El narcisista y el espejo

El otro día estaba vagabundeando por una librería, observando si había algún sillón donde poder sentarme y leer un rato sin pasar por caja mientras la lluvia teñía de gris la mañana, cuando me tropecé con la siguiente cita en un libro de autoayuda:

«Me gustaría ser una mujer para poder ser besada por unos labios tan bonitos como los míos».    Un narcisista a su novia

Un poco molesto conmigo mismo porque a alguien antes que a mí se le hubiera ocurrido una frase tan brillante (después de todo, no debo ser tan narcisista como creía), estuve dándole vueltas al concepto de narcisismo en mi cada día más dispersa psique, y así, poco a poco, fue surgiendo el siguiente relato. Los caminos de la inspiración son inescrutables.

George era un hombre guapo y lo sabía. Más aún, sabía que el resto del mundo lo sabía, y eso le hacía sentirse dichoso. Incluso sospechaba que el resto del mundo sabía que él lo sabía, lo que aumentaba su felicidad exponencialmente. Para no morir de felicidad, decidió detener el análisis lógico en ese punto pues las regresiones infinitas le producían dolor de cabeza desde que era un niño.

George reunía en su persona todos los síntomas del narcisista clásico: acudía al gimnasio todos los días, vigilaba su dieta con mano de hierro, tomaba levadura de cerveza por las mañanas – sin olvidarse jamás del germen de trigo-, mimaba su bonito pelo ondulado como si fuese su hijo más querido, ingería a diario megadosis de vitaminas y minerales antioxidantes, consideraba a los cirujanos plásticos como los representantes de Dios en la Tierra y se miraba en todas las superficies reflectantes, lunas de coche y escaparates que se cruzaran en su camino, incluyendo las gafas de espejo de los policías uniformados. Y aunque frecuentaba las discotecas y los bares de copas, nunca lo hubiera hecho para seducir; le bastaba con sentirse deseado. Todo lo cual se puede resumir en una sentencia: George se miraba más a sí mismo que al resto del mundo. O si se prefiere, el mundo era sólo una excusa para contemplarse a través de él.

Había, sin embargo, una circunstancia en la que George no se sentía feliz y dichoso contemplándose a sí mismo, y era cuando se veía en el rostro de John, su hermano gemelo. Qué irónico. Alguien tan indescriptiblemente hermoso como él se veía obligado a compartir el mundo con su hermano gemelo. Joder. ¿Cuál era la probabilidad de ese suceso? ¿Y acaso no habían llegado a un acuerdo? John se quedaría en Inglaterra y él emigraría a Estados Unidos. Pero no, el estúpido de John tuvo que seguir sus pasos. Siempre lo mismo. Desde pequeños, John había ido a la zaga de George, mayor que aquél por un par de minutos, y aquellos ciento veinte segundos acabaron convirtiéndose en una auténtica losa, un peso digno de los hombros de Atlas.

Sólo había un hecho que mitigase aquel odio, un detalle insignificante que lograra aplacar la bíblica ira de George: su hermano gemelo era ciego. Otra ironía de la vida, por una vez, justa. Siendo tan hermoso, nunca lo sabría. Jamás podría experimentar la inconcebible dicha de ver su rostro reflejado en un espejo. Delicioso.

Pero un día todo cambió. El azar, esa fuerza oscura e inesperada, se presentó en la forma de una compañera de oficina de George. Aquella estúpida mecanógrafa lo había confundido con su hermano. «Te saludé el sábado por la tarde en Central Park y ni siquiera me miraste. Eres un desconsiderado, George». ¿Qué sería lo próximo? ¿Su hermano John recibiendo felicitaciones por ser nombrado el hombre más sexy del planeta? Aquello tenía que terminar.

Aquel fin de semana los hermanos alquilaron un coche y se dirigieron hacia una región boscosa que se extendía al oeste de Vermont. Había sido idea de George. Caminar sobre las hojas muertas, escuchar el rumor milenario del agua corriendo por arroyos y ríos, respirar el aire transparente de los bosques. John objetó que era temporada de caza, pero George acalló sus temores apelando a las chaquetas reflectantes que habían comprado como medida de precaución. 

