¡Oh, no! ¿Un nuevo premio?

Cuando el otro día, presa de la emoción («¡No puede ser, esto no puede estar pasando!»), constaté con incredulidad que me había tocado el reintegro de la primitiva (1 euro), intuí que algo extraordinario estaba a punto de suceder. Ajeno al drama que se estaba gestando, abrí mi blog y allí estaba. Inma, confundiéndome con algún otro blogger resultón, me había nominado para los Versatile blogger awards. En un destello de genio que denota mis profundos conocimientos de la lengua del bardo inmortal, deducí que versatile significa versátil sin tan siquiera buscar mi diccionario Collin’s que utilizo habitualmente para impedir que la puerta de mi habitación se cierre de golpe cuando hay corrientes de aire, así de práctico es el inglés.

Dicta el protocolo que debo agradecer el gesto a quien me nominó. Inma, gracias. Esta mañana, a las 6:30 a.m. (sé perfectamente que escribir a.m. mañana resulta un poco redundante, pero quería dejar claro que no suelo levantarme a las seis de la tarde) estaba despierto dándole vueltas a la cabeza sobre qué diantres escribir en esta entrada. Dicta también el protocolo (el protocolo es un tirano y un déspota y un mandón) que tengo que escribir siete cosas acerca de mí. Como ya lo hice en el Seven Things, y quisiera reducir al mínimo la probabilidad de que mis posibles lectores (¿hola? ¿hay alguien ahí?) entren en coma profundo, plagiaré el modelo de Inma quien, después de todo, es la culpable, quiero decir la causante, de que yo esté ahora ejercitando neuronas que ni siquiera sabía que existían.

1. Tengo una novia que dice que soy un antiguo porque ya nadie dice «novia» o «novio» sin sonrojarse, títulos que yo mantengo no para llevarle la contraria (bueno, a veces sí)  sino por pura coherencia, no en vano todavía calculo el precio de las cosas en pesetas. Se llama Nuria, por si alguien tiene dudas a estas alturas, y es lo suficientemente versátil como para calzarse unas botas de montaña (sus famosas «airunitas») o unos zapatos de tacón y estar siempre guapa, o como para disfrutar igualmente con la lectura del último best seller o de «Ana Karenina», o ya puestos a ascender hacia el culmen literario, este blog. Y que, pase lo que pase, siempre está ahí para animarme.

 2. Tengo un padre, que se emancipó hace unos años, y se está recuperando de una operación de rodilla. También él es versátil, pues siendo un hombre de los de antes, le pegó tanto a la morfina la semana pasada que a punto estuvo de presentarse en el hospital la brigada antivicio (Badalona vice). Le salvó un pequeño detalle: y es que en ese maldito hospital no hay quien aparque el Ferrari Testarossa.

3. Tengo una madre, modelo de versatilidad, que antes de que mi padre se emancipara hacía malabares para llegar a fin de mes sin que la familia notase la escasez de capital. Y cuando mi padre se emancipó siguió haciéndolos para llegar a fin de mes y pagarse una modesta pensión, aunque claro, en ese punto de su vida ya tenía mucha práctica.

4. Tengo también un hermano, que aunque nunca lee este blog no por eso voy a dejar fuera. Antes de que Sony decidiese buscar paraísos más soleados, trabajaba en la fabricación de pantallas de plasma. Ahora, aunque su lugar de trabajo sigue siendo el mismo, trabaja en algo relacionado con cambios de marchas. Y es que como dijo hace milenios el oscuro Heráclito, la vida es cambio (coleguita).

5. Tengo un sobrino, Super Gabi. Él sí que es versátil: juega al escondite, al pilla pilla en las escaleras mecánicas de un centro comercial o a la oca con igual genio y figura. Lo que sea con tal de jugar, y de ganar.

6. Tengo un montón de amigos que se asoman a este blog y he conocido gracias a internet, y a alguno fuera del ciberespacio, que escriben sus propios blogs, o no, pero que están ahí leyéndome y animándome, porque un escritor se nutre no sólo de lecturas y experiencias, necesita también lectores fieles.

7. Y tengo también una novela en busca de editor, que se titula igual que este blog, y que intenta abrirse paso en la oscura jungla editorial, con sus depredadores sin escrúpulos, sus indiferentes plantas carnívoras, sus sierpes de lengua bífida y sus arenas movedizas, pero también, espero, con sus lagos azul turquesa y sus elevados saltos de agua donde, en ocasiones, un repentino arco iris te demuestra que la vida aún puede ser hermosa.

