¡Oh, no! ¿Un nuevo premio?

Cuando el otro día, presa de la emoción («¡No puede ser, esto no puede estar pasando!»), constaté con incredulidad que me había tocado el reintegro de la primitiva (1 euro), intuí que algo extraordinario estaba a punto de suceder. Ajeno al drama que se estaba gestando, abrí mi blog y allí estaba. Inma, confundiéndome con algún otro blogger resultón, me había nominado para los Versatile blogger awards. En un destello de genio que denota mis profundos conocimientos de la lengua del bardo inmortal, deducí que versatile significa versátil sin tan siquiera buscar mi diccionario Collin’s que utilizo habitualmente para impedir que la puerta de mi habitación se cierre de golpe cuando hay corrientes de aire, así de práctico es el inglés.

Dicta el protocolo que debo agradecer el gesto a quien me nominó. Inma, gracias. Esta mañana, a las 6:30 a.m. (sé perfectamente que escribir a.m. mañana resulta un poco redundante, pero quería dejar claro que no suelo levantarme a las seis de la tarde) estaba despierto dándole vueltas a la cabeza sobre qué diantres escribir en esta entrada. Dicta también el protocolo (el protocolo es un tirano y un déspota y un mandón) que tengo que escribir siete cosas acerca de mí. Como ya lo hice en el Seven Things, y quisiera reducir al mínimo la probabilidad de que mis posibles lectores (¿hola? ¿hay alguien ahí?) entren en coma profundo, plagiaré el modelo de Inma quien, después de todo, es la culpable, quiero decir la causante, de que yo esté ahora ejercitando neuronas que ni siquiera sabía que existían.

1. Tengo una novia que dice que soy un antiguo porque ya nadie dice «novia» o «novio» sin sonrojarse, títulos que yo mantengo no para llevarle la contraria (bueno, a veces sí)  sino por pura coherencia, no en vano todavía calculo el precio de las cosas en pesetas. Se llama Nuria, por si alguien tiene dudas a estas alturas, y es lo suficientemente versátil como para calzarse unas botas de montaña (sus famosas «airunitas») o unos zapatos de tacón y estar siempre guapa, o como para disfrutar igualmente con la lectura del último best seller o de «Ana Karenina», o ya puestos a ascender hacia el culmen literario, este blog. Y que, pase lo que pase, siempre está ahí para animarme.

 2. Tengo un padre, que se emancipó hace unos años, y se está recuperando de una operación de rodilla. También él es versátil, pues siendo un hombre de los de antes, le pegó tanto a la morfina la semana pasada que a punto estuvo de presentarse en el hospital la brigada antivicio (Badalona vice). Le salvó un pequeño detalle: y es que en ese maldito hospital no hay quien aparque el Ferrari Testarossa.

3. Tengo una madre, modelo de versatilidad, que antes de que mi padre se emancipara hacía malabares para llegar a fin de mes sin que la familia notase la escasez de capital. Y cuando mi padre se emancipó siguió haciéndolos para llegar a fin de mes y pagarse una modesta pensión, aunque claro, en ese punto de su vida ya tenía mucha práctica.

4. Tengo también un hermano, que aunque nunca lee este blog no por eso voy a dejar fuera. Antes de que Sony decidiese buscar paraísos más soleados, trabajaba en la fabricación de pantallas de plasma. Ahora, aunque su lugar de trabajo sigue siendo el mismo, trabaja en algo relacionado con cambios de marchas. Y es que como dijo hace milenios el oscuro Heráclito, la vida es cambio (coleguita).

5. Tengo un sobrino, Super Gabi. Él sí que es versátil: juega al escondite, al pilla pilla en las escaleras mecánicas de un centro comercial o a la oca con igual genio y figura. Lo que sea con tal de jugar, y de ganar.

6. Tengo un montón de amigos que se asoman a este blog y he conocido gracias a internet, y a alguno fuera del ciberespacio, que escriben sus propios blogs, o no, pero que están ahí leyéndome y animándome, porque un escritor se nutre no sólo de lecturas y experiencias, necesita también lectores fieles.

7. Y tengo también una novela en busca de editor, que se titula igual que este blog, y que intenta abrirse paso en la oscura jungla editorial, con sus depredadores sin escrúpulos, sus indiferentes plantas carnívoras, sus sierpes de lengua bífida y sus arenas movedizas, pero también, espero, con sus lagos azul turquesa y sus elevados saltos de agua donde, en ocasiones, un repentino arco iris te demuestra que la vida aún puede ser hermosa.

Y ahora mis nominados:

1) En categoría especial, un bloque con mis nominados del Seven Things que, a riesgo de repetirme, se han convertido en autores a los que vuelvo cada día: 

chancano.wordpress.com

lapuertaentornada.wordpress.com

alterfines.wordpress.com

merino1957.wordpress.com

dessjuest.wordpress.com

nosht.wordpress.com

homefosc.blogspot.com

Y a continuación seis nuevos, que sumados a los anteriores como un todo, hacen siete:

patchworkdeideas.blogspot.com.es y es que Inma, a pesar de haberme nominado (y de acabar con el stock de olivas de cualquier bareto), escribe jodidamente bien. Por eso le devuelvo el favor, no vayan a pensar mal.

mercedesmolinero.wordpress.com el blog de Mercedes

teclalinda.wordpress.com el blog de Concha

masducados.blogspot.com.es el blog de Jesús

aniazaulada.wordpress.com el blog de Ana

avernolandia.wordpress.com el blog de Nieves

violetasdormidas,wordpress.com el blog de Azo

¿Cómo dices? ¿Qué me han salido ocho? Bueno, yo soy de Letras.