Dieron un largo paseo, John siempre cogido del brazo de George, confiado, el crepitar de las hojas secas bajo sus pies, el susurro del viento meciendo las ramas más altas de los abetos. George le pidió que le prestase sus gafas oscuras y esperase allí un momento, había visto algo moviéndose entre la espesura pero el sol del mediodía no le dejaba ver bien de qué se trataba. Tras dejar a su hermano junto al tronco de un cedro se acercó al lugar en el que semanas antes había enterrado una Beretta Urika 2 comprada en el mercado negro por un precio que le pareció irrisorio. Desenterró la escopeta, que ya estaba cargada, la sacó de la bolsa de plástico y apuntó a la cara de su hermano. Fue la última vez que vio su propio rostro en otra persona. Luego disparó. 

Nunca encontraron el arma. ¿Fue un accidente de caza? ¿Un cazador despistado que se dio a la fuga? George, ahora John tras ponerse sus gafas oscuras y usurpar la identidad de su hermano, quedó inmediatamente fuera de toda sospecha. ¿Qué ciego podría disparar a la cara de alguien a una distancia de treinta metros y acertar de pleno?

John, antes George, se fue a vivir a casa de su difunto hermano. Falsificar la firma no fue ningún problema para él, y después de cobrar el dinero del seguro y aguardar un tiempo prudencial, emigraría a algún país extranjero, tal vez Australia, donde poder comenzar de nuevo, por fin liberado. Tuvo que reconocer la espantosa falta de gusto de su hermano a la hora de decorar la casa, ¿pero qué se puede esperar de un invidente? Aunque con un par de detalles aquí y allá la casa sería de nuevo habitable.

El inspector de policía que llevó el caso de aquella muerte, un entusiasta de las novelas de Arthur Conan Doyle,  tenía que realizar un reconocimiento cerca de allí y pensó que era mejor llevársela en persona que volver a citarlo en comisaría. Ya era demasiado duro para un hombre ser ciego y perder a la única familia que tenía en el mundo de una forma tan horrible. El día que George, ahora John, fue a firmar todo el papeleo que genera una muerte así se dejó la pluma sobre una de las mesas de la comisaría. Al inspector no le pasó por alto que un ciego tuviese una pluma tan ostentosa, aunque seguramente se tratara de un regalo.

Encontró la puerta del edificio abierta, pues otro inquilino estaba saliendo en ese momento y subió en el ascensor pensando en cómo sería su vida sin el sentido de la vista. Hizo sonar el timbre e inspiró. La puerta se abrió. Volvió a ver aquel tipo de indescriptible belleza que había tenido la desgracia de quedarse ciego y no se le escapó la ironía. Sin embargo, hubo algo que le pareció todavía más paradójico: todas las luces de la casa parecían estar encendidas. Más aún… ¿qué diablos hacían en la casa de un ciego todos aquellos espejos?

 

 

Jorge Romera Pino

12 de Enero de 2015

Suicidios políticamente incorrectos

Cuando encontraron al secretario general del partido de la oposición muerto en su cama de soltero nadie pensó que se trataba de un suicidio. La autopsia reveló, sin embargo, que había ingerido una dosis de somníferos suficiente como para tumbar a un elefante adulto. El secretario general del partido de la oposición estaba gordo, pero no hasta ese extremo.  El precio irrisorio que pagaban los diputados por comer en el restaurante del Congreso, por no hablar de las dietas que cobraban (dietas, ¿captan la ironía?) hacían comprensible aquel volumen, aquella exagerada humanidad, pero no explicaban el suicidio. ¿Qué había sucedido pues? ¿Se equivocó con la dosis, pues de todos era sabido que la aritmética no era su fuerte? ¿Confundió las cápsulas con caramelos sugus, una de sus debilidades? Finalmente, una nota manuscrita que fue hallada por un miembro de la policía científica dio fe de que la muerte había sido provocada por él mismo.

