Hotel Pijolandia

Como Director General del Pijolandia, uno de los mejores hoteles del mundo, he abogado siempre por un trato exquisito a nuestros clientes, un espíritu de servicio a toda prueba y un buen gusto rayano en el Arte con mayúsculas. Ahora, sin embargo, me encuentro en la horrible tesitura de tener que defender mi honor y mi reputación, siempre intachables, ante el Consejo de Accionistas debido a un malentendido, o tal vez una oscura trama de acoso y derribo, que está degenerando en una auténtica Caza de Brujas. 

Todo comenzó a raíz de unas  críticas hacia nuestro establecimiento vertidas en una de esas execrables páginas de internet en la que viajeros de medio pelo que se creen una mezcla de Marco Polo y Ernest Hemingway deciden plasmar sus experiencias dromomaníacas alrededor del globo en una especie de sacrosanta comunión de supuestas almas gemelas.

Una amable señora, cuyo nick era Harpa_Melodiosa, tuvo a bien escribir la siguiente crítica sobre la calidad de nuestro servicio:

     «Nuestra esperiencia en su supuesto hotél de 5 estrellas a sido lo mas horrible que nos ha pasado en la vida. Pedimos un Chivas de 12 años en la terraza con bistas al mar y despues de esperar casi una ora de relój nos sirbieron el whisky en basos de plastico. Nosótro sómo de hoteles de 5 estrellas y jamas emos recivido un trato semejante. No volberémos. Lo sepan.

En mi calidad de Director General de uno de los mejores hoteles del mundo, una de mis obligaciones, aunque quizá no la más grata, es responder con la elegancia de un diplomático educado en Eaton y Oxford comentarios de clientes insatisfechos que podrían empañar la excelencia de nuestro hotel en aras de preservar una imagen impoluta cuando no diáfana. ¿Qué habría hecho yo con el anterior comentario? Sin duda hubiese escrito algo así:

«Estimada Harpa_Melodiosa: Lamento de todo corazón que su estancia en nuestro hotel no haya sido completamente de su agrado, colmando así nuestros más profundos anhelos. Esos vasos de plástico a los que usted se refiere de forma quizá un tanto mordaz, son el fruto de muchas horas de trabajo por parte de nuestro equipo de investigación y desarrollo (I+D). Se trata de un concepto vanguardista en el servicio de nuestras bebidas espirituosas que tiene como principal objetivo la búsqueda de un cierto grado de complicidad con nuestros clientes de mente más abierta. Un Chivas de 12 años servido en un vaso de plástico es como una paradoja en sí mismo, un koan zen, una especie de oxímoron, si usted lo prefiere, que despeja la mente,   agudiza los sentidos e invita a la risa franca y jovial. Todo un giro copernicano en el vasto universo del servicio de bebidas. Esperando que esta explicación haya disuelto su mal sabor de boca, le invito a que vuelva a visitarnos y nos conceda una segunda oportunidad. Le prometo que en esta ocasión no le defraudaremos».

Sin duda, alguna mente retorcida, quizá un subordinado descontento que pudiese haber despedido en el pasado por su incompetencia y su mezquindad, o posiblemente algún arribista traidor al que tal vez haya aplastado en el campo de golf con mi formidable swing y sueña por las noches con quitarme el puesto mientras se masturba en su solitaria cama, violó el sistema informático, entró en el ordenador central con mi contraseña y escribió lo siguiente con mi rúbrica:

«Apreciada señora Harpía_Mierdosa: Todavía estoy sorprendido de que haya logrado terminar de leer su crítica, máxime teniendo en cuenta que no sabría usted diferenciar una «v» de una «b» aunque se las presentaran en persona y está convencida de que los acentos son palitos que caen del cielo como gotas de lluvia. Esos vasos de plástico («vaso» se escribe con uve, señora, aunque parece que para escribir «Chivas» y «whisky» no ha tenido usted ningún problema, eh, pillina) de los que tanto se queja en su «crítica», si se le puede llamar así a semejante galimatías, se deben a que la pasta que teníamos prevista para el pedido de copas de cristal veneciano me la gasté en cambiar todas las ruedas de mi Porsche Carrera, que no vea usted cómo le piso en autopista en cuanto mi detector de radares me da luz verde. Sé que eso es ilegal,  ¿pero acaso no lo es escribir «bistas al mar»? Casi me deja ciego. Sólo puedo darle la razón en una cosa, que no vuelva usted más por aquí. Cuando me apetece un poco de fealdad y horterez para no perder de vista la realidad del mundo no tengo más que conectar mi televisor».

Huelga decir que me quedé atónito cuando el Presidente de la cadena hotelera me urgió a hacerle una visita en su mansión de Ginebra, sugiriéndome que dejase mi automóvil a buen recaudo en el parking del hotel y me desplazase hasta allí en avión, a ser posible fletado por una compañía low cost.  

