposa, más concretamente la Ascalapha odorata, la mariposa de la muerte -según remarcó aquel policía también aficionado a la entomología-. Los más temerosos de Dios creyeron interpretar en todo aquello una maldición bíblica, una plaga sin precedentes; voces de sesgo cientifista apuntaron hacia algún tipo de gen debilucho que podía estar induciendo a los políticos al suicidio y a los capitanes de empresa al fallo cardíaco. Se habló de vudú, de brujería, de magia negra, de ovnis, de rosacruces, de técnicas ninja avanzadas, del triángulo de las Bermudas, de una conspiración en toda regla. Pero finalmente, cuando todo aquel humo se disipó, no quedaba ningún político en aquel país que había sido rico en ellos, si no en calidad, al menos sí en cantidad;  y los grandes financieros y sus vástagos, dinastías enteras, corrieron la misma suerte. Y cuando la población, abotargada como sumisos corderos, estupidizada durante años por millones de horas ante el  televisor, la playstation  y el smartphone, despertó de su letargo de siglos, los chinos ya gobernaban el país con mano de hierro.

Jorge Romera

Cuento de navidad, a mi manera

Desde que se enteró de que los Reyes Magos eran los padres, odiaba la navidad. Se puso al día gracias a  Ricardito, que ya sabía con certeza que los niños no venían de París, o al menos no todos, cuando sus compañeritos de clase aún estaban aprendiendo el orden de las vocales. Con el paso de los años adquirió una especie de gastritis condicionada, y siempre que oía la palabra «navidad», o simplemente la expresión «fechas entrañables», sentía unos ardores de estómago tales que ni siquiera la sal de fruta «Eno» era capaz de mitigar. La climatología, siempre deplorable en la apolillada piel de toro, tampoco ayudaba precisamente. Tal vez en California o en el Caribe las cosas fuesen diferentes. O en las islas Caimán. Pero su cuenta  corriente estaba casi a cero, y en la aduana de las Caimán aquello de «¿viaja por trabajo o por placer?» había sido sustituido por «¿turismo de evasión o evasión de capital?».  

Mientras ordenaba su caótica habitación -la habitación de un artista, le gustaba pensar- encontró una cajita cuya existencia había olvidado por completo. La mujer con la que salía el año pasado le había regalado en las mismas fechas un pack de «La vida es bella». «Una noche con encanto para dos», rezaba la portada, y podía verse a una pareja hipnotizada por el crepitar del fuego de la chimenea y esa inefable sensación del placer anticipatorio.

Intentaron canjear el bono a primeros de año, pero siempre que telefoneaban alguien con voz desabrida les informaba de que estaban al completo en cuanto se enteraba de que se trataba de un pack de «La vida es bella». Luego ella lo abandonó por un artista de las marionetas que además sabía tocar la armónica con el culo y la vida dejó de ser bella, si alguna vez lo había sido. Y ahora, apenas una semana antes de que el bono caducara, volvía a encontrarse con aquello. Lo consideró como una señal, un augurio, el vuelo de un ave, los posos del té, una llamada a la acción. Además odiaba el desperdicio, de manera que se propuso aprovechar el vale aunque fuese en solitario, qué demonios.

Tras consultar la guía de «La vida es bella» y marcar unos cuantos números de teléfono sin ningún éxito, estaba a punto de tirar la toalla. Aquella expresión sacada del mundo del boxeo nunca le pareció más acertada, dada su sensación de abatimiento. Y entonces, como el púgil que está a punto de besar la lona por el castigo al que le está sometiendo su contrincante y es salvado por la campana en el último segundo, alguien contestó al teléfono y le informó de que había una habitación libre.

Le costó dar con la dirección, y cuando lo hizo a última hora de la tarde y vio aquel caserón siniestro que emergió de repente en un calvero del bosque su estómago emitió señales inequívocas de alarma. Aquello no se parecía en nada a la acogedora casita que había visto en las fotografías de la guía. Procuró tranquilizarse a sí mismo pensando que se trataba de un efecto de la luz. Si alguien perdido en el desierto era capaz de confundir un exuberante oasis con un pedazo de arena por efecto del sol y el calor, ¿acaso era imposible confundir una cabaña alpina con aquella especie de… de castillo transilvano? 

Se dijo a sí mismo que era un tipo duro, un hombre acostumbrado a los rigores del ejercicio físico y curtido en mil batallas, y golpeó con aplomo la aldaba que colgaba en el centro de la puerta. Abrió la puerta una mujer  con rasgos de gárgola y rostro ancestral,  y aquel aplomo, si bien genuino, se desvaneció en la noche como la fragancia de una colonia barata. ¿Y eran imaginaciones suyas o había oído el aullido de un lobo en la distancia tan pronto como se abrió aquella puerta que nunca debería haber traspasado?

