Profesiones con encanto

Estaba caminando bajo la lluvia con mi perrito Noah y mi octogenaria madre cuando experimenté una especie de epifanía que se fue intensificando a medida que arreciaba la lluvia.  Repentinamente descubrí mi futuro profesional con claridad meridiana, diáfano como un atardecer en el desierto. Pero ¿qué es una idea si no se pone en práctica o no se comunica? ¿Qué sería de nosotros si Arquímedes se hubiera puesto a jugar con un patito (de madera) en su bañera en lugar de gritar «¡Eureka!», o ya puestos, si Newton se hubiera limitado a comerse la manzana cuando le golpeó en la cabeza? Supongo que captáis la idea.

¿Te gusta caminar?
¿Estás concienciado con el medio ambiente?
¿Quieres aportar valor a la sociedad?
¿Cansado de que todo el mundo sea abogado, médico o arquitecto? ¿Hasta las narices de que tu primo, el ingeniero de la familia, te pase la mano por la cara?
¡Se acabó el quedar como un pánfilo sin originalidad!
¡Deja a tus amistades boquiabiertas! ¡Deslumbra a tus potenciales conquistas! ¡Atrévete a ser diferente!
Si has contestado «¡Sí!» a cualquiera de estas preguntas (o aún te las estás pensando), hemos creado para ti un curso que te facultará para llevar a cabo una de las profesiones con mayor proyección de futuro en el turbulento y caótico panorama laboral actual:

RECOGEDOR DE EXCREMENTOS CANINOS

Programa:
–Filosofía de la recogida de excrementos caninos: ¿existe vida más allá de los perros? Y si es así, ¿qué pinta tiene?
–Ecología: ¿Bolsa de plástico o papel de periódico? Un dilema hamletiano.
–Búsqueda de papeleras urbanas: Cómo localizarlas sin perder los nervios en el intento.
–Principales apps de localización de contenedores. Encuentra el contenedor de basura más cercano desde tu móvil sin que éste se quede sin batería.
–Climatología y recogida de excrementos:
A. Cómo coger una mierda de perro llevando un paraguas y no dar con tus huesos en el suelo.
B. Paraguas o chubasquero: un debate abierto.
–Entrevistas a los más destacados recogedores profesionales de mierda de perro del panorama internacional.
A. Jim Perry: «Cómo conseguí recoger 357 mierdas de perro en una hora» (Con plan de entrenamiento)
B. François Perrón: «Música motivacional para aumentar tu tasa de recogidas» (Descarga gratuita de canciones).
–Recogida de excrementos caninos: ¿Técnica o arte? Con la lectura de extractos del best seller «De la recogida de mierdas de perro considerada como una de las bellas artes», de Jean Claude Perret.
–Psicología canina: ¿Por qué mi mascota siempre se pone a cagar cuando estoy llegando a casa cargado con las bolsas de la compra?
–Ética aplicada. Las preguntas fundamentales:
¿Debo dejar que mi perro defeque en mitad de la calle cuando el semáforo acaba de cambiar de verde a rojo?
–Recogida y telecomunicaciones: Cómo recoger del suelo mierda de perro y hablar a la vez por el móvil sin perder la compostura en el proceso. Consejos y trucos.
–Estética: Cómo llevar bolsas cargadas de deposiciones caninas sin perder glamour.
–Uso de accesorios: Cómo recuperar un mierdón de perro incrustado en el pavimento público: ¿Manguera a presión o soplete? Ventajas e inconvenientes.
–Preguntas sin respuesta: ¿Son los perros máquinas de cagar?
–Ley de Murphy: la probabilidad de que tu perro se ponga a cagar cuando te has quedado sin bolsas es directamente proporcional a lo concurrida que sea la calle.
–Apartado MacGyver: Cómo usar un pañuelo de papel para recoger una mierda de perro sin que parezca que acabas de salir de un taller de alfarería.
–Mitos y leyendas: A las cacas de perro les salen patitas por la noche y ellas mismas se lanzan de cabeza al contenedor.

 

El curso consta de 3 horas de clases teóricas y 300 de prácticas con nuestro perrito oficial, Noah.
Interesados escribir a jorgeromera64@gmail.com
¡Plazas limitadas!
Nota: las bolsas de plástico o el papel de periódico para las prácticas no están incluidos en el precio de la matrícula.