El Gran Bachimala (3.177 metros)

«La pista es perfectamente circulable», había leído en el blog de un montañero cuyo nombre ya había olvidado. Después de un kilómetro conduciendo por aquel camino lleno de piedras, desniveles y socavones profundos como cráteres volcánicos me pregunté a mí mismo qué significaba exactamente para el autor de aquel blog la expresión perfectamente circulable. ¿Perfectamente circulable para un hovercraft, uno de aquellos aerodeslizadores que parecían levitar mientras cruzaban el Canal de la Mancha? Miré el cuentakilómetros, que había puesto a cero al comenzar la pista, y me contenté al observar que ya habíamos completado el segundo kilómetro. Sólo quedaban ocho. A aquel ritmo, sólo cincuenta minutos más y estábamos en el refugio. Cincuenta minutos, nada, una vida.

Nuria, con su vista de halcón, me iba indicando la mejor ruta a seguir. Lo cual no era óbice para que algunas piedras díscolas, con personalidad (¿petridad?) saltándose el guión decidiesen meterse debajo de alguna de las ruedas y luego salir impulsadas contra los bajos de mi pobre Daewoo como si fuesen uno de aquellos hombres bala del pasado circense. Me relajé pensando que el mes pasado había cambiado el tubo de escape después de partirse en dos gracias a un socavón minúsculo al lado de estos, una minucia que apenas me había costado doscientos euros, una fruslería, lo que me gasto cada día en chicles, caramelos, pipas.

A medida que íbamos ganando altura el paisaje se hacía más impresionante, y la pista perfectamente circulable también. El dueño del refugio me había dicho que los últimos doscientos metros de la pista estaban bastante mal, y yo me envalentoné pensando que no podían ser peor que los kilómetros que ya llevábamos a la espalda. Como es natural,  me equivoqué. Fue en mitad de una rampa. ¡No te pares ahora!- exclamó Nuria, y no sé por qué, yo me paré. Mi idea original era dejar el coche aparcado antes de llegar a los últimos doscientos metros. ¿De verdad pensaba que habría una señal colgada en algún árbol que dijera «Atención,  tontorrón, ya sólo faltan 200 metros»? 

Le di a la llave de contacto, pisé el embrague, metí la primera, quité el freno de mano, levanté suavemente el pie del embrague… y el coche no se movió ni un milímetro. Las ruedas giraron sobre sí mismas levantando tierra y polvo mientras allá en lo alto el sol poniente enrojecía la cresta del Posets, el segundo pico más alto del Pirineo, y yo ni siquiera me sentí poético. Nuria decidió salir del coche para empujar, pero no hubo manera. Un Renault francés se detuvo detrás nuestro y luego un todoterreno,  y otro más, todos a una distancia prudencial. Hombres vigorosos y enérgicos, henchidos de optimismo y fe en el ser humano salieron de sus poderosos automóviles dispuestos a echar una mano, arrimar el hombro, dar una palmada en la espalda. He ahí el espíritu de la montaña. Y esta vez sí. Mi Daewoo salió catapultado como un cohete con este humilde servidor dando tumbos dentro del habitáculo mientras mapas, paquetes de pañuelos, gafas de sol y cantimploras con agua del grifo saltaban en todas direcciones.

Sudorosos, taquicárdicos pero felices de llegar por fin, Nuria y yo hicimos los preparativos para pasar la noche y nos dirigimos al refugio por una senda que se adentraba en un bosque de pinos y rododendros. De acuerdo al plan pactado, ella dormiría en el refugio y yo en algún remoto escondrijo que aún tenía que encontrar. Llamadme pijoteras, pero soy incapaz de dormir en un refugio lleno de gente.  Años de montaña así lo atestiguan. Hay personas, seres humanos, que antes de posar la cabeza en la almohada ya están roncando. Y hay personas, vamos a decir también seres humanos, que no. Por desgracia yo pertenezco a este segundo grupo. Por alguna inexplicable razón, los ronquidos me impiden dormir. Lo he intentado de todas las maneras posibles: yéndome a dormir a las ocho de la tarde, cuando los parroquianos del refugio aún están esperando la cena cuchara y tenedor asidos en sendas manos con apetito lobuno; poniéndome tapones de cera, de silicona, de espuma; practicando meditación transcendental; contorsionando mi cuerpo en inverosímiles asanas de yoga; contando ovejas, ardillas, pájaros carpinteros, koalas… Todas ellas con un éxito nulo. Pero esta vez será diferente, me dije a mí mismo. Esta vez dormiré bajo las estrellas.

El dueño del refugio me había dicho que no estaba permitido acampar en las inmediaciones. Yo le contesté que no se preocupara, que haría falta una jauría de sabuesos para encontrarme, no en vano había hecho la mili en la Compañía de Operaciones Especiales número 61, en Burgos. Poco antes de las diez de la noche me despedí de Nuria en la puerta del refugio. Ella parecía preocupada. ¿Sabrás encontrar el camino hasta el coche con esta oscuridad? Puse los ojos en blanco. Por favor, soy un boina verde.

Cuarenta minutos más tarde todavía estaba dando vueltas por los alrededores del refugio, tropezando, maldiciendo, mis tobillos amenazando con violentas rupturas, jurando y perjurando a los cuatro vientos. A ver, ¿dónde cojones estaban las marcas rojas y blancas que indicaban el camino y se veían por la tarde tan clara y distintamente? ¿Y por qué narices no las habían pintado con pintura fosforescente? ¡Joder!

Eran casi las once de la noche cuando entré de nuevo por la puerta del refugio. Aún había luz. El guarda, un aragonés que frisaría los sesenta, curtido por el frío y el sol de las alturas, me miró sin pestañear.