Al parecer, el caso de Harpa_Melodiosa, lejos de ser algo aislado, una gota de agua en el océano, por así decir, fue el primer peldaño de una escalera de despropósitos que me han obligado a subir al cadalso de la deshonra pública y el escarnio general. Y ahora,  mientras escribo esto desde el inhóspito y gris hotel que la cadena decidió levantar en el norte de Siberia, intento ordenar mis pensamientos en un discurso claro y convincente que logre limpiar esta afrenta y me transporte de nuevo al mando del hotel que regentaba en Hawai. La única que parece estar siempre contenta es mi hija, que desde niña ha amado los deportes de invierno y nunca tuvo la oportunidad de practicarlos todo lo que deseaba, pues yo soy un adorador del sol. Aunque a veces la sorprendo mirándome con ojos burlones, como si ocultase algo que yo no sé. Tal vez nunca debiera haberle prohibido jugar a la play…

Jorge Romera 

2 de enero de 2013

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Suicidios políticamente incorrectos

Cuando encontraron al secretario general del partido de la oposición muerto en su cama de soltero nadie pensó que se trataba de un suicidio. La autopsia reveló, sin embargo, que había ingerido una dosis de somníferos suficiente como para tumbar a un elefante adulto. El secretario general del partido de la oposición estaba gordo, pero no hasta ese extremo.  El precio irrisorio que pagaban los diputados por comer en el restaurante del Congreso, por no hablar de las dietas que cobraban (dietas, ¿captan la ironía?) hacían comprensible aquel volumen, aquella exagerada humanidad, pero no explicaban el suicidio. ¿Qué había sucedido pues? ¿Se equivocó con la dosis, pues de todos era sabido que la aritmética no era su fuerte? ¿Confundió las cápsulas con caramelos sugus, una de sus debilidades? Finalmente, una nota manuscrita que fue hallada por un miembro de la policía científica dio fe de que la muerte había sido provocada por él mismo.

Tres meses más tarde uno de los miembros más importantes del partido en el poder, uno de los pilares del gobierno de la nación, faltó a su escaño, algo inconcebible teniendo en cuenta que aquel día era un miércoles, y los miércoles en el restaurante del Congreso siempre servían pimientos rellenos con caviar ruso y sorbete de Moët Chandon, sus talones de Aquiles, por mencionar sólo dos. Con el corazón en un puño, apenas un hálito de voz, el presidente del gobierno ordenó buscarlo en su domicilio, sito en la zona residencial más exclusiva de la capital, donde sólo vivían futbolistas, tertulianos de realities, políticos, famosos de medio pelo y banqueros, la flor y nata de la sociedad. Y allí lo encontraron, en la piscina con forma de riñón de su jardín versallesco, flotando en el agua clorada como si fuese un envase vacío de detergente de marca blanca. Una nota garabateada y casi ilegible -nunca terminó la enseñanza primaria- fue descifrada con éxito por el departamento de criptografía de la policía científica arrojando cierta luz sobre lo que todos sospechaban: suicidio.

Cuando una semana después hallaron el cadáver del presidente del país, un hombre gris, mediocre, sin carisma, sin ingenio ni empatía, en suma, con muchas de  las lagunas que debe atesorar el político ideal, todas las alarmas saltaron como sirenas antiaéreas ante un ataque enemigo. Lo encontraron en la bañera de su palacio, muerto mientras escribía, muy al estilo de La muerte de Marat, pintado por la mano maestra de Jacques-Louis David, como apuntó aquel policía culto -una rara avis-  con cierta sonrisilla de autosuficiencia mal disimulada. Pero a diferencia de Marat, el presidente del gobierno no fue apuñalado, sino que se cortó las venas como Séneca, según volvió a apostillar el mismo policía, que aquel día estaba en racha, comentario que fue recogido con significativos arqueos de cejas por parte de sus superiores. ¿Y qué estaba escribiendo el presidente del gobierno justo antes de morir? ¿Reflexiones filosóficas a lo Marco Aurelio? ¿Un soneto al estilo del gran bardo? ¿Tal vez la lista de la compra en el Mercadona? Nada de eso. Estaba escribiendo, lo habrán adivinado ya, una breve pero elocuente nota de suicido.

A partir de ese momento los políticos todos fueron cayendo como fichas de dominó. La prima de riesgo de aquel país con ínfulas europeas pero realidades africanas subió como un cohete espacial. El pánico cundió como mantequilla caliente bien untada en una tostada. Los empresarios más opulentos, aquellos prohombres de anchas espaldas y billeteras aún mayores, las fuerzas vivas de la sociedad, comenzaron a sufrir ataques de corazón tan repentinos como fatales ante la progresiva desaparición de sus fieles marionetas. Se produjo una especie de efecto mariposa, más concretamente la Ascalapha odorata, la mariposa de la muerte -según remarcó aquel policía también aficionado a la entomología-. Los más temerosos de Dios creyeron interpretar en todo aquello una maldición bíblica, una plaga sin precedentes; voces de sesgo cientifista apuntaron hacia algún tipo de gen debilucho que podía estar induciendo a los políticos al suicidio y a los capitanes de empresa al fallo cardíaco. Se habló de vudú, de brujería, de magia negra, de ovnis, de rosacruces, de técnicas ninja avanzadas, del triángulo de las Bermudas, de una conspiración en toda regla. Pero finalmente, cuando todo aquel humo se disipó, no quedaba ningún político en aquel país que había sido rico en ellos, si no en calidad, al menos sí en cantidad;  y los grandes financieros y sus vástagos, dinastías enteras, corrieron la misma suerte. Y cuando la población, abotargada como sumisos corderos, estupidizada durante años por millones de horas ante el  televisor, la playstation  y el smartphone, despertó de su letargo de siglos, los chinos ya gobernaban el país con mano de hierro.

Jorge Romera