La luz del conocimiento

Las cosas no iban a cambiar, nunca lo harían. El personal estaba aborregado por siglos de sumisión. La tecnología se había convertido en el arma predilecta del poder, oculta siempre tras un espejismo de diversión o simple comodidad, ¿y existe algo que reblandezca más el cuerpo y el espíritu que la comodidad? Los niños que tenían la Play 6 ya soñaban con la Play 7, que aún no existía ni en las mentes de sus creadores, pero por sus cerebros infantiles ya corría el veneno del estúpido consumismo. De mayor todos querían ser creadores de vídeojuegos o youtubers, o quizá participantes de realities. Los adultos bien posicionados –profesionales liberales, empresarios con suerte, ejecutivos poco escrupulosos– trabajaban en pos de sus zanahorias, fueran éstas IPhones de ultimísima generación, automóviles más potentes y vistosos, cruceros de placer, casas suntuosas, yates siempre fondeados, ropa de diseño o cualquier otra estupidez que viniera rubricada por los cantos de sirena de la novedad o la moda. La plebe, en condiciones laborales esclavistas, trabajaba interminables horas por un mísero salario para pagar la hipoteca, el alquiler o, en la mayoría de casos, la habitación compartida, los impuestos y la comida haciendo del estoicismo su credo mientras los precios, que la inflación hinchaba cada vez más, se catapultaban hacia alturas siderales. Legiones de desarrapados pululaban como zombies buscando algo que llevarse a la boca en los contenedores de basura de las grandes urbes al tiempo que musitaban como una letanía el mantra oficial: «es lo que hay». Los políticos medraban estafando, prevaricando, amañando, evadiendo al fisco, campando a sus anchas por las altas e invisibles esferas del poder. La prensa estaba comprada por los políticos y los políticos eran simples fantoches, muñecos de trapo de los bancos y las multinacionales. Los jueces, la policía, los médicos… todo era un colosal teatro de marionetas donde hasta un ciego vería la tosquedad de sus hilos. Los terrenos se recalificaban y se vendían al mejor postor para convertirlos en zonas residenciales, en casinos o en parques temáticos. La Naturaleza había desaparecido engullida por el tráfico rodado, que lo invadía todo. Edificios enteros, rascacielos mastodónticos, se destinaban a aparcamientos. El subsuelo de las ciudades era un gigantesco queso de gruyere. La televisión con sus estupidizantes rayos catódicos se encargaba de jibarizar más si cabe los narcolépsicos cerebros de sus babeantes espectadores. Ya no existía la telebasura porque toda la televisión lo era: los realities de hiperbólica zafiedad, el bostezante fútbol y sus inteligentes comentaristas, la información torpemente manipulada, los estúpidos concursos, las series para encefalogramas planos, la publicidad omnipresente. Todo atisbo de espíritu crítico era castigado en las escuelas, segado de raíz por la implacable guadaña de la estupidez. Los maestros eran meros acólitos, adoctrinados desde el poder para perpetuar el status quo. Era el triunfo aplastante del Neoliberalismo, la victoria sin concesiones de la privatización, el consumismo, el darwinismo social, la estrechez de miras, la corrupción, la superficialidad, el materialismo y el despilfarro absurdo. Una orgía cósmica de egoísmo. 

Y entonces sucedió. Una broma del azar, un giro inesperado del pool genético, una mutación imposible. Un niño con espíritu crítico abrió sus ojos a un mundo que estaba a punto de colapsar bajo su colosal peso de estupidez. Un niño que no querría jugar a la play ni ser youtuber de mayor. Un niño así podría constituir una auténtica amenaza para el sistema, y las autoridades, convenientemente informadas, intentaron convencer a sus padres de que el pequeño entrara a formar parte de un pionero programa de investigación, una magnífica oportunidad para su futuro. Pero los padres no cayeron en tan torpe celada y huyeron muy lejos. Cambiaron de identidad, encontraron un lugar remoto en el que aún había árboles y vivieron de la tierra. Aquel niño que no veía la televisión ni consecuentemente quería juguetes, poseía un don natural para imaginarse historias ante la atónita mirada de unos padres que se preguntaban cómo era posible que un niño tan pequeño pudiera hablar de cosas que parecían pertenecer a otro mundo. Y el niño se convirtió en un  muchacho que carecía de smartphone pero era capaz de hablar con los pájaros o abrazar a los árboles y sentir su milenaria sabiduría, entender el lenguaje del agua que salta cantarina entre las piedras del arroyo o descifrar el roce de la brisa entre las altas ramas del haya y el pino, leer el secreto del musgo con la yema de sus dedos, oír la lejana voz de las estrellas cuando la negra noche lo cubre todo con su manto oscuro.

Pero un día el joven quiso ver mundo. Sus padres sabían que no podrían detenerlo; su destino estaba marcado mucho antes de que naciera, escrito en las inacabables arenas del tiempo. Llegó a una gran ciudad, una megalópolis. Multitudes en cada calle se cruzaban sin verse. La noche ya había caído; siempre la noche, era el momento del día en que más vivo se sentía. Entró en un bar. Una mujer joven lo miró. Era hermosa, no como un amanecer en las montañas o un edelweiss brotando humilde entre las rocas, pero era hermosa, no podía negarlo. Se aproximó a ella y le preguntó su nombre. Ella le habló de su nuevo reloj, capaz de recibir correos electrónicos, hacer fotografías, resolver ecuaciones diofánticas y hasta construir elaborados hologramas. Sí, también daba la hora. Él le confesó que acababa de llegar a la ciudad y no tenía dónde ir. Ella le invitó a que la acompañara a casa en su potente deportivo, regalo de su padre. Se besaron apenas entrar en el ascensor que subía directamente desde el aparcamiento, ¿por qué no?  Y al traspasar el umbral, con la casa en penumbra por la luz de las farolas que se filtraba a través de las cortinas, él abrió la boca y le mordió en el cuello. No fue algo erótico, la antesala del efímero placer, sino un mordisco brutal, la dentellada del licántropo, la feroz acometida de la bestia. Retuvo sus colmillos sobre la herida abierta hasta que ella dejó de debatirse, su corazón latiendo por última vez. Y entonces, después de unos instantes, ella inspiró profundamente y abrió los ojos como si hubiera despertado de un largo sueño. Y en sus ojos había espíritu crítico y lucidez. Aquellos ojos irradiaban la luz del conocimiento.

 

 

Jorge Romera

18 de febrero de 2016

 

 

Compañeros de habitación

Apenas me quedaban unos pavos en el bolsillo, pero el frío arreciaba de tal manera que decidí buscarme un hotel. Nunca me han gustado los lujos, el glamour de los hoteles de cinco estrellas me produce acidez de estómago y peligrosos picos de misantropía, pero con aquella ola de frío polar los cajeros estaban a rebosar, y la semana previa a la Navidad había sido inesperadamente fructífera. El buen corazón, aparentemente larvado durante el resto del año, parece despertar de su bostezante letargo en cuanto las luces de las calles se iluminan, los niños piden juguetes como si no existieran las comas y la megafonía de los grandes almacenes se empecina en inundar nuestras embotadas mentes con villancicos de nostalgia contrastada y gusto cuestionable. 