-Esto.. soy yo, el tipo del sueño ligero. Verá, me he perdido…

El guarda me acompañó hasta la puerta flemático y me señaló una pista por la que, ahora lo veía, había subido con su todoterreno. «Si sigues unos trescientos metros por la pista llegarás al aparcamiento. No tiene pérdida». Le di las gracias un tanto avergonzado y al cabo de cinco minutos ya estaba junto a mi maltrecho Daewoo.  Busqué el lugar para acampar que horas antes había juzgado como aceptable y extendí una manta. La idea era colocar encima mi pequeña tienda de una plaza. Volví al coche en busca de la tienda y regresé al lugar de acampada. Pero, no. En realidad no hacía nada de frío, y con mi saco de hasta 20 grados bajo cero -temperatura extrema-, 0 grados -temperatura de confort- tenía de sobra, así que vuelvo a enrollar la tienda pero no consigo meterla en su funda. No importa. Voy al coche y la dejo allí de cualquier manera. Vuelvo. Ahora sobre la manta hay una araña del tamaño de un sapo. Por Dios, menudo bicharraco. Hasta se me apaga la linterna frontal del susto. Me la imagino paseándose por mi cara mientras duermo como Pedro por su casa. Pasando de dormir al raso. Vuelvo al coche a por la tienda. Tropiezo un par de veces mientras mi frontal juega al despiste. Regreso con la tienda. Vuelvo al coche, no sé dónde he dejado las piquetas. Aquí están. El que dijo que esta tienda se montaba en cinco minutos debía ser el mismo que dijo que la pista era perfectamente circulable. Tras veinte minutos peleándome con las varillas y en arduas negociaciones con el sobretrecho, consigo algo parecido a la prometida «geometría iglú». Ahora viene la parte  más divertida: inflar el colchón de aire. No encuentro el aparato para hincharlo que compré en el carrefour y la perspectiva de hacerlo a pulmón libre se me antoja excesivamente audaz a estas horas de la noche. Busco en el maletero con creciente nerviosismo. Por fin, detrás de una máquina de escribir (¿qué hace aquí mi vieja Olivetti?) aparece la bomba de aire. Suspiro. Regreso a la tienda. ¿He cerrado bien el coche? Voy y vuelvo, me duelen las piernas de tanto viaje. Inflo el maldito colchón empujando el artilugio con el pie en el tiempo que se tarda en leer una novela corta. En el proceso de inflado constato que hay otra araña en el sobretecho, ésta más musculosa que la anterior, como anabolizada, y me felicito a mí mismo por mi sabia decisión.

Me meto en el saco. Cierro los ojos. A dormir. Me pongo en posición fetal hacia la izquierda. Algo me tira hacia la derecha. Me giro hacia esa dirección y casi me caigo del colchón. No me jodas que he plantado la tienda en un terreno con inclinación. Por Dios, un error de novato como ése. Intento dormir boca arriba. Imposible. Tenía un amigo que dormía como un rey medieval enterrado en su sepulcro. Majestuoso en su forma de yacer, como muerto. Sólo le faltaba la espada. Lo intento pero no puedo. Las maneras de dormir son inflexibles. Las horas pasan lentas como orugas, reptando, y no dejo de decirme a mí mismo que no pasa nada, que la montaña que se supone tenemos que subir dentro de unas horas sólo mide 3.177 metros, que soy un tipo cachas y eso me lo subo yo a la pata coja. Naturalmente, estoy utilizando la técnica de la intención paradójica ideada por el eminente Viktor Frankl, el psiquiatra que sobrevivió a los campos de exterminio nazi para contarlo en su libro «El hombre en busca de sentido». Pero nada, debo ser la excepción a la norma, la piedra en el zapato del gran Viktor. En esta puñetera tienda no hay quien duerma. Y cuando por fin oigo llegar un coche y miro mi reloj, constato con alivio que son ya las seis de la mañana, diana, hora de levantarse. Desmonto el tinglado en tres segundos y a las siete ya estoy en la puerta del refugio. Allí está Nuria, hermosa incluso con la linterna frontal en la cabeza, bebiendo a sorbos su té rojo. Lozana, con esa piel satinada de quien ha dormido el sueño de los justos, me pregunta «¿has dormido bien?». Yo miro la cresta del Posets, que con sus 3.370 metros es sólo un poco más alto que la montaña que vamos a subir, pero está tan arriba que la nuca me duele de levantar tanto la cabeza para poder verlo bien. «¿Has dormido bien?», repite su pregunta. Y yo sólo puedo sonreír y contestarle «como un tronco».

Para Nuria, que consiguió subir su primer tresmil.

Jorge Romera, 19 de septiembre de 2012

Una duda razonable

Por muy deportista que uno sea, un niño de siete años es un niño de siete años. Y si ese niño está sano y bien alimentado se convierte entonces en una dinamo, una fuente inagotable de energía, un semidiós, una fuerza de la naturaleza, un verdadero titán.

-¡Tito, tito!- exclamó el pequeño Gabi, mi sobrino de siete años, mientras me secaba el sudor de la frente después de vagabundear durante horas por el museo de la ciencia como si quisiéramos batir el record Guinness de distancia recorrida en un lugar cerrado antes del almuerzo. Había conseguido encontrar un lugar en el que sentarme en aquel museo concebido por algún descendiente del rey espartano Leónidas y pensaba, iluso de mí, que había dado esquinazo al pequeñajo, al menos por unos minutos. Pero si jugando al escondite uno pudiera ganarse la vida, mi sobrino Gabi sería un profesional como la copa de un pino. Exhausto, me había detenido y acomodado mis posaderas en una especie de escalón delante del cristal blindado que hacía de frontera del bosque tropical, una réplica de la selva amazónica a escala ibérica, cuando mi némesis me encontró. 

-¿Qué haces aquí, tito?- preguntó rebosante de energía y vigor infantiles.

-Estoy viendo esos peces- dije yo, señalando unas pirañas enormes que nadaban en aquella especie de pecera gigante que era parte del bosque inundado con la parsimonia y la tranquilidad de un político en el congreso de los diputados, completamente ajeno a lo que puede estar sucediendo en el mundo real. Incluso la boca del temible pez me recordó a algún personajillo conocido, de esos que se tienen por la reencarnación del gran Demóstenes porque saben leer de un tirón los discursos que otros escriben para ellos. Fue entonces, mientras divagaba mentalmente sobre la antropomorfización de los animales en la historia de los dibujos animados, cuando mi sobrino, merced a su maravillosa vista rayos X, reparó en un detalle que a mí, cómo no, me había pasado desapercibido.