Y ahora mis nominados:

1) En categoría especial, un bloque con mis nominados del Seven Things que, a riesgo de repetirme, se han convertido en autores a los que vuelvo cada día: 

chancano.wordpress.com

lapuertaentornada.wordpress.com

alterfines.wordpress.com

merino1957.wordpress.com

dessjuest.wordpress.com

nosht.wordpress.com

homefosc.blogspot.com

Y a continuación seis nuevos, que sumados a los anteriores como un todo, hacen siete:

patchworkdeideas.blogspot.com.es y es que Inma, a pesar de haberme nominado (y de acabar con el stock de olivas de cualquier bareto), escribe jodidamente bien. Por eso le devuelvo el favor, no vayan a pensar mal.

mercedesmolinero.wordpress.com el blog de Mercedes

teclalinda.wordpress.com el blog de Concha

masducados.blogspot.com.es el blog de Jesús

aniazaulada.wordpress.com el blog de Ana

avernolandia.wordpress.com el blog de Nieves

violetasdormidas,wordpress.com el blog de Azo

¿Cómo dices? ¿Qué me han salido ocho? Bueno, yo soy de Letras.

Mi historia en cincuenta palabras.

Dos muchachas engalanadas un domingo de posguerra no ven a un perro que se acerca a ellas cabizbajo. Un gruñido, una dentellada, un grito. Una de ellas está sangrando. El virus de la rabia entra en su cuerpo y termina matándola. Años después la otra muchacha engendraría un hijo. Yo.

SEVEN THINGS ABOUT ME

El cartero siempre llama dos veces. En realidad yo no estaba en casa, así que no sé si llamó dos, tres o las veces que fueran. Lo que sí sé es que dejó un aviso en el buzón en el que se me instaba a pasar por la estafeta de Correos más cercana para buscar un certificado de la Generalitat. Un sudor frío comenzó a correr por mi espalda, y sí, ya sé que estamos en agosto, pero no era ese tipo de sudor.

Me encaminé hacia la estafeta de Correos más cercana, lo cual no significa necesariamente que estuviera cerca. La sombra de una sospecha planeó sobre mi maltrecho parque neuronal, pero recientemente me he propuesto ser optimista y comencé a barajar algunas alternativas menos sombrías: ¿Algún prócer y mecenas de las artes que se había perdido en el Registro de la Propiedad Intelectual había leído mi novela «Asquerosamente sano»,  y se proponía publicarla por su cuenta? ¿Qué me parecería un modesto adelanto de un millón de euros, para empezar? ¿Alguna luminaria gubernamental quería proponer mi nombre para una medalla, una calle, una plaza, un campo de fútbol (no, eso no)?

Al fin llegó mi turno frente al mostrador y un empleado con cara de qué-hago-yo-aquí-en-pleno-mes-de-agosto me hizo entrega de la notificación, que no era otra cosa que una sanción de 300 eurillos por haber dejado mi poderoso Daewoo aparcado  en un camino rural cercano a la playa el pasado verano. Como si ir a la playa (caravanas que nada tienen que ver con el romántico Far West, niños tirando arena impunemente en tu fiambrera de ensaladilla rusa, suicida exposición a los cancerígenos rayos solares, desnudeces que atentan dolorosamente contra cualquier precepto estético…) no fuese ya suficientemente malo.

Maldiciendo mi suerte llegué a casa y me encontré con que, sorprendentemente, había sido nominado a los Seven Things Awards. La primera cosa que me vino a la mente fue «¿Seven Things Awards?».  Y lo siguiente: «¿con la pasta de este premio de siete cifras podré pagar la multa? Más aún, ¿podré cambiar mi baqueteado Daewoo por un Porsche o, en su defecto, un Bentley?».  Pero enseguida descubrí que no se trataba de un premio en metálico, y mi estado de ánimo cayó en picado como un Stuka de la Luftwaffe alcanzado por el fuego antiaéreo enemigo.

Quejumbroso, abúlico, inconsolable e iracundo -una extraña combinación, lo reconozco- descubro que tengo que escribir siete cosas sobre mí y nominar a siete bloggers al mismo galardón.  En primer lugar, no puedo escribir siete cosas sobre mí. ¡Soy un doble cero! En fin, puedo sugerir lo que ya se intuye: carismático, aventurero, enigmático, seductor, arrogante, decidido y un punto canalla. Pero esto del Seven Things About  Me parece algo serio. ¿Debo ser sincero? ¿Decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Está bien, espero que esto no caiga en manos enemigas.

Siete cosas sobre mí:

1. Lo que ya no soy pero una vez fui: EX- (culturista, crudívoro, vegetariano, misántropo, entusiasta de la lógica matemática, maratoniano, célibe. Ah, sí, y boina verde).