Un compañero de la calle poseía un smartphone -según él para comunicarse vía whatsapp, no me pregunten con quién- y se lo pedí para buscar un hotel. Por aquel entonces hacía mucho que no poseía una tarjeta visa, pero nunca está de más echar un vistazo a las críticas. En realidad esto no era más que una tontería, una costumbre inútil que se negaba a desaparecer, pues mi capacidad de selección era directamente proporcional a mi poder adquisitivo. Pero la ilusión de que aún podía elegir resultaba extrañamente reconfortante, como a ese condenado a muerte al que preguntan qué desea cenar la noche antes de la ejecución. ¿De cuántas maneras podemos engañarnos a nosotros mismos?

La recepción del hotel parecía la cubierta de un barco fantasma que hubiese navegado a la deriva durante siglos. Y si toqué la campanilla que se apoyaba sobre la polvorienta mesa fue para romper el encantamiento más que nada, pues la recepcionista tardó eones en materializarse, y no era una de esas bellezas que aparecen siempre en los halls de los hoteles para dar la bienvenida a Bond precisamente.  

La habitación no estaba mal. Una cama individual, una mesita, un lavabo… Sobre la mesilla de noche descansaba un cenicero de cristal de cuyo interior asomaban dos condones usados. Ah, ¿qué sería de los hoteles sin estas amenities?  Y sí, había televisión, como la recepcionista me había asegurado, pero era tan diminuta que hacían falta unos prismáticos para verla, y la habitación no era muy grande. Probé el aire acondicionado, que era el plato fuerte de mi fantasía, pero no funcionaba. Quién lo hubiera dicho. El cuarto de baño era de concepción minimalista. La bañera era tan estrecha que había que bañarse de lado. Si te sentabas en la taza no podías cerrar la puerta, y no podías cerrarla antes de sentarte porque el lavamanos -tan pequeño que había que lavarse las manos por separado, lo que desautorizaba el uso del plural- estaba delante de la puerta. 

Aquella noche me costó conciliar el sueño. El olor a pies en la habitación era espantoso. Las paredes eran tan delgadas que no es que se oyera todo lo que acontecía en las habitaciones adyacentes, es que incluso podía olerse. Una de aquellas camas chirriaba como si estuviesen ensayando sobre ella acrobacias circenses. Y se entrenaban en serio, a juzgar por la intensidad de los jadeos. La voz femenina era siempre la misma aunque, curiosamente, la del hombre cambiaba cada media hora. ¿Es posible que además de acróbata fuese ventrílocuo? 

Tras aquella noche toledana decidí quejarme enérgicamente a la dirección del hotel. La directora, que no era otra que la recepcionista, me aseguró que no me devolvería el importe de la semana que yo, tan cándidamente, había pagado por adelantado. Le exigí una solución de compromiso y me propuso alojarme en otra habitación, la única que le quedaba. Pero tendría que compartirla con otro huésped.

Aquel hoyuelo en la barbilla me recordó inmediatamente a Kirk Douglas, aunque no desprendía su carisma sino más bien cierto tufo a confesionario que daba algo de grima. Pero el aire acondicionado funcionaba, y el tipo al menos no roncaba. Algo es algo. Se empeñaba en cerrar los ojos y guardar silencio con las manos muy juntas cada vez que se proponía comer cualquier cosa, aunque fuese un donut, y una vez me preguntó si creía en Dios.

–Dime, ¿qué es para ti Dios, hijo mío?

–Cuando estoy durmiendo en la calle muerto de frío y sin nada que llevarme a la boca, cierro los ojos y ruego por que todo cambie… El tipo que me ignora, ése es Dios.

Se enfadó mucho cuando le di esa respuesta, como si no fuese lo que piensa la mayoría de la población, y a partir de entonces me apremiaba con acritud cada vez que entraba yo en el lavabo.

–¿Qué hago yo compartiendo un mísero aseo? ¿Cómo he podido terminar así? Yo, que he tenido para mi uso exclusivo cuatro cuartos de baño. ¡Cuatro!

Y yo me preguntaba para qué diablos quiere cuatro cuartos de baño alguien que vive solo, si no es porque sufre de incontinencia urinaria. Pero el tipo era un megalómano de cuidado, siempre hablando de palacios, cónclaves, sínodos, Pastores Supremos y cosas por el estilo. A veces se le iba la pinza y se ponía a perorar en latín, como aquella vez que irrumpió en el baño pensando que estaba solo y me encontró sentado en la taza mientras hojeaba una revista pornográfica. Se puso como loco. Yo no tengo ni idea de latín -aparte de fellatio cunnilingus; ah, sí, y quid pro quo pero por la algarabía que montó yo diría que no me estaba dorando la píldora precisamente. 

Aunque lo que me decidió a marcharme de allí, aún quedándome una noche pagada, fue algo de lo que me enteré al oír clandestinamente un fragmento de conversación entre dos huéspedes del hotel.  Aquel santurrón que parecía usar desodorante con olor a incienso había estado a punto de ir a la cárcel acusado de pornografía infantil y pedofilia, allá por el año 2019. Sí, ya ha llovido mucho desde entonces. Algún pez gordo movió los hilos para que los cargos quedaran en nada, pero el tipo del hoyuelo perdió todas sus prebendas. Y si hay algo que no soporto en este mundo es la hipocresía.