-¡Mira, tito, un grillo!

Y sí, ahí, contrastando con el frío y aséptico cemento del suelo, a unos centímetros del cristal que nos separaba de las pirañas y otros simpáticos peces amazónicos, un grillo se movía con paso milimétrico. ¿Qué hacía ahí aquel animalito, lejos de su hábitat natural? Los pasos apresurados e inconscientes de otros visitantes sugerían un trágico destino para nuestro nuevo amigo, muerte por aplastamiento, con toda seguiridad, y tanto Gabi como yo pensamos que lo mejor era ponerlo a salvo cuanto antes. 

-Cógelo con cuidado- ordené a mi sobrino.

-Cógelo tú, a mí me da miedo.

-Sólo es un grillo, por Dios bendito.

Intenté coger con cuidado al pobre insecto, bautizado ya Benito, pero tal vez ajeno a la bondad de sus salvadores se mostró huraño y esquivo en todo momento. Por fin, abrí el sobre en el que había metido un lápiz multicolor que le había comprado a mi sobrino en la tienda del museo y, todo mimos y paciencia jobiana, conseguí introducir en su interior al bichejo. Rápidamente nos dirigimos al bosque inundado. Fue franquear la puerta de entrada al recinto y sentir la humedad y temperatura selváticas acariciando nuestra piel. Árboles frondosos, plantas de un verde sobrenatural, sonidos exóticos y una amable lluvia artificial nos dieron la bienvenida a esta pequeña réplica del Amazonas. Buscamos un lugar discreto y, tras abrir el sobre de papel manila, liberamos a Benito quien, agradecido, nos dedicó un entrañable frote de antenas. Gabi y yo nos miramos y sonreímos. Acto seguido, un gran pájaro surgió de la nada y se tragó a nuestro grillo Benito como si nunca hubiera existido.

-A lo mejor Benito había logrado escaparse de aquí- sugirió mi sobrino Gabi. Y a mí me pareció una duda de lo más razonable.

Para Gabi

Jorge Romera 

 12 de septiembre de 2012

Atraco pluscuamperfecto

-¡Esto es un atraco!- gritó aquel energúmeno con pasamontañas y la presencia masiva de un archivador de la era preinformática-. ¡Todo el mundo al suelo!-, y al decir esto cargó su escopeta de caza con aplomo y gesto profesional, una Remington 105 CTi, diría yo a bote pronto. Algo que me gusta de los bancos, aparte del aire acondicionado, es que si te sientes apático o aburrido, siempre puedes conseguir en ellos un buen subidón de adrenalina. Y a veces hasta sin pasar por taquilla.

Todos, y esto incluye al artista marcial que vive en mi edificio y siempre viste trajes brillantes y una coleta que recuerda vagamente a Steven Seagal, obedecimos como perrillos bien adiestrados y nos prestamos  a sacarle brillo al suelo con nuestros pantalones de mercadillo y nuestras camisetas de imitación. Fue entonces cuando hizo acto de presencia un segundo individuo, también tocado con pasamontañas pero de aspecto asaz menos amenazador. 

El coloso de la escopeta levantó del suelo con una mano al artista marcial como si fuera un folleto de propaganda, de esos que te prometen una tostadora con despertador a cambió de depositar en el banco tus ahorros de toda la vida, y apoyó en su palpitante sien la boca de la Remington. Miró a la cajera y en el acto ésta abrió la puerta de cristal blindado como si le hubiera transmitido la orden por telepatía. En menos de un minuto el gigante salía con el botín del recinto reservado a los empleados del banco.

-¡Ha sido como usted dijo, jefe!- exclamó con el tono de un niño que hubiera sacado tres patitos del agua en la feria del barrio-. ¡Tardemos medio año en organizar esto, pero ha valido la pena!

-Tardamos- tronó su jefe, que hasta ese momento no había abierto la boca- ¡se dice «tardamos», pretérito de indicativo, no presente de subjuntivo!-. Y entonces, en un chispazo de anagnórisis clásica digna del mismísimo Edipo, reconocí en la corrección gramatical y en aquella voz poderosa pero erosionada por el tiempo, al señor Alonso, mi viejo profesor de lengua y literatura de primaria. Y es que las cosas se están poniendo realmente jodidas en este país.

Jorge Romera 

 30 de agosto de 2012

¿Una fábula imposible?

Tres poderosos Audi 8 de color negro llegaron al pie de la escalinata como un trío de buitres gigantescos. Guardaespaldas enfundados en traje de diseño, cráneo rasurado y pinganillo en la oreja se apresuraron a abrir las puertas traseras con ese aire servicial que sólo posee quien ha nacido para ser un lacayo. Los altos cargos posaron sus lustrosos y carísimos zapatos en el asfalto como si estuvieran comprobando la temperatura del agua de la bañera. Policías uniformados y escogidos con sumo cuidado tras una rigurosa selección rodearon los teutónicos Audi como si de una nueva gran muralla china se tratase. Sus negros uniformes remangados por encima del bíceps exhibían brazos esculpidos en gimnasios exclusivos, y un observador imparcial habría deducido fácilmente que el resto del cuerpo tenía que ir a la par. De vez en cuando, con ese gesto que pretende cierta inconsciencia natural sin terminar de conseguirlo, alguno de ellos bajaba el brazo y tensaba un tríceps de montañosa y escarpada herradura que parecía desafiar no sólo a la gravedad sino a todos, altos cargos incluidos, como queriendo decir estoy-aquí-porque-quiero esto-sólo-es-algo-temporal. Otros policías, con tríceps de corte menos cinematográfico, intercambiaban irónicas miradas de inteligencia entre ellos, lo que no siempre es fácil a través de gafas de sol de espejo estilo Rayban, aunque por dentro rabiaran de envidia y confusión pues, ¿acaso no estaban tomando todos la misma marca de proteínas?

