Cuando encontraron al secretario general del partido de la oposición muerto en su cama de soltero nadie pensó que se trataba de un suicidio. La autopsia reveló, sin embargo, que había ingerido una dosis de somníferos suficiente como para tumbar a un elefante adulto. El secretario general del partido de la oposición estaba gordo, pero no hasta ese extremo. El precio irrisorio que pagaban los diputados por comer en el restaurante del Congreso, por no hablar de las dietas que cobraban (dietas, ¿captan la ironía?) hacían comprensible aquel volumen, aquella exagerada humanidad, pero no explicaban el suicidio. ¿Qué había sucedido pues? ¿Se equivocó con la dosis, pues de todos era sabido que la aritmética no era su fuerte? ¿Confundió las cápsulas con caramelos sugus, una de sus debilidades? Finalmente, una nota manuscrita que fue hallada por un miembro de la policía científica dio fe de que la muerte había sido provocada por él mismo.
Tres meses más tarde uno de los miembros más importantes del partido en el poder, uno de los pilares del gobierno de la nación, faltó a su escaño, algo inconcebible teniendo en cuenta que aquel día era un miércoles, y los miércoles en el restaurante del Congreso siempre servían pimientos rellenos con caviar ruso y sorbete de Moët Chandon, sus talones de Aquiles, por mencionar sólo dos. Con el corazón en un puño, apenas un hálito de voz, el presidente del gobierno ordenó buscarlo en su domicilio, sito en la zona residencial más exclusiva de la capital, donde sólo vivían futbolistas, tertulianos de realities, políticos, famosos de medio pelo y banqueros, la flor y nata de la sociedad. Y allí lo encontraron, en la piscina con forma de riñón de su jardín versallesco, flotando en el agua clorada como si fuese un envase vacío de detergente de marca blanca. Una nota garabateada y casi ilegible -nunca terminó la enseñanza primaria- fue descifrada con éxito por el departamento de criptografía de la policía científica arrojando cierta luz sobre lo que todos sospechaban: suicidio.
Cuando una semana después hallaron el cadáver del presidente del país, un hombre gris, mediocre, sin carisma, sin ingenio ni empatía, en suma, con muchas de las lagunas que debe atesorar el político ideal, todas las alarmas saltaron como sirenas antiaéreas ante un ataque enemigo. Lo encontraron en la bañera de su palacio, muerto mientras escribía, muy al estilo de La muerte de Marat, pintado por la mano maestra de Jacques-Louis David, como apuntó aquel policía culto -una rara avis- con cierta sonrisilla de autosuficiencia mal disimulada. Pero a diferencia de Marat, el presidente del gobierno no fue apuñalado, sino que se cortó las venas como Séneca, según volvió a apostillar el mismo policía, que aquel día estaba en racha, comentario que fue recogido con significativos arqueos de cejas por parte de sus superiores. ¿Y qué estaba escribiendo el presidente del gobierno justo antes de morir? ¿Reflexiones filosóficas a lo Marco Aurelio? ¿Un soneto al estilo del gran bardo? ¿Tal vez la lista de la compra en el Mercadona? Nada de eso. Estaba escribiendo, lo habrán adivinado ya, una breve pero elocuente nota de suicido.
A partir de ese momento los políticos todos fueron cayendo como fichas de dominó. La prima de riesgo de aquel país con ínfulas europeas pero realidades africanas subió como un cohete espacial. El pánico cundió como mantequilla caliente bien untada en una tostada. Los empresarios más opulentos, aquellos prohombres de anchas espaldas y billeteras aún mayores, las fuerzas vivas de la sociedad, comenzaron a sufrir ataques de corazón tan repentinos como fatales ante la progresiva desaparición de sus fieles marionetas. Se produjo una especie de efecto mariposa, más concretamente la Ascalapha odorata, la mariposa de la muerte -según remarcó aquel policía también aficionado a la entomología-. Los más temerosos de Dios creyeron interpretar en todo aquello una maldición bíblica, una plaga sin precedentes; voces de sesgo cientifista apuntaron hacia algún tipo de gen debilucho que podía estar induciendo a los políticos al suicidio y a los capitanes de empresa al fallo cardíaco. Se habló de vudú, de brujería, de magia negra, de ovnis, de rosacruces, de técnicas ninja avanzadas, del triángulo de las Bermudas, de una conspiración en toda regla. Pero finalmente, cuando todo aquel humo se disipó, no quedaba ningún político en aquel país que había sido rico en ellos, si no en calidad, al menos sí en cantidad; y los grandes financieros y sus vástagos, dinastías enteras, corrieron la misma suerte. Y cuando la población, abotargada como sumisos corderos, estupidizada durante años por millones de horas ante el televisor, la playstation y el smartphone, despertó de su letargo de siglos, los chinos ya gobernaban el país con mano de hierro.
Jorge Romera