¿Cómo se llamaba? No logro recordarlo, pero sí recuerdo que una noche en la que había bebido más vino Don Simón de la cuenta –in vino veritas- me dijo su nombre, y yo me tomé la libertad de hacer una burda asociación de ideas con su nombre y el de un famoso actor porno, Rocco Siffredi, el semental italiano, lo que previsiblemente le sacó de quicio. No, no era Rocco, pero sonaba muy parecido… 

 

 

Jorge Romera

23 de febrero de 2015

 

 

San Valentín (la historia jamás contada)

Mucho antes de ser canonizado, San Valentín era simplemente Valentín, a secas. De pequeño había visto muchas películas de aventuras, de piratas, del Oeste e, inspirado por las gestas legendarias de todos aquellos intrépidos héroes, siempre soñó con ser valiente. Por eso empezaron a llamarle Valentín en su pueblo, por eso y porque nunca fue muy alto. 

Valentín era un muchacho enamoradizo, un romántico empedernido. Amante de la literatura, acostumbraba a dejar hermosas poesías en los bolsillos de las batas de sus compañeras de clase más bonitas, con un éxito descorazonadoramente nulo. Más tarde, su rostro picoteado por el acné, su ridícula estatura, su incipiente calvicie y su cuerpo birrioso lo relegaron al último puesto en la lista de los chicos más deseados del instituto. Es más, ni siquiera estaba en la lista. 

¿No fue Sigmund Freud quien dijo que estamos condicionados por nuestra fisiología? A la mierda con el viejo Sigmund, pensó Valentín en un arranque de desafío a la autoridad. Y cansado de ser ignorado hasta la náusea, Valentín decidió pasar a la acción.  Si Demóstenes, tartamudo desde su más tierna infancia, había logrado convertirse en el orador más aclamado de la Antigua Grecia por el método de intentar hablar introduciéndose piedras en la boca, él saldría de la invisibilidad social o moriría en el intento. 

Inspirado por la tenacidad del orador ateniense, Valentín se apuntó al gimnasio del pueblo, se rapó la cabeza al cero, leyó cientos de manuales sobre seducción, se aplicó todos los productos de uso tópico que encontró en la farmacia para combatir el acné, vio todas las películas de Jason Statham y se transformó en un nuevo hombre. Un tipo duro, un artista marcial, un guerrero, un Adonis, un semidiós. Sin embargo, las mujeres siguieron ignorándolo. 

«¿Por qué no me metí en política? Era feo, pequeño, birrioso, tenía todo lo necesario para triunfar. Las mujeres se habrían visto atraídas como mariposas nocturnas ante el brillo cegador del poder. Ahora ya es demasiado tarde», meditaba taciturno Valentín.

Inmune al desaliento, decidió dar un giro copernicano a su gris y anodina vida. Empezó a leer libros sobre nigromancia, sobre alquimia, magia negra, ocultismo. Devoraba página tras página como si no hubiera un mañana, y una noche tuvo un sueño. En él Valentín aparecía postrado ante una gran vela votiva rodeada de pétalos de rosa, seiscientos sesenta y seis, para ser exactos. La gran vela tenía una sugestiva e inequívoca forma fálica, lo que denotaba que Valentín era romántico, pero solo hasta cierto punto. De repente, el silencio se vio rasgado por una voz tan profunda que sólo podía proceder del abismo del mal y, entonces, despertó.

A la mañana siguiente todo el pueblo hablaba de Valentín. Sobre su cabeza se mantenía, como levitando, un halo dorado. Se lanzaron hipótesis, burdas explicaciones de lo incomprensible. Algunos hablaron de que Valentín había consumido muchos suplementos de hierro en el pasado, lo que combinado con las fuerzas telúricas planetarias podría haber propiciado una especie de campo magnético que mantenía en el aire aquella especie de corona. Otros fantasearon con la idea de que Valentín estaba usando técnicas mentales ninja avanzadas, o tal vez algún arcano truco Jedai, pues era un apasionado de «La Guerra de las Galaxias».  En cualquier caso, las mujeres, siempre tan sensibles ante lo extraordinario, caían rendidas a sus pies como si les hubieran tapado la boca con un paño impregnado en cloroformo. 

Los hombres hablaban con envidia de Valentín. Las mujeres suspiraban. Los más ancianos del lugar se rasgaban las vestiduras. Los perros ladraban al verlo pasar. Los niños, en fin, pedían consolas y vídeo juegos a sus padres. Sin embargo, Valentín no era tan feliz como todos creían, pues cuando estaba frente a una hermosa mujer en todo el esplendor de su desnudez era incapaz de consumar el acto amoroso (¡el acto!). El halo y la erección eran incompatibles. Podía tener una o la otra, pero no ambas cosas a la vez. ¿Tendría esto algo que ver con el principio de incertidumbre de Heisenberg? Y las mujeres son tan exigentes… Aquello  era un castigo digno de un mito griego. Se sentía como Tántalo. 

En los pactos con el Diablo, al igual que con la Patronal, con el banco, o con un partido político siempre, siempre hay que leer la letra pequeña. Y el Diablo se había burlado de Valentín (como la Patronal, los bancos o los partidos políticos). El humor de Valentín cambió dramáticamente. Se volvió más huraño y solitario. Daba largos paseos por los alrededores del pueblo en los que maldecía su estupidez. Hasta que un día una tormenta le sorprendió en una de sus caminatas y un rayo lo alcanzó fulminándolo. Tras su muerte hubo voces que hablaron de castigo divino. Otros, poseedores de una concepción del mundo más científica, vieron en el halo de Valentín un poderoso imán para la descarga eléctrica de un rayo. Pero fue el párroco del pueblo quien tuvo una mayor visión de futuro. Amigo de la infancia del director de unos grandes almacenes de la capital, vio en Valentín un verdadero filón para incrementar las ventas en un mes tan deslucido como febrero. El director de los grandes almacenes, que tenía línea directa con el Papa, expuso algunos argumentos de peso para la canonización de Valentín, cantos de sirena a los que el Santo Padre no pudo resistirse. Y así, Valentín, aquel romántico empedernido, fue catapultado a la posteridad santoral y el párroco del pueblo a las altas esferas cardenalicias, donde no faltaron palacios episcopales, suites con jacuzzi y masajes con final feliz. Como éste.  

