Cuento de navidad, a mi manera

Desde que se enteró de que los Reyes Magos eran los padres, odiaba la navidad. Se puso al día gracias a  Ricardito, que ya sabía con certeza que los niños no venían de París, o al menos no todos, cuando sus compañeritos de clase aún estaban aprendiendo el orden de las vocales. Con el paso de los años adquirió una especie de gastritis condicionada, y siempre que oía la palabra «navidad», o simplemente la expresión «fechas entrañables», sentía unos ardores de estómago tales que ni siquiera la sal de fruta «Eno» era capaz de mitigar. La climatología, siempre deplorable en la apolillada piel de toro, tampoco ayudaba precisamente. Tal vez en California o en el Caribe las cosas fuesen diferentes. O en las islas Caimán. Pero su cuenta  corriente estaba casi a cero, y en la aduana de las Caimán aquello de «¿viaja por trabajo o por placer?» había sido sustituido por «¿turismo de evasión o evasión de capital?».  

Mientras ordenaba su caótica habitación -la habitación de un artista, le gustaba pensar- encontró una cajita cuya existencia había olvidado por completo. La mujer con la que salía el año pasado le había regalado en las mismas fechas un pack de «La vida es bella». «Una noche con encanto para dos», rezaba la portada, y podía verse a una pareja hipnotizada por el crepitar del fuego de la chimenea y esa inefable sensación del placer anticipatorio.

Intentaron canjear el bono a primeros de año, pero siempre que telefoneaban alguien con voz desabrida les informaba de que estaban al completo en cuanto se enteraba de que se trataba de un pack de «La vida es bella». Luego ella lo abandonó por un artista de las marionetas que además sabía tocar la armónica con el culo y la vida dejó de ser bella, si alguna vez lo había sido. Y ahora, apenas una semana antes de que el bono caducara, volvía a encontrarse con aquello. Lo consideró como una señal, un augurio, el vuelo de un ave, los posos del té, una llamada a la acción. Además odiaba el desperdicio, de manera que se propuso aprovechar el vale aunque fuese en solitario, qué demonios.

Tras consultar la guía de «La vida es bella» y marcar unos cuantos números de teléfono sin ningún éxito, estaba a punto de tirar la toalla. Aquella expresión sacada del mundo del boxeo nunca le pareció más acertada, dada su sensación de abatimiento. Y entonces, como el púgil que está a punto de besar la lona por el castigo al que le está sometiendo su contrincante y es salvado por la campana en el último segundo, alguien contestó al teléfono y le informó de que había una habitación libre.

Le costó dar con la dirección, y cuando lo hizo a última hora de la tarde y vio aquel caserón siniestro que emergió de repente en un calvero del bosque su estómago emitió señales inequívocas de alarma. Aquello no se parecía en nada a la acogedora casita que había visto en las fotografías de la guía. Procuró tranquilizarse a sí mismo pensando que se trataba de un efecto de la luz. Si alguien perdido en el desierto era capaz de confundir un exuberante oasis con un pedazo de arena por efecto del sol y el calor, ¿acaso era imposible confundir una cabaña alpina con aquella especie de… de castillo transilvano? 

Se dijo a sí mismo que era un tipo duro, un hombre acostumbrado a los rigores del ejercicio físico y curtido en mil batallas, y golpeó con aplomo la aldaba que colgaba en el centro de la puerta. Abrió la puerta una mujer  con rasgos de gárgola y rostro ancestral,  y aquel aplomo, si bien genuino, se desvaneció en la noche como la fragancia de una colonia barata. ¿Y eran imaginaciones suyas o había oído el aullido de un lobo en la distancia tan pronto como se abrió aquella puerta que nunca debería haber traspasado?

La mujer -porque ¿era una mujer, verdad?– le condujo a su habitación, aunque ella dijo «aposentos», y le informó de que debido a anulaciones de última hora estaría completamente a sus anchas en la casa. Pensó en salir corriendo, volver a la ciudad derrapando en las curvas de la sinuosa carretera, dejar el coche en el parking Saba de la Plaza Cataluña poniendo fin a su diezmada cuenta corriente y mezclarse con la cálida humanidad en la sección de juguetes de El Corte Inglés. Pero entonces se aferró a su indomable fuerza de voluntad y recordó que era un hombre con una misión: pasar allí la noche. 

La entrada en sus aposentos, con aquella enorme cama con dosel, y sobre todo la visión de varios crucifijos y ristras de ajos, le reconfortó. La cena romántica a la luz de las velas, pues allí no conocían la luz eléctrica (inimaginable un comercial con carpeta y traje de cincuenta euros llamando a aquella puerta con sonrisa semiprofesional y una invitación a hacerse de tal o cual compañía eléctrica a cambio de un ahorro de un 0000,5 por ciento en el gasto anual y la promesa de una tostadora a pilas con whatsapp incluido), fue como un bálsamo para él: sopa de sobre como la que hacía su abuela, tortilla de patatas made in mercadona y de postre un yogur de frutas del bosque con fecha de caducidad del siglo pasado que hubiese hecho las delicias del cheff de «Pesadilla en la cocina».

La puerta de su habitación carecía de llave o cerrojo y, con la desgana de quien no quiere parecer desconfiado, se dispuso a buscar medidas de seguridad alternativas: una cómoda a prueba de elefantes apoyada firmemente contra la puerta le confirió cierta sensación de intimidad. Y cuando se arrebujó entre aquellas mantas que olían a alcanfor y miró por ultima vez con tristeza el titilante rayo de luna que se filtraba a través del cristal de la ventana, sólo pudo tiritar un poco y pensar que tal vez podían haberle puesto un somnífero en aquella sopa de sobre que tenía un sabor tan extraño. 

Cuando despertó a la mañana siguiente notó una olvidada sensación,  por primera vez en muchos años se sintió feliz de estar vivo. Miró hacia la puerta y constató con alivio que estaba bien cerrada, la enorme cómoda como una pesada roca apoyada contra ella. Fue entonces cuando observó con horror algo que no estaba la víspera en la mesilla de noche. Era una caja envuelta en una especie de tela que tal vez hubiese sido un sudario. Y cuando la abrió con el aliento contenido cayó en la cuenta de que era la mañana del día de Navidad. «Felicidades», rezaba la nota, y allí, en el interior de la caja, había para él un nuevo pack de «La vida es bella».

Jorge Romera 

10 de diciembre de 2012