2. Deportista hasta que la muerte nos separe. Cuerpo y alma, quiero decir.

3. Lector anárquico e iconoclasta, y no siempre de cajas de cereales. 

4. Amante de la Naturaleza, y eso quiere decir: de los espacios abiertos, pero también de los cerrados, si son gargantas o cuevas; de los árboles; de las cimas; de los lagos; del silencio, pero también del sonido del agua, del viento o del canto de un pájaro.

5. Caminante. 

6. Filósofo que nunca llegó a terminar la carrera de Filosofía.

7. Hijo, hermano, tío, amigo, y amante.

Y ahora los nominados. Enderezo la pajarita en mi cuello, acaricio una de las mangas de mi esmoquin de alquiler, me aclaro la garganta, abro el sobre y leo:

chancano.wordpress.com

lapuertaentornada.wordpress.com

alterfines.wordpress.com

dessjuest.wordpress.com

brujjilla.wordpress.com


merino1957.wordpress.com

el-area-51.blogspot.com

Y como ya he cogido carrerilla, nomino a uno más, para los lectores que se atrevan con otras lenguas:

homefosc.blogspot.com.es

Ya está. Gracias a todos, y en especial a Alejandro, que me nominó, y a Nuria, que me empujó a abrir este blog.

El nacimiento de la tragedia, o el azar y la necesidad

Al igual que el degradado capitán Yossarian de Trampa 22, la genial novela de Joseph Heller, Jorjune tomó la decisión de vivir para siempre o morir en el intento. Pero quién sabe por qué tomamos las decisiones que tomamos en la vida.

Un buen día creyó haber encontrado el elixir de la eterna juventud en un artículo de la revista Integral que hablaba del ayuno terapéutico. Y como es natural, llegó hasta esa revista por puro azar. 

Jorjune era un joven dinámico y musculoso, y cuando un compañero del gimnasio le sugirió que se pasara por su estudio para hacerle unas fotos que le inmortalizarían en papel couché, la idea se le antojó sensacional. La revista Salud Total no le pagaría un duro por posar para aquel artículo sobre ejercicios de tonificación para hombres, pero qué diablos, no todos los días te preguntan si quieres posar para una revista.


La sesión fotográfica, que fue más agotadora de lo esperado, dio pie a cierta camaradería entre Jordi, que así se llamaba el fotógrafo, y Jorjune, de modo que cuando aquél invitó a éste a cenar una noche en su casa, Jorjune no sólo no pudo negarse sino que aceptó la idea con el entusiasmo de quien cree haber hecho un nuevo amigo.

Jorjune llegó a la cena con tiempo de sobras, pues no era persona a la que le gustase hacerse de rogar. Eso no era problema en casa de Jordi y Fina, la mujer del fotógrafo, donde había numerosos ejemplares de las revistas para las que trabajaba con los que poder entretenerse. Aquella primera noche Jorjune escogió un número de la revista Integral. La temática de aquella publicación giraba en torno a la ecología, la salud y la vida natural, y aunque Jorjune era un entusiasta de las pesas, y un apóstol de la proteína animal y los aminoácidos ramificados, su espíritu era lo suficientemente ecléctico como para correr el riesgo de adentrarse en otros campos del conocimiento. 

Aquel artículo sobre el ayuno terapéutico chocaba frontalmente con una visión del mundo basada en ejercicios anaeróbicos, crecimiento muscular y  dietas hiperprotéicas, pero estaba bien argumentado y parecía lo suficientemente revolucionario y contraintuitivo como para que alguien con una mente abierta le otorgase el beneficio de la duda. Y tal vez la cosa hubiese terminado así, con una simple lectura nocturna antes de la cena que sería borrada de su mente por las luces de un nuevo día, pero hubo otras invitaciones a cenar y aquellas revistas estaban siempre ahí, incitando a la lectura, atrayendo a Jorjune con sus cantos de sirena y sus promesas de inmortalidad. 

¿Cómo era posible que, según algunos experimentadores, ratones sometidos a dietas tan escasas en calorías que rozaban el ayuno viviesen el doble que sus congéneres alimentados ad libitum en una especie de frenesí pantagruélico? Y luego estaban los ejemplos de poblaciones humanas: los vilcabambas de los Andes ecuatorianos, los hunzas que viven en lo más profundo de la cadena del Karakorum del Himalaya occidental, los abkazianos de las montañas del Cáucaso, los indios tarahumara de las montañas de Sierra Madre…. Todos aquellos pueblos tenían en común la pobreza calórica de sus dietas y la increíble longevidad de sus habitantes.