 

 

Jorge Romera

5 de Febrero de 2015

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Mi viejo Daewoo

La vida está llena de sucesos inexorables: el envejecimiento, la enfermedad, la muerte… tener que pasar la ITV. Como cada año, la cita con la inspección técnica de vehículos llamó a mi puerta como la vieja y oscura Parca con su afilada, letal y gastada guadaña. Llamé por teléfono para pedir día y hora, intentando retrasar aquel lance lo máximo posible, pero al final todo llega. 

Mi viejo Daewoo y yo nos dirigimos hacia allí aquella mañana con el ánimo del soldado que sabe que no regresará de la batalla. «Si muero, llévale esta carta a mi mujer, dile que la quiero, que siempre la querré…». No falla, en todas las pelis en que uno de los personajes dice algo así, ineluctablemente, como el día sucede a la noche, la caga. 

Las señoritas de recepción parecían tan amigables y cordiales que podrían oscurecer el buen ánimo del único acertante del euromillón, apagar las velas de una tarta de cumpleaños sin necesidad de soplar, o romper en mil pedazos un espejo con sólo mirarse en él. 

–¿De quién es ese coche?– interrogó con cara de asco una de las recepcionistas, la antipatía rezumando por cada poro de su piel, como si en lugar de mi poderoso Daewoo hubiese aparcado allí un carrito del súper lleno de chatarra.

–Es mío, ¿no le gusta el color?– respondí yo intentando hacerme el gracioso. 

–Retírelo ahora mismo de ahí o tendrán que llevárselo– ordenó imperativamente la señorita de la cara de asco disfrutando de cada segundo de su diminuta parcela de poder. 

Solícito como un lacayo de librea, salté a los mandos de mi Daewoo para ponerme en la fila que me habían señalado perdiendo así varios puestos en la cola. Pero no importa, a mandar, la ITV es cosa seria. Después de pagar los 40 euros preceptivos, una parte de los cuales iría a engrosar las arcas de algún político corrupto (esto último, ¿no es un pleonasmo?), esperé a que me llamaran. Un silbido del primer mecánico y allá vamos. Y hoy nada de «¿Es a mí? ¿Estás hablando conmigo?». Dejaremos las imitaciones de Robert de Niro para otra ocasión.

Los operarios de la ITV son como agentes de la autoridad, y uno les debe respeto y temor reverencial, un poco como al temible Dios del Antiguo Testamento. Ellos ordenan y yo obedezco. Una tontería, un desliz, un quítame allá esas pajas… y eres carne de cañón. Y si tu coche no pasa la ITV…, entonces no queda más remedio que ir al otro mecánico. Y ése… ése sí que da miedo. Con su capucha de verdugo medieval y su enorme hacha a punto de caer sobre tu mísera cuenta corriente de parado de larga duración, el mecánico de taller es el nuevo hombre del saco, la Santa Inquisición, la Gestapo… todo junto. Cuarenta euros la hora de mano de obra sin IVA es como para pensárselo a la hora de tontear con los chicos de la ITV. Poca broma.

La cosa va bien, hasta que en la segunda prueba el operario mete la mano en mi salpicadero para coger la ficha técnica y en lugar de ese importante documento agarra algo que no debería estar allí, pero soy tan desordenado…

–¿Qué cojones es esto?– pregunta mirando lo que tiene en la mano. 

–Una caja de condones vacía. Son suecos, en la etiqueta dicen que son irrompibles…– contesto yo, que no puedo evitar hacer un chiste ni en un funeral.

La cara que pone el operario no augura un final feliz y le cuento una anécdota para quitarle hierro al asunto. Cómo mi sobrino, el pequeño Gabi, se puso a estudiar un par de semanas atrás la misma caja que tiene ahora el operario en las manos y me acribilló a preguntas:

–¿Qué es esto, tito?– inquiere mi sobrino con voz infantil.

–Una caja de profilácticos– contesto yo en tono didáctico.

–¿Qué dices? Venga, tito, no me seas tan técnico…

–Ya tienes nueve años, chaval. No me vaciles. Es una caja de condones.

–¿Y qué esto que tiene en la punta?– el chaval está estudiando el dibujo de la caja como si fuesen a preguntárselo en el examen final.

–¿A ti qué te parece? ¿Lo flipas o qué? Eso de la punta es el depósito, hombre.

–¿Y para qué sirve?– el chaval es inmune al desaliento.

–Vale, si lo prefieres te dibujo unos diagramas y unas flechas a ver si lo pillas. El de-pó-si-to…

–¿Pero para qué es, tito? ¿Es por si se te escapa un poco de pipi mientras lo estás haciendo con tu novia?

Mi sobrinillo Gabi…, es un cabroncete de mucho cuidado. Pero conseguí despertar la hilaridad del operario… Prueba superada. Y las demás, bueno, fueron sucediéndose una tras otra hasta llegar al final. Y cuando quise darme cuenta, una mano curtida y generosa estaba ya pegando en el interior del parabrisas el adhesivo que le otorgaba a mi viejo Daewoo un año más de vida, el preciado salvoconducto que me permitiría circular con el beneplácito de los agentes de la ley y el orden… Ni siquiera recordaba desde cuándo no pasaba la ITV a la primera. Acababa de ahorrarme un pastizal en el taller más cercano. Me sentí eufórico, henchido de júbilo y éxtasis, un hombre renacido. Sí, amigos, a  veces la vida también puede ser hermosa.