La mujer -porque ¿era una mujer, verdad?– le condujo a su habitación, aunque ella dijo «aposentos», y le informó de que debido a anulaciones de última hora estaría completamente a sus anchas en la casa. Pensó en salir corriendo, volver a la ciudad derrapando en las curvas de la sinuosa carretera, dejar el coche en el parking Saba de la Plaza Cataluña poniendo fin a su diezmada cuenta corriente y mezclarse con la cálida humanidad en la sección de juguetes de El Corte Inglés. Pero entonces se aferró a su indomable fuerza de voluntad y recordó que era un hombre con una misión: pasar allí la noche. 

La entrada en sus aposentos, con aquella enorme cama con dosel, y sobre todo la visión de varios crucifijos y ristras de ajos, le reconfortó. La cena romántica a la luz de las velas, pues allí no conocían la luz eléctrica (inimaginable un comercial con carpeta y traje de cincuenta euros llamando a aquella puerta con sonrisa semiprofesional y una invitación a hacerse de tal o cual compañía eléctrica a cambio de un ahorro de un 0000,5 por ciento en el gasto anual y la promesa de una tostadora a pilas con whatsapp incluido), fue como un bálsamo para él: sopa de sobre como la que hacía su abuela, tortilla de patatas made in mercadona y de postre un yogur de frutas del bosque con fecha de caducidad del siglo pasado que hubiese hecho las delicias del cheff de «Pesadilla en la cocina».

La puerta de su habitación carecía de llave o cerrojo y, con la desgana de quien no quiere parecer desconfiado, se dispuso a buscar medidas de seguridad alternativas: una cómoda a prueba de elefantes apoyada firmemente contra la puerta le confirió cierta sensación de intimidad. Y cuando se arrebujó entre aquellas mantas que olían a alcanfor y miró por ultima vez con tristeza el titilante rayo de luna que se filtraba a través del cristal de la ventana, sólo pudo tiritar un poco y pensar que tal vez podían haberle puesto un somnífero en aquella sopa de sobre que tenía un sabor tan extraño. 

Cuando despertó a la mañana siguiente notó una olvidada sensación,  por primera vez en muchos años se sintió feliz de estar vivo. Miró hacia la puerta y constató con alivio que estaba bien cerrada, la enorme cómoda como una pesada roca apoyada contra ella. Fue entonces cuando observó con horror algo que no estaba la víspera en la mesilla de noche. Era una caja envuelta en una especie de tela que tal vez hubiese sido un sudario. Y cuando la abrió con el aliento contenido cayó en la cuenta de que era la mañana del día de Navidad. «Felicidades», rezaba la nota, y allí, en el interior de la caja, había para él un nuevo pack de «La vida es bella».

Jorge Romera 

10 de diciembre de 2012

Vacaciones en el mar

Aquel viaje no comenzó con buen pie. Se suponía que era un crucero de placer y a las dos horas de haber zarpado, más de la mitad del pasaje estaba vomitando por la borda, con el consiguiente regocijo de la fauna marina. Los miembros de la tripulación, aún exhibiendo profesionales semblantes de consternación, no podían evitar sonrisillas de complicidad y miradas de inteligencia al cruzarse en cubierta, como diciendo «pardillos». 

En tales circunstancias una aventura romántica, un flechazo o un affaire, estaban descartados de antemano, lo que dicho sea de paso constituía una tragedia casi tan grande como una colisión con un iceberg, pues muchos de los pasajeros habían ido hasta ahí en busca de un romance. 

El azar, sin embargo, quiso que aquella odisea no fuese completamente en vano. El azar es así, díscolo, imprevisible, caprichoso. Ella estuvo a punto de caerse al suelo en un movimiento brusco de la embarcación. Él, fuerte y dinámico, la sostuvo por la cintura. A veces las circunstancias adversas facilitan un preámbulo, proporcionan la excusa perfecta para iniciar una conversación, y el hielo no tiene que romperse porque ya se ha roto antes en mil pedazos. 

Como suele suceder en tales ocasiones, tras una hora de charla ambos tenían esa paradójica aunque agradable sensación de conocerse de toda la vida. Cenaron juntos y más tarde, con la discreción propia de estos casos, decidieron compartir camarote. La noche fue movida, y no sólo a causa de los vaivenes producidos por el temporal. 

La luz del amanecer, entrando a raudales por el ojo de buey, los encontró abrazados y aún dormidos, sonrientes, como si en sus respectivos sueños ambos hubieran tomado una determinación. Ella no le contaría que su  marido la maltrataba, que antes de la ruptura acaecida diez años atrás le dio tal paliza que tuvieron que practicarle la cirugía plástica. Él nunca le revelaría que pegaba a su mujer, que  los hermanos de ella juraron matarle si algún día daban con su paradero, y él tuvo que acudir a un buen cirujano plástico para cambiar de identidad y salvar la vida, hacía de eso ya diez años. ¿Habíamos dicho algo del azar?

Jorge Romera

4 de octubre de 2012