En un momento dado los altos cargos hicieron acto de presencia, erguidos, solemnes, mayestáticos, graves. La brisa matinal intentó enmarañar sus leoninas cabezas inútilmente, no en vano una legión de peluqueros y estilistas había depositado en todos y cada uno de aquellos regios cabellos toda su experiencia y sabiduría capilar. Ya en la cima de las escalinatas, el presidente del gobierno se giró y lo que vio le gustó: espacio vacío. Él no era ningún césar hambriento de multitudes jaleando su nombre. No, con sus pretorianos tenía más que suficiente. Por cierto, tendría que averiguar quién era aquel policía de los tríceps inverosímiles. Últimamente se había estancado en su rutina de entrenamiento y un poco de, cómo decirlo, asesoramiento técnico no le vendría mal. Nada como unos brazos fuertes para seguir podando con sus tijeras, se dijo para sí mismo, riéndose mentalmente a la vez que sintiéndose orgulloso de su deslumbrante y vitriólico ingenio. Lástima que un político tuviera que dar siempre la imagen de una persona gris. 

Entonces, como un relámpago en mitad de un cielo completamente azul, surgió algo que no figuraba en el guión: un niño. Y luego otro, y otro más. ¿De dónde demonios habían salido? ¿Y cómo habían roto la primera barrera policial perimétrica? La marea infantil se fue acercando a la escalinata. Los guardaespaldas se tocaban el pinganillo, los policías abrían sus poderosas piernas y, cómo no, tensaban sus tríceps. Los periodistas convenientemente acreditados se frotaban las manos. Los próceres enjugaban sus sudorosas frentes con olorosos pañuelos traídos de ultramar. Todos miraban al prohombre sin saber qué hacer y entonces, con gesto ampuloso y tono mesiánico dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». De  esta manera, y se felicitó por ello, mataba dos pájaros de un tiro: mostraba al mundo su flexibilidad y amplitud de horizontes, y acallaba de una vez por todas los rumores que afirmaban que sólo leía la prensa deportiva. 

Uno de los niños, un pilluelo de siete u ocho años, gritó: «¡Queremos que nos devuelvan nuestros dibujos animados!». Cierto era. En su afán recaudatorio, las mentes más preclaras del Gobierno habían ideado una estrategia que pasaba por instaurar en todos los hogares del país televisores con ranura para introducir monedas, de suerte que padres y tutores ahora se lo pensaban más antes de dejar que su progenie se atiborrase de dibujos animados. Esta medida, además de conseguir un aumento considerable en el flujo monetario hacia las benditas arcas del Estado, había supuesto una especie de selección darwiniana en los programas televisivos, merced a la cual sólo los más cutres sobrevivieron. Los índices de audiencia revelaron que únicamente los programas de cotilleo, realitys en cualquiera de sus variantes, y retransmisiones deportivas, léase fútbol, consiguieron sobrevivir en la parrilla televisiva. El resto fue, como suele decirse, historia. Lo que no era imposible de prever.

Lo que nadie previó, ni siquiera las mentes más ínclitas del Gobierno, era aquello. Niños venidos de todos los puntos del país con pancartas en las que, con entrañables faltas de ortografía, podían leerse lemas como: «¡Más dibujos y menos tonterías!», o «¡Bob Esponja, te queremos!». Pero los niños no dejan de ser personas, pequeños seres humanos que obedecen las mismas leyes psicológicas de sus mayores, y cualquier experto en dinámica de masas habría intuido lo que iba a pasar. Nunca se supo de qué no tan inocente mano partió, pero un Bob Esponja de afiladas aristas y textura pétrea aterrizó en la frente del prohombre tras describir una hermosa parábola digna de ecuación matemática. Se desató entonces el caos más absoluto. Policías reconociendo a sus propios hijos entre la multitud, policías sin hijos intentando recordar aquellas lecciones sobre deontología que se saltaron para irse a jugar unos billares, representaciones de Bart Simpson, Pocoyo, Ben 10 y, cómo no, Bob Esponja y Calamardo y Arenita sobrevolando la zona de guerra compactos como piedras y cayendo en cabezas leoninas y ya no tan bien peinadas.

Cuando se disolvió aquel campo de Agramante los niños habían conseguido lo inconcebible, lo que nadie, ni el más loco politólogo habría predicho jamás en su sueño más delirante después de una noche de borrachera: los niños se hicieron con el poder. Una nueva era acababa de comenzar. Inesperadamente las medidas político económicas que se tomaron a partir de entonces fueron más justas, inteligentes e imaginativas que las tomadas jamás en el anterior gobierno, lo que tampoco era tan difícil si se piensa con objetividad. Las familias empezaron a levantar la cabeza, las nubes de tormenta comenzaron a alejarse e incluso dejó de haber incendios forestales. Entonces, en el culmen del bienestar, la paz y la armonía, una multinacional de un país grande y lejano del otro lado del mar envió unos emisarios con una oferta. ¿Su especialidad? Juguetes y dibujos animados.

Jorge Romera 

 23 de agosto de 2012 

Fuego en el cuerpo

Amaba los espacios abiertos, el sonido del viento susurrando entre las ramas de los árboles, el murmullo del agua brotando de las entrañas de la tierra, la opalescencia de una diminuta partícula de roca surgiendo de pronto en una playa de arena volcánica. Amaba el limpio vuelo de un ave a gran altura, el lento tejer de una araña o la curiosidad infantil de una ardilla. Amaba el silencio indescriptible de una elevada cumbre o la milenaria ausencia de sonido que reina en el interior de una gran caverna. 