Metí la primera, puse el intermitente y salí de allí. Hasta el año que viene. Dicen que el amor es ciego. ¿Y acaso el júbilo, la euforia y el éxtasis no son un estado de conciencia parecido al amor? Supongo que por eso no vi el camión que me embistió por la izquierda… 

 

Jorge Romera

30 de octubre de 2014

 

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Aire acondicionado

Cuando llegué al tanatorio con mi madre ya tenía ganas de volverme a casa. Y es un lugar acogedor, no crean. En la entrada incluso hay coronas de flores con los escudos del Barcelona, el Español y el Real Madrid para esos difuntos para los cuales el fútbol era algo más que una pasión. Son detalles que me enternecen, que me empujan a meditar sobre la materia de la que estamos hechos.

El finado, un nonagenario vecino de la escalera, estaba en un féretro colocado en una sala adyacente, y mientras los familiares departían sobre el siempre emocionante comienzo de la liga, yo opté por dedicarle unos minutos al verdadero protagonista. 

Se estaba bien allí, el sofocante calor apartado momentáneamente gracias a la tecnología. ¿Qué sería del verano sin aire acondicionado? Sí, lo sé, la industria de los desodorantes todavía obtendría mayores beneficios. Una lástima.

De pie, frente al difunto, no pude evitar pensamientos graves, profundos, realmente trascendentes. Algunas de las preguntas fundamentales que me empujaron a matricularme en Filosofía se colaron en mi embotado cerebro como polizones en un barco. Luego fueron descartadas, echadas al océano de la basura mental, sí, como polizones pillados in fraganti. Ah, las preguntas fundamentales… Supongo que por eso abandoné la carrera. De todos los tipos de onanismo, el mental es el menos satisfactorio…

Así que ahí estábamos, el difunto y yo, sólo separados por un cristal. El placer del aire acondicionado me llevó a pensar que, quizá, en la zona en la que estaba el féretro el aire debía de ser más fuerte, por una pura cuestión de higiene sanitaria. Ese pensamiento pareció quedar en estado latente, flotando en esa especie de limbo al que van a parar esos impulsos eléctricos que son nuestras más tontas ideas hasta que, durante un ocioso examen de la indumentaria del difunto, me pareció percibir algo que sobresalía del bolsillo superior de su traje. Me acuclillé, agucé la vista y…, no había duda, aquello era un billete de 500 euros.

Sin duda la potencia del aire acondicionado había provocado, merced a cuestiones físicas susceptibles de ser traducidas a sesudas ecuaciones, un movimiento lateral del billete hasta sobresalir del bolsillo. Quizá el finado lo guardó en aquel traje, lejos de los ojos de Argos de su esposa, a la espera de una ocasión propicia para gastarlo, quién sabe en qué, eh, viejo tunante… Pero allí estaba, esperando a que alguien con verdaderas necesidades le echara el guante. Después de todo a él ya no iba a hacerle ninguna falta, y el mito de las monedas para Caronte, el barquero de la laguna Estigia, estaba un poco desfasado. ¿Me siguen?

Intenté abrir la puerta de la sala donde estaba el féretro, pero estaba cerrada con llave. ¿Qué podía hacer? Pensándolo ahora me avergüenzo de mi proceder, pero supongo que fue el calor. No lo sé, a veces hacemos cosas que ni siquiera imaginamos que haríamos jamás.

-¡El difunto! ¡Acaba de moverse!- me oí gritar.

Los hijos del finado entraron como en tromba, su viuda se desmayó. Gritos, pisotones, carreras, exabruptos. Exclamaciones de «¡Milagro» y «¡Aleluya!» sonaron por todo el tanatorio como el eco de una salva de cañonazos.

Llegó el encargado con las llaves. Enfermeros con desfribiladores apartaron al respetable. Allegados de otros difuntos se agolpaban en la puerta de la sala. Helicópteros de la televisión local sobrevolaban la zona. Me introduje como pude en el interior de la habitación y, con la rapidez de un camaleón atrapando una mosca, me hice con el billete.

Mi corazón palpitaba, mis manos eran un torrente de sudor, verdaderas cataratas del Niágara convertidas en fluidos corporales. Salí a la terraza, ahora vacía de gente. Respiré hondo y me sentí como Dios, un lugar apropiado para ello. Entonces desarrugué el billete y ahí estaba: 500 eurazos contantes y sonantes. Y en el reverso podía leerse: «Imprenta Bermúdez. Fotocopias láser, flyers, serigrafía. Precios anticrisis».

 

Jorge Romera

7 de Octubre de 2014

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Quien tiene un amigo tiene un tesoro

Quien tiene un amigo tiene un tesoro, o eso dicen. A mí estas perlas de sabiduría popular siempre me han parecido una majadería. A quien madruga Dios le ayuda. No por mucho madrugar amanece más temprano. ¿En qué quedamos? 

Ahí estaba yo, en aquel bar inmundo sin saber muy bien qué estaba haciendo en él. Benditos bares, dicen los de Coca-Cola. Venga ya. 

-¿Puedo sentarme?- preguntó un tipo bajito y calvo.

-Estamos en un país libre- siempre había querido decir esa frase, a fuerza de escucharla en las pelis americanas, aunque aquí, en Spain is different, no resultaba tan cantarina.

-¿Buscas compañía?- volvió a interrogarme el desconocido.

-Femenina, principalmente, pero todavía puedo hablar con un hombre.

-No, tranquilo, es que tu cara me resulta familiar. 