Tres meses más tarde uno de los miembros más importantes del partido en el poder, uno de los pilares del gobierno de la nación, faltó a su escaño, algo inconcebible teniendo en cuenta que aquel día era un miércoles, y los miércoles en el restaurante del Congreso siempre servían pimientos rellenos con caviar ruso y sorbete de Moët Chandon, sus talones de Aquiles, por mencionar sólo dos. Con el corazón en un puño, apenas un hálito de voz, el presidente del gobierno ordenó buscarlo en su domicilio, sito en la zona residencial más exclusiva de la capital, donde sólo vivían futbolistas, tertulianos de realities, políticos, famosos de medio pelo y banqueros, la flor y nata de la sociedad. Y allí lo encontraron, en la piscina con forma de riñón de su jardín versallesco, flotando en el agua clorada como si fuese un envase vacío de detergente de marca blanca. Una nota garabateada y casi ilegible -nunca terminó la enseñanza primaria- fue descifrada con éxito por el departamento de criptografía de la policía científica arrojando cierta luz sobre lo que todos sospechaban: suicidio.

Cuando una semana después hallaron el cadáver del presidente del país, un hombre gris, mediocre, sin carisma, sin ingenio ni empatía, en suma, con muchas de  las lagunas que debe atesorar el político ideal, todas las alarmas saltaron como sirenas antiaéreas ante un ataque enemigo. Lo encontraron en la bañera de su palacio, muerto mientras escribía, muy al estilo de La muerte de Marat, pintado por la mano maestra de Jacques-Louis David, como apuntó aquel policía culto -una rara avis-  con cierta sonrisilla de autosuficiencia mal disimulada. Pero a diferencia de Marat, el presidente del gobierno no fue apuñalado, sino que se cortó las venas como Séneca, según volvió a apostillar el mismo policía, que aquel día estaba en racha, comentario que fue recogido con significativos arqueos de cejas por parte de sus superiores. ¿Y qué estaba escribiendo el presidente del gobierno justo antes de morir? ¿Reflexiones filosóficas a lo Marco Aurelio? ¿Un soneto al estilo del gran bardo? ¿Tal vez la lista de la compra en el Mercadona? Nada de eso. Estaba escribiendo, lo habrán adivinado ya, una breve pero elocuente nota de suicido.

A partir de ese momento los políticos todos fueron cayendo como fichas de dominó. La prima de riesgo de aquel país con ínfulas europeas pero realidades africanas subió como un cohete espacial. El pánico cundió como mantequilla caliente bien untada en una tostada. Los empresarios más opulentos, aquellos prohombres de anchas espaldas y billeteras aún mayores, las fuerzas vivas de la sociedad, comenzaron a sufrir ataques de corazón tan repentinos como fatales ante la progresiva desaparición de sus fieles marionetas. Se produjo una especie de efecto mariposa, más concretamente la Ascalapha odorata, la mariposa de la muerte -según remarcó aquel policía también aficionado a la entomología-. Los más temerosos de Dios creyeron interpretar en todo aquello una maldición bíblica, una plaga sin precedentes; voces de sesgo cientifista apuntaron hacia algún tipo de gen debilucho que podía estar induciendo a los políticos al suicidio y a los capitanes de empresa al fallo cardíaco. Se habló de vudú, de brujería, de magia negra, de ovnis, de rosacruces, de técnicas ninja avanzadas, del triángulo de las Bermudas, de una conspiración en toda regla. Pero finalmente, cuando todo aquel humo se disipó, no quedaba ningún político en aquel país que había sido rico en ellos, si no en calidad, al menos sí en cantidad;  y los grandes financieros y sus vástagos, dinastías enteras, corrieron la misma suerte. Y cuando la población, abotargada como sumisos corderos, estupidizada durante años por millones de horas ante el  televisor, la playstation  y el smartphone, despertó de su letargo de siglos, los chinos ya gobernaban el país con mano de hierro.

Jorge Romera