«La pista es perfectamente circulable», había leído en el blog de un montañero cuyo nombre ya había olvidado. Después de un kilómetro conduciendo por aquel camino lleno de piedras, desniveles y socavones profundos como cráteres volcánicos me pregunté a mí mismo qué significaba exactamente para el autor de aquel blog la expresión perfectamente circulable. ¿Perfectamente circulable para un hovercraft, uno de aquellos aerodeslizadores que parecían levitar mientras cruzaban el Canal de la Mancha? Miré el cuentakilómetros, que había puesto a cero al comenzar la pista, y me contenté al observar que ya habíamos completado el segundo kilómetro. Sólo quedaban ocho. A aquel ritmo, sólo cincuenta minutos más y estábamos en el refugio. Cincuenta minutos, nada, una vida.
Nuria, con su vista de halcón, me iba indicando la mejor ruta a seguir. Lo cual no era óbice para que algunas piedras díscolas, con personalidad (¿petridad?) saltándose el guión decidiesen meterse debajo de alguna de las ruedas y luego salir impulsadas contra los bajos de mi pobre Daewoo como si fuesen uno de aquellos hombres bala del pasado circense. Me relajé pensando que el mes pasado había cambiado el tubo de escape después de partirse en dos gracias a un socavón minúsculo al lado de estos, una minucia que apenas me había costado doscientos euros, una fruslería, lo que me gasto cada día en chicles, caramelos, pipas.
A medida que íbamos ganando altura el paisaje se hacía más impresionante, y la pista perfectamente circulable también. El dueño del refugio me había dicho que los últimos doscientos metros de la pista estaban bastante mal, y yo me envalentoné pensando que no podían ser peor que los kilómetros que ya llevábamos a la espalda. Como es natural, me equivoqué. Fue en mitad de una rampa. ¡No te pares ahora!- exclamó Nuria, y no sé por qué, yo me paré. Mi idea original era dejar el coche aparcado antes de llegar a los últimos doscientos metros. ¿De verdad pensaba que habría una señal colgada en algún árbol que dijera «Atención, tontorrón, ya sólo faltan 200 metros»?
Le di a la llave de contacto, pisé el embrague, metí la primera, quité el freno de mano, levanté suavemente el pie del embrague… y el coche no se movió ni un milímetro. Las ruedas giraron sobre sí mismas levantando tierra y polvo mientras allá en lo alto el sol poniente enrojecía la cresta del Posets, el segundo pico más alto del Pirineo, y yo ni siquiera me sentí poético. Nuria decidió salir del coche para empujar, pero no hubo manera. Un Renault francés se detuvo detrás nuestro y luego un todoterreno, y otro más, todos a una distancia prudencial. Hombres vigorosos y enérgicos, henchidos de optimismo y fe en el ser humano salieron de sus poderosos automóviles dispuestos a echar una mano, arrimar el hombro, dar una palmada en la espalda. He ahí el espíritu de la montaña. Y esta vez sí. Mi Daewoo salió catapultado como un cohete con este humilde servidor dando tumbos dentro del habitáculo mientras mapas, paquetes de pañuelos, gafas de sol y cantimploras con agua del grifo saltaban en todas direcciones.
Sudorosos, taquicárdicos pero felices de llegar por fin, Nuria y yo hicimos los preparativos para pasar la noche y nos dirigimos al refugio por una senda que se adentraba en un bosque de pinos y rododendros. De acuerdo al plan pactado, ella dormiría en el refugio y yo en algún remoto escondrijo que aún tenía que encontrar. Llamadme pijoteras, pero soy incapaz de dormir en un refugio lleno de gente. Años de montaña así lo atestiguan. Hay personas, seres humanos, que antes de posar la cabeza en la almohada ya están roncando. Y hay personas, vamos a decir también seres humanos, que no. Por desgracia yo pertenezco a este segundo grupo. Por alguna inexplicable razón, los ronquidos me impiden dormir. Lo he intentado de todas las maneras posibles: yéndome a dormir a las ocho de la tarde, cuando los parroquianos del refugio aún están esperando la cena cuchara y tenedor asidos en sendas manos con apetito lobuno; poniéndome tapones de cera, de silicona, de espuma; practicando meditación transcendental; contorsionando mi cuerpo en inverosímiles asanas de yoga; contando ovejas, ardillas, pájaros carpinteros, koalas… Todas ellas con un éxito nulo. Pero esta vez será diferente, me dije a mí mismo. Esta vez dormiré bajo las estrellas.
El dueño del refugio me había dicho que no estaba permitido acampar en las inmediaciones. Yo le contesté que no se preocupara, que haría falta una jauría de sabuesos para encontrarme, no en vano había hecho la mili en la Compañía de Operaciones Especiales número 61, en Burgos. Poco antes de las diez de la noche me despedí de Nuria en la puerta del refugio. Ella parecía preocupada. ¿Sabrás encontrar el camino hasta el coche con esta oscuridad? Puse los ojos en blanco. Por favor, soy un boina verde.