Aquella información supuso una auténtica epifanía para Jorjune, que vio como su visión del mundo se tambaleaba por momentos. Buscó bibliografía, realizó incursiones en librerías especializadas y bibliotecas públicas, leyó sobre el higienismo, las incompatibilidades alimenticias, el crudivorismo, las dietas macriobióticas, el budismo, el jainismo y la filosofía zen, y cuando quiso darse cuenta había sustituido los batidos de proteínas y los pollos a l’ast por los copos de avena crudos, la levadura de cerveza, el germen de trigo y las zanahorias. Jorjune se había convertido al vegetarianismo. Y como en una de esas figuras de fantasía llevadas a cabo con fichas de dominó, cuando la primera pieza cayó, el resto hizo lo mismo con la inexorabilidad de la cadena de eslabones que explica un fenómeno físico, un suceso histórico o una trayectoria vital. El destino no está en las estrellas, sino en nosotros mismos. Pero eso ya lo dijo Shakespeare.

Reflexiones sobre el precio de las cosas (3ª Parte)

Nos quedamos ayer a la puerta de esa tienda de ropa con nombre de reminiscencias toscanas y bollería francesa. Todo lo cual es una manera elegante de sugerir al lector recién llegado que lea las dos partes anteriores. Al igual que lanzarse a la gélidas aguas de un mar invernal, pedirle al jefe un aumento de sueldo o cambiarse de cola en la caja de un supermercado, las decisiones que se toman en la vida no son más que eso: un factor mental. Y en cuanto crucé la línea que separaba la calle del umbral del establecimiento, Nuria supo que había perdido la apuesta.

El lugar estaba vacío, lo cual no resultaba sorprendente teniendo en cuenta los precios del escaparate. En aquella tienda no había entrado nadie desde que George Clooney fue a inaugurar el local ese que vende cápsulas de café de fantasía al otro lado del Paseo, y se le ocurrió pasar por aquí para comprarse unos calcetines. 

El dependiente, un tipo alto y atractivo que lucía el mentón de Yale, salió a recibirnos como si fuese un oso grizzly que hubiera despertado de su largo letargo invernal. La falta de costumbre, supongo. Se nos quedó mirando  como si estuviéramos fuera de lugar: un par de cagadas de paloma en la carrocería de un Rolls-Royce.

«¿Qué desean?»- preguntó al fin con acento de haber estudiado en alguna universidad de la Ivy League. Y con aquel aspecto mayestático y en medio de todo ese lujo asiático, se me antojó el genio de la lámpara maravillosa concediéndonos tres deseos. 

«Un traje. Me gustaría probarme un  traje». El dependiente se me quedó mirando como si quisiera hipnotizarme, escaneando mi ropa, evaluando mi corte de pelo, midiendo la longitud y grosor de mis patillas. Yo iba con lo puesto: tejanos «springfield», chaqueta de piel para todo uso «coronel tapioca» y zapatos «timberland». Luego miró a Nuria y la afilada punta de una duda pareció abrir una fisura en su armadura de hielo porque… ¿qué diablos hacía una mujer tan hermosa con un tipo como yo? Tal vez fuera un nuevo rico, alguien a quien le había tocado la lotería primitiva la semana pasada con ganas de ampliar el fondo de armario y, bueno, por algún sitio tenía que empezar.

Me sacó un traje de 4.000 euros, y hasta ahí podíamos llegar. ¿Creía de verdad que iba a probarme un traje que costaba menos que el trolley ese que había expuesto en el escaparate? De algún lugar, quizá la caja fuerte, extrajo un conjunto de 9.000 euros y aquello ya me pareció mucho mejor. Y un par de gemelos para los puños de la camisa, por favor. 


Y parece mentira cómo puede cambiar tu aspecto una prenda de calidad. Me miré en el espejo y por un momento me creí Pierce Brosnan en «The Thomas Crown Affair». Y si hay alguien que sabe llevar un traje, ése es el bueno de Pierce. Mientras que otros hombres supuestamente elegantes parece como si hubieran dormido con el traje que llevan puesto, es como si Pierce hubiese nacido con él.

Me di una vuelta por la tienda con mi nuevo atuendo. ¿Por qué no? No había nadie y, como suele decirse, la elegancia se demuestra en movimiento. Nuria me inmortalizó con unas cuantas instantáneas tomadas con la cámara de su teléfono móvil y luego me cambié de ropa mientras el vendedor empezaba a adquirir cara de gárgola. Entonces, cuando nos disponíamos a salir, le entregué una de mis tarjetas, la última.