Resultó que habíamos crecido en el mismo barrio. El tipo era un par de años más joven que yo y quizá por eso nunca reparé en él, cosas de juventud. Comenzamos a evocar recuerdos en tonos sepia: cómo había cambiado todo, nuestros grupos musicales favoritos de aquella época… Hasta habíamos compartido amores platónicos de la gran pantalla. Le confesé aquel oscuro episodio con Ágata Lys, la deslumbrante Ágata. Yo estaba viendo una de aquellas películas llamadas «de destape» en el anfiteatro de un cine de nuestro barrio, ahora convertido en un Mercarroña. Siempre iba al anfiteatro porque era más barato que una butaca de platea. Además, desde arriba las pelis se veían mejor. Me encontraba solo, en primera fila, con la exuberante Ágata en la pantalla. Yo tenía diecisiete años a la sazón y, bueno, mi sistema hormonal debía funcionar como la turbina de un Boeing 747, porque en un momento dado de la proyección me bajé los pantalones y me dejé llevar por la visión de aquellas turgentes redondeces. Ni siquiera pensé que allá abajo, en la platea, podría haber alguien. Ah, la inconsciencia de la juventud. Y mira por dónde, Julián, que así se llamaba el tipo calvo y bajito, vio esa misma peli. Y acostumbraba a comprar butacas de platea, el muy clasista… ¿Estaría allí aquella tarde? A lo mejor fue él quien puso de moda el uso de gomina en el barrio… Jajaja. No podía dejar de reírme ante aquella idea. 

-Oye, Julián, ¿tú antes de quedarte calvo usabas gomina?

-Pues sí, ¿por qué lo preguntas?

-Por nada, pura curiosidad.

-¿Qué te hace tanta gracia?

Aquello me enterneció y le di cancha, olvidando mis intenciones predatorias iniciales, un golpe de suerte para las mujeres que empezaban a pulular por allí. Resultó que Julián trabajaba en el Tesoro. 

-¿Estás de coña? ¿Dónde hacen los billetes?

Bueno, yo no acostumbro a beber nada aparte de leche de soja y zumo de zanahoria, pero aquella noche hice una excepción. Ahora entiendo lo de bebedor social. 

-La verdad es que no sería imposible hacerse con un kilo.

-¿Un millón de euros? Has bebido demasiado…

-Soy yo quien lleva el registro. ¿No lo pillas? Cuando descubrieran el pastel ya estaríamos en las Bahamas. O en las Caimán…

-No, ahí no. Demasiados políticos, y aún no se ha inventado un antihistamínico eficaz contra ellos.

Urdimos el golpe allí mismo, con servilletas de papel manchadas de cerveza. Mal momento para empezar a beber alcohol. Dibujamos diagramas, trazamos flechas, ideamos contraseñas… El resto es historia, hasta salió en la prensa. Los billetes que logramos sacar estaban impresos por una sola cara, pero nos trincaron igualmente, en el puto aeropuerto. Y ahora compartimos celda. Bueno, al menos yo duermo en la litera de arriba.

 

En agradecimiento a Inma por la concesión del «Premio al mejor blog amigo».

Jorge Romera

6 de septiembre de 2014

 

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Dientes

«Tienes los dientes feos», le dijo la mujer que acababa de romper su relación con él, «no es que eso haya sido determinante, pero quería que lo supieras».

 Al llegar a casa una fuerza invencible le arrastró hasta el cuarto de baño, se miró en el espejo y sonrió. De acuerdo, no era la sonrisa de Tom Cruise, ni siquiera la de Simon Baker dejando caer que ha hecho una de las suyas en la serie «El Mentalista», pero por Dios, eran sus dientes de toda la vida. Y nunca había tenido ningún problema con ellos. ¿O sí? Un momento, aquella chica de Mallorca, ¿cómo se llamaba? Sí, Estrella. Había tenido una primera cita con ella cuatro años atrás tras conocerse en una página de contactos. Tuvo que coger un avión desde Barcelona y sobrevolar el Mediterráneo invadido por esa mezcla de duda y placer anticipatorio para conocerla en persona. Ella no dejó de vanagloriarse en todo momento de su dentadura perfecta como la pieza clave de su tesis según la cual su vida y su visión del mundo eran científica y teológicamente superiores, al mismo tiempo que atacó frontalmente la dentadura de él como síntoma de un sistema filosófico erróneo y trasnochado. Todo lo cual, dicho sea de paso, no fue óbice para la locura de sexo y lujuria que se desató en las tres noches siguientes.

Pero de aquello hacía ya cuatro años. Estaba olvidado, bien doblado y metido en un cajoncito remoto de su memoria. O no. Y ahora aquello. Lo cierto es que empezó a no sonreír cuando se cruzaba con algún conocido por la calle, y al cabo de unas semanas ya apenas hablaba con nadie. Se dijo a sí mismo, para lo cual no tenía que mover la boca, que había que buscar una salida al problema. En la clínica odontológica que inundaba de publicidad su buzón le dijeron que con unos treinta mil euros -precios anticrisis- aquello tenía fácil solución. Estaba claro que su concepto de la expresión «fácil» no coincidía exactamente con el suyo. 

Semanas después, leyendo un artículo sobre ventriloquia, descubrió que podía hablar sin mover los labios. Entusiasmado, empezó a ensayar delante del espejo y al cabo de unos días ya dominaba la técnica. Rebosante de valentía y optimismo, acudió a una primera cita con una chica que había conocido a través de Internet con su mejor traje. «Voy un momento al baño a empolvarme la nariz», susurró ella mientras esperaban a que el camarero les llevase un gintonic para ella y un vaso de leche para él. Pero ya no volvió. Desmoralizado, miró a su muñeco. Lo había comprado a buen precio en una tienda dedicada a la magia, y sin duda era un muñeco excelente. Incluso le había cogido cariño en aquellas semanas previas, repletas de errores y pequeños éxitos en aquel difícil arte. 