Aquella mañana se levantó con un insaciable apetito de senderos. Las nubes se habían ido, por fin, hacia otras latitudes, y el sol brillaba en lo alto con esa limpieza que sólo poseen las estrellas. Se calzó sus viejas botas de trekking y dirigió sus pasos hacia las afueras del pueblo. Apenas hacía un par de años que vivía allí pero ya sentía como suyos cada recodo del camino, las rocas a las que había puesto nombre o aquellos árboles que parecían saludarle meciendo sus ramas. 

Ascendió por una penosa cuesta, el corazón galopando como si quisiera salirse de su lugar habitual. Ya no era tan joven. Llegó a la cumbre de una colina cuyo nombre no figuraba en el mapa pero que él bautizó un día como Vulcanita porque la pequeña depresión que encontró en su cima la primera vez que la coronó le hizo recordar un volcán que subió en Lanzarote años atrás, cuando su vida contenía aún promesas de futuro.

Contempló el paisaje desde allí. Las diferentes tonalidades de verde que las copas de los árboles que se extendían a sus pies como una alfombra trenzada por un demiurgo le ofrecían. Los solitarios picos cuyas cumbres de roca se recortaban contra aquel azul tan limpio que hizo que sus ojos se nublaran por el recuerdo. Y el viento, que no podía verse, pero sí tocarse.

Fue el viento el que le trajo aquel sonido discordante, aquella nota desafinada en medio de una composición genial. Fue el viento, antaño un enemigo, el que le obligó a otear el horizonte ojo avizor. Y entonces vio una figura humana. Alguien ataviado con una camiseta roja estaba acuclillado en un claro a unos metros de donde se encontraba él. 

Descendió de la colina con paso apresurado, obedeciendo un impulso, y se encontró con un tipo que intentaba encender sin éxito una cerilla.

-¡Eh! ¿Qué se supone que está haciendo con esas cerillas?

– ¿A ti qué te parece? Intento hacer un fuego, no te jode.

El hombre se irguió en toda su estatura, visiblemente orgulloso de sus ciento y pico de kilos, y tocó con la mano derecha y gesto acostumbrado la culata de la pistola que sobresalía de una cartuchera oficial que llevaba al cinto y desentonaba con la camiseta roja de la selección.

-Oye, ¿qué haces aquí arriba? ¿No deberías estar trabajando? 

-Estoy en el paro.

-Joder, qué escoria. Con gente como tú este país se está yendo a la mierda. Si hasta he tenido que traer ginebra de garrafón porque la gasolina está por las nubes. Debería haber seguido el plan original, pero esta noche  es la gran final y no iba a perdérmela por nada del mundo, soy un patriota. Todos estos árboles están de más y alguien que tiene pasta gansa quiere construir aquí un complejo hotelero. Y creo que hasta un casino. 

-¡Pero esto es zona protegida!

-De momento, capullo, de momento.

Recordó su antiguo hogar envuelto en llamas, aquella vieja casona que había pertenecido a su padre y a su abuelo. Todos aquellos bosques en los que había crecido reducidos a ceniza. Cómo su madre no pudo superarlo y enfermó de tristeza hasta morir. Luego recalificaron los terrenos y se construyó allí una urbanización para millonarios donde destacaban el verde césped de su campo de golf y el azul clorado de sus piscinas. Pero fue un recuerdo breve. Se agachó con esa velocidad inesperada de los actos reflejos y cogió una piedra del suelo. El patriota ni siquiera la vio, sólo notó su impacto y el dolor que suele provocar un tabique nasal destrozado, luego cayó al suelo aullando como un cerdo al que acabaran de capar. 

-Dicen que no hay que hacer leña del árbol caído, pero siempre me han gustado las excepciones. 

Entonces se acuclilló sobre el cuerpo caído, apartó el arma, le abrió la boca y vacío en su interior la garrafa de ginebra. Cogió una de aquellas cerillas y la encendió a la primera. La suerte del novato. Luego la depositó con suavidad sobre la lengua.

Jorge Romera 

 julio de 2012

 

 

RECUERDOS

Después de tres años sin conseguir un empleo se había convertido en un parado de larga duración, un hecho tan inexorable como el martillo de un juez golpeando tras dictar sentencia.  Y la mera circunstancia de rozar la cincuentena hacía que el veredicto fuese más claro y unánime si cabe: la probabilidad de encontrar un nuevo empleo era nula. El sonido que hace un árbol al desplomarse en el bosque si no hay nadie en los alrededores para escucharlo. Cero.

 El célebre aforismo de Wittgenstein, «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo», se había transformado en «los límites de mi cuenta corriente son los límites de mi mundo», y él lo sabía. Desde que se terminara su subsidio por desempleo su mundo se había encogido tanto que apenas cabía dentro de él. No era sólo que le hubieran tirado de una patada en el culo del tren consumista, sino que la gente lo miraba como si fuese un leproso, un paria, un intocable.

Decidió, por fin, participar en aquel concurso. No veía otra alternativa. La audiencia se había disparado en los últimos meses y el premio no sólo podía hacerte rico de la noche a la mañana, sino lo que es más, podía devolverte tu honor, y sobre todo, podía devolverte tu propia fe en ti mismo. El renacer del Ave Fénix no era nada comparado con aquello.  Las masas vitoreaban al vencedor como si se tratara del primer hombre en poner el pie en la Luna, Julio César volviendo victorioso de la Guerra de las Galias. 

La mecánica del juego era sencilla: dos hombres sentados frente a frente. Ambos, parados de larga duración sin derecho a ningún tipo de subsidio. Sobre una mesa redonda situada entre ambos descansaban dos revólveres descargados S&W .500 Magnum, el arma corta más potente jamás construida en serie. Al lado de cada uno de ellos, un cartucho esperando a ser introducido en el tambor. El juego, la ruleta rusa, no era nuevo, aunque sí su institucionalización. De sórdidos garitos clandestinos había pasado a los potentes y legales focos de la televisión estatal. Era el nuevo circo que amenazaba con estupidizar aún más los bovinos cerebros de los honrados ciudadanos contribuyentes. El cuadro podía ser el sueño de cualquier líder  totalitarista: el populacho catatónicamente fascinado ante sus televisores, y en el plató la plebe vociferante, jaleando a aquellos modernos gladiadores que se sienten tan esclavos como los que pisaron las sangrientas arenas de la antigua Roma.