Jorge Romera 

               www.asquerosamentesano.com

Nunca se sabe.

Reflexiones sobre el precio de las cosas (2ª Parte)

Continúo caminando por el Paseo de Gracia entre personas de alto poder adquisitivo, habituados a vivir en áticos de alto standing en la zona alta de la ciudad, y a conducir automóviles de alta gama, y me siento un enano entre gigantes,  Gulliver recorriendo el país de Brobdingnag. Me pregunto qué deben sentir los ricos. ¿Seguridad? ¿Tranquilidad? ¿Confianza? ¿Arrogancia? ¿Prepotencia? ¿Hastío? ¿Envidia?

Recuerdo un episodio de Doctor en Alaska en el que un joven nativo americano obtiene el encargo de hacer unas reformas en la vivienda de uno de los hombres más ricos del pueblo. El prohombre, que también es indio, invita al muchacho a pasar una velada con unos cuantos hombres maduros de la región. En medio de la fiesta, el joven nativo descubre con asombro e incredulidad un cuadro en una de las paredes del sótano. «¿Eso no es un Warhol?», pregunta con la voz entrecortada por la emoción. «Sí», contesta el hombre rico sin concederle mayor importancia. Pero más tarde, el alcohol y la camaradería fluyendo por sus venas, el hombre rico lleva al muchacho aparte y, con ojos soñadores, le confiesa: «A veces me pregunto qué se debe sentir siendo rico». El joven nativo se lo queda mirando sin dar crédito a lo que oye y espeta: «¡Pero usted ya es rico!». A lo que el hombre, la vista clavada en algún punto del infinito, susurra: «Quiero decir… rico de verdad».

Y rico de verdad tiene que ser el que compre en la tienda de ropa frente a cuyo escaparate acabo de detenerme. Veamos: una corbata -léase un trozo de tela- 225 euros. Unos zapatos de piel, que por el precio tienen que ser de la piel del cocodrilo que salía siempre en las películas de Tarzán que interpretaba Johnny Weissmuller, 600 euros (se supone que el par). El traje cuesta 4500 euros. Y el trolley… ¿qué es un trolley? Por suerte, en los rótulos con el precio está el nombre del objeto en tres idiomas: catalán, castellano e inglés. Leo el rótulo: Trolley / Trolley / Trolley. Está claro. Sin embargo, haciendo acopio de todo mi poder de deducción, concluyo hábilmente que se trata de una pequeña maleta con un tirador y unas ruedas, de esas que se utilizan para llevar unos calcetines y una muda limpia en el puente aéreo. Pues el trolley cuesta 5.700 euros. Y aún después de leerlo dos veces comienzo a sospechar que me he pasado esta mañana con la levadura de cerveza.

Doy unos pasos hacia atrás y elevando la vista leo el nombre de la tienda, que musicalmente evoca el aire límpido y luminoso de la Toscana, uvas y suaves colinas. Empujado por una pequeña discusión que Nuria y yo tuvimos recientemente, me dirijo a la puerta del establecimiento. Yo estaba algo soñador aquella tarde y fantasee con la idea de probarme un traje en aquella tienda. Ella afirmó categórica que no me atrevería a entrar ahí y probarme un traje. Hubo sonrisas irónicas y mucho arqueo de cejas, como si estuviéramos evaluando nuestras respectivas fuerzas. Y a continuación, un cruce de apuestas. Siempre nos apostamos una cela en el Hotel Vela (W), aunque cuando ella pierde, la cena en el Vela termina siendo una cena con velas, que no es que esté mal pero no es exactamente lo mismo. Y cuando pierdo yo, simplemente me salgo por la tangente. Pero ahora ella está aquí, junto a mí, después de haberla llamado por el móvil hace unos minutos.

Nuria ha leído un manuscrito de «Asquerosamente sano» y juega con ventaja, pues sabe que hace sólo siete años yo era incapaz de llamar por teléfono a una librería para preguntar el precio de un libro, o ya puestos, entrar en una tienda de ropa y probarme unos pantalones. Pero también ha comprobado mi evolución de primera mano, y la sombra de una duda sobrevuela esa región de su cerebro que se ocupa de la toma de decisiones. Ya es tarde, sin embargo, pues acabo de traspasar el umbral del establecimiento, y ella no tiene más remedio que seguirme. Me imagino que ahora debe estar recordando el primer fin de semana de febrero, el de la ola de frío siberiana. Estábamos en Sa Boadella, esa preciosa cala cercana a Lloret, pues resulta fascinante contemplar el mar en invierno, sus colores y aromas completamente distintos a los del amable mar estival. El viento arreciaba levantando olas que se estrellaban contra las rocas y entonces, como la hermosa Beatriz pidiéndole al esforzado Alonso que vaya a buscar la banda azul que ha perdido esa tarde en el monte de las Ánimas, Nuria, también hermosa, me recuerda mi promesa de bañarme en el mar todos los meses del año. A veces soy un poco ingenuo a la hora de decir las cosas, pero una promesa es una promesa, y ya es demasiado tarde cuando ella grita que no lo haga, mi ropa desperdigada sobre la fría arena y las gaviotas chillando en lo alto de un cielo plomizo. Una carrera rápida y un lanzamiento, no es más que eso, y el mar acogiéndote en su seno como si siempre hubieses pertenecido a él. 