Pero era un hombre tenaz y acudió a todas las citas que siguieron a aquélla con su muñeco. Todos aquellos encuentros, huelga decirlo, fueron un estrepitoso fracaso. Las chicas se excusaban para ir al baño, o para pedir un azucarillo más al camarero, o recibían inesperados mensajes en sus odiosos whatsapp y luego desaparecían como si se las hubiese tragado la tierra. 

No era un hombre que tirase fácilmente la toalla, pero se dijo a sí mismo que la próxima sería su última cita. Vistió a Flaneto, que así había bautizado cariñosamente a su muñeco, con un bonito traje de marinero y acudió a aquel café con el corazón encogido de quien intuye su final. Se sentó a una de las mesas de la terraza mientras los nubarrones del cielo amenazaban tormenta, y esperó. Diez, quince minutos. Y cuando estaba a punto de levantarse para irse de allí, vio llegar a una mujer joven que le saludó con la mano. En uno de sus brazos llevaba cogida una muñeca.

 

Jorge Romera

Barcelona, 23 de septiembre de 2013

Hasta pronto

Tanto el pequeño balandro como su patrón empezaron a sentirse cansados.  El viento, el sol, el frío y el agua salada comenzaron a notarse en su madera y en su piel. Los amaneceres dejaron de ser tan inspiradores y los crepúsculos tan cargados de promesas, y hasta la línea del horizonte comenzó a perder esa belleza del más lejos todavía. 

Tras mucha reflexión, el patrón decidió dirigir su embarcación a puerto. En el dique seco, tal vez, podrían arreglar aquellas vías de agua, poner de nuevo a punto su pequeño velero. Y él podría tomarse un descanso, caminar en tierra firme sin rumbo fijo, encontrarse a sí mismo y recuperar la gracia del mar, quizá, aún no irremisiblemente perdida.

 

 

El autor de este blog se siente como ese viejo patrón. Necesita encontrarse a sí mismo, recuperar la promesa del sol hundiéndose en las aguas. Por eso conduce ahora mismo este blog al dique seco. Pero no es un adiós definitivo. Es sólo por un tiempo, hasta que vuelva a sentir esa belleza del azul infinito.

Gracias a todos.

Hasta que los corderos se conviertan en leones

Ella le suplicó que no acudiese a la manifestación, que no iban a arreglar nada y además era peligroso. Él la tachó de sumisa y cobarde, aunque estaba perdidamente enamorado de ella. 

Se habían conocido apenas un mes antes en una discoteca y desde entonces cada encuentro había sido más intenso que el anterior. Ella era enigmática y un punto distante, pero tan hermosa y ardiente en la cama que no podía quitársela un minuto de la cabeza. Y él era un tipo grande y peligroso, demasiado rígido y desobediente como para acatar unas normas que le parecían estúpidas.

Pensaba que irían juntos a aquella manifestación. Ambos estaban de acuerdo en que aquella política de recortes no podía seguir, que aquellos políticos hipócritas deberían haber comenzado predicando con el ejemplo y recortarse su propias prebendas. Pero ella se excusó alegando que no podía faltar a su trabajo, que tenía que pagar una hipoteca,  todas esas razones que la gente da cuando no quiere hacer lo que tiene que hacer. 

La noche del día programado para la manifestación se despidieron de una manera tan fría que él se giró para ver cómo aquella rubia cabellera brillaba bajo la tenue luz de una farola y luego se apagaba como tragada por la oscuridad, preguntándose si volvería a acariciar aquellos rizos dorados. Y al día siguiente él estaba allí, al frente, sintiéndose como un guerrero medieval antes de comenzar la batalla. Bajo sus holgadas ropas llevaba una auténtica armadura. Coderas, espinilleras, un chaleco blindado que le protegía toda la zona del tórax. Un casco de moto, unas botas con puntera de acero, guantes de trabajo  y un par de puños americanos (Dios salve a América) completaban el atuendo. 

La carga policial no se hizo esperar. En cuanto el político de turno dio la orden los antidisturbios, ahora «brigada móvil» aunque con aquel eufemismo no engañaran a nadie, empezaron a repartir estopa. Estar al frente de una manifestación puede subir la adrenalina de cualquiera, una hormona que multiplica tu fuerza de tal manera que lo que considerarías una proeza física sin precedentes se convierte en algo posible. Los manifestantes coreaban proclamas y corrían. Las porras de los antidisturbios caían una y otra vez inmisericordes sembrando el pánico, pero él tampoco era manco, y rompió alguna que otra rodilla policial de una patada, y quizá un par de costillas. En aquel campo de Agramante en que se había convertido la manifestación tras unos minutos, consiguieron acorralar, él y un par de individuos más, a uno de aquellos policías que había cometido el error de separarse de sus compañeros. Y fuera de la manada, un lobo no es nada. Sobre todo si tres tipos con puños de hierro y la sangre latiendo en sus sienes consiguen rodearlo.  A veces los corderos se convierten en leones. 

Fue él quien dio el primer golpe, y también el último, pues fue tan demoledor que el policía cayó al suelo en medio de una serie de espasmos. Los otros salieron huyendo, pero él no. No él. Se arrodilló para quitarle el casco y contemplar su trofeo, escupirle a la cara, rematarlo si era necesario. Fue entonces cuando volvió a ver los rizos dorados de aquella rubia cabellera.

Jorge Romera 

 1 de octubre de 2012