Cuarenta minutos más tarde todavía estaba dando vueltas por los alrededores del refugio, tropezando, maldiciendo, mis tobillos amenazando con violentas rupturas, jurando y perjurando a los cuatro vientos. A ver, ¿dónde cojones estaban las marcas rojas y blancas que indicaban el camino y se veían por la tarde tan clara y distintamente? ¿Y por qué narices no las habían pintado con pintura fosforescente? ¡Joder!
Eran casi las once de la noche cuando entré de nuevo por la puerta del refugio. Aún había luz. El guarda, un aragonés que frisaría los sesenta, curtido por el frío y el sol de las alturas, me miró sin pestañear.
-Esto.. soy yo, el tipo del sueño ligero. Verá, me he perdido…
El guarda me acompañó hasta la puerta flemático y me señaló una pista por la que, ahora lo veía, había subido con su todoterreno. «Si sigues unos trescientos metros por la pista llegarás al aparcamiento. No tiene pérdida». Le di las gracias un tanto avergonzado y al cabo de cinco minutos ya estaba junto a mi maltrecho Daewoo. Busqué el lugar para acampar que horas antes había juzgado como aceptable y extendí una manta. La idea era colocar encima mi pequeña tienda de una plaza. Volví al coche en busca de la tienda y regresé al lugar de acampada. Pero, no. En realidad no hacía nada de frío, y con mi saco de hasta 20 grados bajo cero -temperatura extrema-, 0 grados -temperatura de confort- tenía de sobra, así que vuelvo a enrollar la tienda pero no consigo meterla en su funda. No importa. Voy al coche y la dejo allí de cualquier manera. Vuelvo. Ahora sobre la manta hay una araña del tamaño de un sapo. Por Dios, menudo bicharraco. Hasta se me apaga la linterna frontal del susto. Me la imagino paseándose por mi cara mientras duermo como Pedro por su casa. Pasando de dormir al raso. Vuelvo al coche a por la tienda. Tropiezo un par de veces mientras mi frontal juega al despiste. Regreso con la tienda. Vuelvo al coche, no sé dónde he dejado las piquetas. Aquí están. El que dijo que esta tienda se montaba en cinco minutos debía ser el mismo que dijo que la pista era perfectamente circulable. Tras veinte minutos peleándome con las varillas y en arduas negociaciones con el sobretrecho, consigo algo parecido a la prometida «geometría iglú». Ahora viene la parte más divertida: inflar el colchón de aire. No encuentro el aparato para hincharlo que compré en el carrefour y la perspectiva de hacerlo a pulmón libre se me antoja excesivamente audaz a estas horas de la noche. Busco en el maletero con creciente nerviosismo. Por fin, detrás de una máquina de escribir (¿qué hace aquí mi vieja Olivetti?) aparece la bomba de aire. Suspiro. Regreso a la tienda. ¿He cerrado bien el coche? Voy y vuelvo, me duelen las piernas de tanto viaje. Inflo el maldito colchón empujando el artilugio con el pie en el tiempo que se tarda en leer una novela corta. En el proceso de inflado constato que hay otra araña en el sobretecho, ésta más musculosa que la anterior, como anabolizada, y me felicito a mí mismo por mi sabia decisión.
Me meto en el saco. Cierro los ojos. A dormir. Me pongo en posición fetal hacia la izquierda. Algo me tira hacia la derecha. Me giro hacia esa dirección y casi me caigo del colchón. No me jodas que he plantado la tienda en un terreno con inclinación. Por Dios, un error de novato como ése. Intento dormir boca arriba. Imposible. Tenía un amigo que dormía como un rey medieval enterrado en su sepulcro. Majestuoso en su forma de yacer, como muerto. Sólo le faltaba la espada. Lo intento pero no puedo. Las maneras de dormir son inflexibles. Las horas pasan lentas como orugas, reptando, y no dejo de decirme a mí mismo que no pasa nada, que la montaña que se supone tenemos que subir dentro de unas horas sólo mide 3.177 metros, que soy un tipo cachas y eso me lo subo yo a la pata coja. Naturalmente, estoy utilizando la técnica de la intención paradójica ideada por el eminente Viktor Frankl, el psiquiatra que sobrevivió a los campos de exterminio nazi para contarlo en su libro «El hombre en busca de sentido». Pero nada, debo ser la excepción a la norma, la piedra en el zapato del gran Viktor. En esta puñetera tienda no hay quien duerma. Y cuando por fin oigo llegar un coche y miro mi reloj, constato con alivio que son ya las seis de la mañana, diana, hora de levantarse. Desmonto el tinglado en tres segundos y a las siete ya estoy en la puerta del refugio. Allí está Nuria, hermosa incluso con la linterna frontal en la cabeza, bebiendo a sorbos su té rojo. Lozana, con esa piel satinada de quien ha dormido el sueño de los justos, me pregunta «¿has dormido bien?». Yo miro la cresta del Posets, que con sus 3.370 metros es sólo un poco más alto que la montaña que vamos a subir, pero está tan arriba que la nuca me duele de levantar tanto la cabeza para poder verlo bien. «¿Has dormido bien?», repite su pregunta. Y yo sólo puedo sonreír y contestarle «como un tronco».
Para Nuria, que consiguió subir su primer tresmil.
Jorge Romera, 19 de septiembre de 2012