Un paseo por Paseo de Gracia (Reflexiones sobre el precio de las cosas).

Un meteorito gigantesco impacta contra la península de Yucatán y los dinosaurios son ya historia. Un iceberg enorme surge de la nada en mitad de la noche y el Titanic se va a pique. A veces las cosas suceden así, sin previo aviso. Como ayer por la mañana: abro mi bote de proteínas… ¡y está vacío! Un bote de 1300 gramos, quién lo iba a decir. No sé por qué estúpido razonamiento había llegado a pensar que me duraría eternamente. Las palabras de Paul Bowles en «El cielo protector», de Bertolucci, me parecen ahora más proféticas que nunca:

 «Como no sabemos cuándo vamos a morir, llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todo sucede sólo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿Cuándo volverás a recordar aquella tarde de tu infancia, una tarde que marcó para siempre el resto de tu existencia? ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Cuatro, quizá cinco. Y sin embargo, todo parece ilimitado».

Sí, todo parece ilimitado. Como mi bote de proteínas. Me dirijo a la tienda de dietética de la que soy parroquiano desde hace tantos años que ni me acuerdo y escaneo los estantes en busca de lo que he venido a buscar, pero  no logro dar con ello. No, no tienen la «Whey Gold Protein», pero sí que hay un bote de «Iso Whey Protein» (Serie Élite). ¡Ostia puta! -exclamo al comprobar el precio.  Y por muy «serie élite» que sea, los 56 eurazos que vale me dejan sin aliento. Mónica, la dependienta, intenta quitarle hierro al asunto, y bromea diciendo que con esa proteína los músculos crecen solos. Cómo mínimo, contesto yo poniendo los ojos en blanco. Siento como si me amputaran una pierna cuando el dinero cambia de manos. Diez mil pesetas un bote de proteínas, afirmo categórico, en un último esfuerzo por apelar a la justicia divina. Mónica me mira con desdén, como si aún no me hubiese dado cuenta de que estamos en el siglo XXI: «No seas antiguo». Pero yo ya he traspasado la barrera de los cuarenta, y tendrían que hacerme una lobotomía para extirparme el conversor de moneda que llevo instalado en algún rincón de mi cerebro. Antes, con diez mil pesetas en el bolsillo podías hacer algo. Ahora eso es lo que vale un bote de proteína sintética de 1 kilo.  Y por muy «whey» que sea, no me parece nada guay.

Dejo en casa la proteína de las narices y decido dar un paseo por el centro de la city. Cómo no, cuando introduzco mi T-10 en la máquina del metro suena un pitido estridente que significa que la tarjeta está agotada. El tipo de Seguridad que está apostado detrás de los torniquetes de entrada con los brazos en jarra, las piernas abiertas y toda la pinta de meterse en el cuerpo un bote de proteína «whey» a diario, me mira con cara de pocos amigos. Por megafonía advierten que la multa por viajar sin billete es de 100 euros. Comete un desfalco, evade impuestos a través de paraísos fiscales, deja en la calle a tus trabajadores… y no te pasará nada. Pero viaja en el metro sin billete y todo el peso de la justicia caerá sobre tus escuálidos y mezquinos hombros. Me compro una T-10. Ha subido de precio, naturalmente. 9,25. A este paso cuando llegue la noche me habré arruinado. 

Bajo en Paseig de Gràcia y cuando salgo al exterior no puedo evitar preguntarme cómo es posible que a alguna luminaria del Ayuntamiento no se le haya ocurrido aún poner una especie de peaje para transitar por la calle más glamurosa de la ciudad. Puede que no todos los ricos sean guapos, pero está claro que la riqueza sí atrae a la belleza. Mujeres de piernas interminables y hombres con las botas por encima del pantalón y rostro de anuncio de maquinilla de afeitar te ignoran con estudiada indiferencia. Damas de avanzada edad y caras lifteadas, caballeros con injertos capilares y culos adaptados al cuero del asiento de sus Jaguar o sus Porsche, deambulan por allí con la naturalidad de un terrateniente dando un paseo por sus tierras. Y japoneses, muchos japoneses. 