Dos mil años de historia para llegar a esto. Pero ya no podía echarse atrás. Estaba decidido, alea jacta est. Había superado con éxito las fases eliminatorias en las que se introducía un solo cartucho en el tambor, y ahora estaba a punto de dar comienzo la gran final donde los dos participantes se jugaban el todo por el todo. La apuesta había subido: ahora los participantes debían introducir cuatro cartuchos en el interior del cilindro del arma. El tambor de una Smith and Wesson .500 Magnum tenía cinco alveolos, uno para cada cartucho. No era necesario ser un genio de las matemáticas para saber que la probabilidad de que al apretar el gatillo  saliera una bala por el cañón había aumentado considerablemente desde las fases eliminatorias.

Los participantes se sentaron frente a frente y el público del plató enmudeció. Le había tocado a él ser el primero, en el fondo daba igual. Cogió el arma de la mesa y la sopesó. Aquella máquina de matar debía pesar por lo menos dos kilos, y se preguntó cómo diablos se había convertido en el arma oficial de las Fuerzas y Cuerpos de seguridad del Estado. Abrió el tambor e introdujo uno a uno los cuatro cartuchos. Se quedó absorto mirando el único hueco  que había quedado en el cilindro, su única posibilidad de seguir con vida. Inmediatamente hizo girar el tambor del revólver y apoyó la boca del cañón en su sien derecha. Tenía un minuto para apretar el gatillo, era una estrategia ideada por el director del programa para subir aún más el nivel de tensión, lo que auguraba mayores índices de audiencia. Muchos participantes habían desistido en ese inacabable minuto.

Notó el frío del cañón en su piel, y aquel tremendo peso. Cerró los ojos. Recordó a su madre acunándolo en sus brazos el día de su décimo cumpleaños, cuando comió tanto pastel que se puso enfermo. Recordó aquella mañana del mes de febrero en que logró la mejor nota de la clase en el examen de lógica. Recordó un vertiginoso paisaje de montaña visto desde una cumbre cuya nombre había olvidado. Recordó los ojos de la única mujer de la que había estado realmente enamorado mientras ésta le susurraba «eres especial». Buscó en cada pulgada de su alma un nuevo recuerdo, pero no logró evocar nada más. Luego, lentamente, apretó el gatillo.

Jorge Romera 

 20 de junio de 2012

Adiós

Soñó que estaban de nuevo en Grecia, con aquel sol bajo cuya maravillosa luz meridional volvieron a reencontrarse. Soñó que estaban en una isla, tal vez Egina, pues creyó reconocer el templo de Afea después de la dura subida desde la playa. Ella iba por delante, como siempre, con sus gráciles brazos abiertos, como si quisiera abrazarlo todo a su paso: el musgo de las rocas, los árboles, el susurrar del viento que mecía las espigas del trigo silvestre, el canto de los pájaros.

 Pero era ya tarde y el templo estaba cerrado al público, así que ella siguió andando por aquel camino que parecía conducir a un bosquecillo. Él no podía mantener el paso de ella, siempre más rápido y elástico, y cuando quiso darse cuenta ella ya había desaparecido en el interior del bosque. La llamó por su nombre, Airune, aquellas letras que juntas evocaban el susurro del viento entre árboles frondosos, o el tintineo de una gota de agua en un pequeño lago de una cueva, mas ella no respondió. Llegó por fin a la linde del bosque, pero ella no estaba. Y más allá sólo quedaban el acantilado y el ancho y oscuro mar.

Se despertó a las tres y cuarto de la madrugada con una confusa pero inevitable sensación de pérdida, y tras unos minutos dando vueltas en la oscuridad, recordó, como si fuera un mazazo, la inapelable despedida de la tarde anterior. Entonces, y sólo entonces, cayó en la cuenta de que nunca más volverían a caminar de la mano bajo el hermoso sol de Grecia.

Para Airune

Jorge Romera

 15 de junio de 2012

LA PIEL TIENE MEMORIA

Desde que leyó aquel artículo en la prensa gratuita no había dejado de picarle la espalda. Se aproximaba el solsticio de verano y las playas comenzaban a llenarse de algo más que gaviotas. El artículo era un clásico de estas fechas, abundaba en buenos consejos y advertía de los terribles males a que se exponía el típico adorador del sol. «Mucho cuidado con el astro rey». «La importancia de una buena protección solar». «Saber escoger el factor de protección adecuado a cada caso». «¿Crema o spray? He aquí el dilema». El artículo parecía patrocinado por la Industria Internacional del Bronceado y resultaba difícil no imaginarse a los magnates de la crema solar frotándose sus pálidas y escuálidas manos con cada tintineo de la caja registradora.

Hacía mucho que no tomaba el sol, pero la piel, cómo no, tenía memoria. Así es la vida. Lo bueno cuesta mucho de conseguir, y luego se pierde con rapidez y facilidad alarmantes. Lo malo se obtiene casi sin darse uno cuenta y luego no hay manera de eliminarlo. Así pues, ¿qué tenía de extraño que la piel, la memoriosa y jodida piel, no dejara de picarle? Ahí, en mitad de la espalda. ¿Sería psicológico? ¿Psicosomático? ¿Hipocondría pura y dura? Se miró a sí mismo entre dos espejos contrapuestos y justo ahí, en el centro del omóplato derecho, descubrió la existencia de una peca. No pudo evitar sentir un escalofrío mientras observaba aquella mancha reflejarse hasta el infinito entre ambos espejos.