Ahora la idea de dar un paseo por allí y repartir unas cuantas de mis tarjetas se me antoja ligeramente peregrina. La semana pasada encargué en la imprenta de al lado de casa cien tarjetas con mi nombre, mi dirección de correo electrónico y el nombre de mi blog. De un día para otro me hicieron ocho tarjetas de prueba para que pudiera elegir entre diferentes diseños y tipos de letra. Mi nombre en letras mayúsculas, en negrita, con minúsculas, en caracteres góticos, el nombre del blog bajo mi nombre, a la derecha, a la izquierda…. No fue una elección fácil, pero al fin me decanté por un tipo de letra de trazo suave, pues las mayúsculas y la negrita parecían denotar un ego desmedido que yo, ejem, aparento no tener.

Fue pagar las tarjetas y darme de bruces con un amigo de toda la vida. Le entrego una tarjeta, por supuesto, al tiempo que le hablo de mi  nuevo blog y de la novela aún inédita.

 -Hombre, muchas gracias por la tarjeta- afirma mi amigo con cara de agradecimiento forzado- Jorge Romero.

-Romera. Terminado en «a».

-Aquí dice «Romero»- asegura mi amigo con el aplomo de un oftalmólogo veterano.

-No, eso es una «a». Parece una «o», pero si te fijas tiene un palito a la derecha que cierra el círculo. Si no el nombre de mi blog sería osquerosomentesono, y no tendría ninguna gracia.

-Ah, pues yo estaba convencido de que se llamaba así.

-¿Cómo cojones se va a llamar «Osquerosomente sono»?- exploto yo. Es «Asquerosamente sano». Un oxímoron, joder. Como «silencio ensordecedor». ¿Lo pillas?

-Ah, claro. Un oxímoron, si. ¿En qué estaría yo pensando?

Y no sé qué me fastidia más, el hecho de que un amigo que conozco desde hace quince años no sepa cómo me llamo, o la sospecha de que la he cagado con las tarjetas. Pero no importa, ahora estoy en el Paseo de Gracia, con todo su encanto, su clase y su glamour. 

Me gustaría darme una vuelta por la Casa Batlló, esa joya de la arquitectura modernista. Ahí están los turistas japoneses disparando incansables sus cámaras digitales para dar fe. Le pregunto al tipo de la puerta cuánto cuesta la entrada. 18 euros. Dieciocho. Por Dios Bendito. Por ese precio uno espera que Antonio Gaudí en persona te reciba en la entrada de la casa con un abrazo de bienvenida, como mínimo.

Me detengo frente a una joyería. En el escaparate un Rolex de 14.575 euros me guiña el ojo en forma de destello. SUPERLATIVE CHRONOMETER puede leerse, y a mí no me cabe ninguna duda. Miro mi reloj, un Lotus, y me siento profundamente infeliz. Y eso que antes siempre llevaba Casio, pero la última vez que se me rompió fui al relojero con la idea de comprarme uno nuevo y cuando me enseñó aquellos relojes que parecían sacados del interior de un huevo Kinder Sorpresa me dije a mí mismo que ya estaba bien de relojes digitales, que quería algo distinto. Algo con… clase. El día anterior había visto «Los puentes de Madison» y ansiaba un reloj como el que lucía el bueno de Clint en la película. El relojero, un tipo maduro pero con aquel pendiente en la oreja que le daba un aire juvenil, me sacó un Viceroy y un Lotus. Sopesé ambos, los lucí por unos minutos en mi muñeca y luego, como Descartes, dudé. Entonces el relojero, hábil conocedor del alma humana y consciente del infierno por el que estaba pasando, señaló el reloj Lotus y sentenció: «este peluco es más guapo». Y me lo compré.

Y ahora mi Lotus languidecía frente a aquel Rolex. SUPERLATIVE CHRONOMETER. Ya lo creo, superlativísimo. Recordé aquel anuncio a toda página de los años 80 en el Selecciones del Reader’s Digest. En él, un juvenil Reinhold Messner, el mejor escalador del mundo, aseguraba: «tendría que estar loco para acometer la ascensión de un ochomil sin mi Rolex». Me imagino que lo que quería decir es que debería estar loco para subirse ahí arriba sin el patrocinio de Rolex. Y en eso estamos de acuerdo, Reinhold, la pasta es la pasta. Por suerte, al lado del Rolex de 14.575 euros hay otros más baratos que rondan los 6.000, y es que el que no luce un Rolex en su muñeca es porque no quiere. Pero si os apetece seguir mi paseo por el glamuroso Paseo de Gracia, tendréis que acompañarme mañana. Ahora voy a comprobar si esas proteínas son tan buenas como dicen.