Su doctora de cabecera no vio nada anormal en aquello. Simple tejido conjuntivo. Él le pidió un volante para que le examinara un dermatólogo. Ella le aseguró que no era necesario. Él insistió, antes no había ningún problema para acudir a la consulta del dermatólogo. Había que esperar medio año, cierto, pero finalmente te visitaba. Las cosas habían cambiado, se excusó ella, ¿acaso no veía la televisión? Finalmente, en un gesto de magnanimidad sin precedentes por su parte («pero no se lo diga a nadie») la doctora accedió a hacerle una fotografía de la peca con su móvil y enviársela vía internet al especialista. Así se quedaría más tranquilo. Ella le aseguró que si observaban algo extraño se pondrían en contacto con él. «¿De verdad?», preguntó él. «La obliga el juramento hipocrático». «Ya no se estilan esas cosas», respondió ella poniendo ojos de pero-de-dónde-ha-salido-este-tipo. 

Pero nunca se pusieron en contacto con él, y cuando un par de años después un vejete con ojos acuosos y tez cetrina que dijo ser dermatólogo se dirigió a él en mitad del vestuario del gimnasio y le preguntó si se había fijado en aquella peca que tenía en el centro del omóplato derecho, sintió un vacío en el estómago, igual que aquella fría tarde de invierno en que le anunciaron la muerte de su madre y supo lo que había sucedido aún antes de saberlo. 

La biopsia arrojó toda la luz que las biopsias suelen arrojar en estos casos, que ya es mucho, tratándose de sanidad pública, y por lo menos el melanoma maligno fue realmente digno de su nombre. El dermatólogo, que había realizado satisfactoriamente un cursillo de tanatopsicología –una nueva rama de la psicología orientada a los enfermos terminales, que deberían ejercer los psicólogos si no fuera porque el Estado los había eliminado de la sanidad pública para ahorrarse gastos superfluos- le sugirió que se pusiera en paz consigo mismo y con el mundo. «Eche una cana al aire. Lea la Biblia. Suba su última montaña. En fin, haga lo que tenga que hacer».

Dos días antes de su fallecimiento la prensa levantó una gran polvareda cuando encontraron muerto en su casa de campo al máximo responsable de la sanidad pública del país. Pero lo que no trascendió a la luz pública fue el hallazgo de otro cadáver, una doctora en medicina general, que mostraba una extraña coincidencia con el anterior: en ambos cuerpos alguien, supuestamente el asesino, había grabado con la punta de un afilado cuchillo lo que parecía ser un sol sonriente, como el dibujo de un niño. Una especie de recuerdo solar…, justo en el centro del omóplato derecho.

Jorge Romera

 junio de 2012

ACROFOBIA

Él amaba las alturas. Ella padecía ligeramente de vértigo. Él sugirió la desensibilización sistemática, una progresiva exposición al vacío. Ella recogió el guante; pondría a prueba su fuerza de voluntad.

Decidieron ir a la Serra de Montsant. El día era apacible, y el puro azul del cielo hacía que el ocre de las amenazadoras paredes de roca resultase aún más vivo. Ni siquiera soplaba la más mínima brisa. La calma era tan absoluta  que las inmóviles hojas de las encinas parecían las escamas de un pez pintado en un lienzo. Hacía mucho que habían dejado atrás el poste indicador en el que podía leerse «Camino no apto para personas con vértigo» cuando llegaron al pie de la primera muralla de roca. 

Superaron el primer resalte gracias a una escalerilla metálica atornillada a la roca y a una vieja cuerda de escalada en la que se habían practicado algunos nudos. El corazón de ella palpitaba por el esfuerzo y el miedo, pero fue capaz de ignorarlo. De este modo, un resalte tras otro, consiguieron subir hasta la cresta de la Serra Major, donde andar era fácil y se podía divisar el paisaje a cientos de kilómetros. La tierra era áspera y seca, agostada por el implacable sol, y apenas una florecillas blanquecinas se atrevían a echar raíces en ella.

Caminaban en silencio. Ella abriendo los brazos de vez en cuando, como si quisiera abarcarlo todo con ellos o tal vez volar. Él tropezando de vez en cuando con alguna piedra. Llegaron por fin a la Roca Falconera, una atalaya privilegiada desde donde poder contemplar el horizonte. Él asomó la cabeza al llegar al límite de piedra y ni siquiera pudo ver la base de la enorme y extraplomada pared. Muchos metros más abajo algunos automóviles, apenas unos granos de arena, circulaban por una carretera que parecía tener el grosor de un cabello. Le indicó con un gesto de la mano que  se acercara, y ella sintió de nuevo el tirón del miedo en sus entrañas. Aunque hay veces en que la voluntad, en su estado más puro, puede vencer cualquier temor, y se acercó al borde del abismo con paso vacilante pero irrevocable.

Miró hacia abajo e, inexplicablemente, aquel pánico ancestral había desaparecido como una bestia de pesadilla con las primeras luces del alba;  no pudo contener la carcajada de la alegría inesperada. Fue entonces cuando, surgido de la nada, un violento golpe de viento la arrebató de aquella cima truncando su risa de triunfo en un grito de horror mientras el vacío la engullía con la inexorable avidez de la fuerza gravitatoria.

Cuando despertó estaba bañado en sudor. Había sido sólo un mal sueño, eso era todo. Pero su corazón no dejaba de latir como si fuera a partírsele en dos. Apenas eran las cinco de la mañana y sintió que la amaba como no la había amado jamás. Estuvo a punto de llamarla por teléfono pero sabía que ella se levantaba a las seis y media para ir a trabajar, así que esperó pacientemente a que llegara esa hora. Nunca antes había sentido con tanto dolor el aguijonazo del segundero de un reloj, y cuando dieron las seis y media marcó su número de teléfono de memoria, tan sólo para decirle que la echaba de menos. Pero por primera vez desde que se conocían, ella no respondió a la llamada.

Jorge Romera 

 junio de 2012.