Blue Hotel (El Sidorme Girona)

Lunes por la mañana. Inserto en mi equipo el primer CD que tengo a mano y la voz imposible de Chris Isaak se filtra por mis oídos y permea mi cerebro a través de sinapsis, axones y dendritas. Y cuando quiero darme cuenta, ya me siento mucho mejor. Pero mi mente es demasiado inquieta para conformarse con una simple sensación de bienestar, y gracias a una asociación de colores mi pensamiento se retrotrae al fin de semana pasado y el hotel Sidorme de Girona aparece en algún lugar de mi cerebro como si estuviera siendo proyectado en una pantalla de cine. Multisalas, me temo. Sí, ya lo habréis adivinado, el Sidorme es de color azul, como el hotel de esa pieza maestra de Chris Isaak.

Me propongo escribir una crítica más que favorable del hotel para Tripadvisor, pero me aparece la siguiente advertencia: «Recientemente has escrito una opinión sobre el Sidorme Girona. Léela aquí:  http://www.tripadvisor.es/ShowUserReviews-g1078741-d1105760-r121231776-Sidorme_Girona-Salt_Province_of_Girona_Catalonia.html.  Puedes escribir otra opinión sobre este hotel transcurridos al menos tres meses desde la anterior si lo has vuelto a visitar».

Es cierto, ahora lo recuerdo, estuvimos allí el 30 de noviembre de 2011 y escribí una reseña bajo el título de «Nos hemos vuelto muy pijoteras». En ella, y después de leer algunas críticas bastante discutibles de otros comentaristas de tripadvisor, arremetía «sutilmente» contra esos descontentos crónicos que no saben apreciar lo bueno cuando lo tienen delante de sus rinoplásticas narices. Me revientan las injusticias, no puedo evitarlo. Así que, en aquella ocasión y tras escribir una reseña encomiástica sobre nuestra experiencia en el Sidorme de Girona, decidí hacer algo más y envié una nota vía internet al apartado de «Atención al cliente» de la cadena Sidorme. En la nota elogiaba la filosofía low cost de la cadena y agradecía la posibilidad que nos brindaba de viajar y ampliar horizontes a los pobres diablos que, como yo, no tenían la suerte de poseer pozos petrolíferos. Dejaba  también caer en la nota algún nombre propio, como el de Elisa, la recepcionista de tarde, lo que tiene su mérito pues ¿cómo leer esas etiquetas con el nombre que llevan cosidas las recepcionistas en la camisa sobre la zona pectoral sin parecer un viejo sátiro sediento de lujuria? Pero la chica nos pareció tan amable a Nuria y a mí, su sonrisa tan deslumbrante y su simpatía tan sincera que no pude evitarlo. Forcé la vista hasta que se me pusieron los ojos saltones, y con la discreción y el aplomo de jugador de póquer que me caracterizan, anoté mentalmente su nombre en algún rincón de mi memoria. 

Esa misma semana recibí un correo de agradecimiento a mi nota de agradecimiento por parte de la gerente de los hoteles Sidorme Girona y Figueres, lo cual me alegró pues los seres humanos, o casi todos los seres humanos, llevamos escrito en el código genético el sentido de la reciprocidad. Y la cosa habría terminado ahí, pero hace dos fines de semana, la ola de frío siberiano cerniéndose sobre nuestras temerosas cabecitas, Nuria y yo decidimos volver al Sidorme Girona en busca de las bondades de su aire acondicionado. Como suele decirse (¿y la frase no es de «El Padrino»?), recibimos una oferta que no pudimos rechazar. Llegamos al hotel el viernes por la noche y Elisa, en una anagnórisis clásica, se sonrojó al reconocernos después de más de dos meses. Nos confesó lo orgullosa que estaba de que la hubieran felicitado desde la central e incluso nos invitó a desayunar a la mañana siguiente. Y todo por una simple nota de agradecimiento al hotel. Estamos tan acostumbrados a ir por la vida quejándonos de todo, que no somos capaces de ver cuándo algo o alguien es excepcional en lo que hace. Y si lo vemos, somos demasiado tacaños para hacer un simple elogio.

Y si me gustó la primera vez y por ello envié un correo de agradecimiento, ¿por qué no hacerlo después de la segunda? Mi madre sostenía que le parecía excesivo, pero hay pocas personas que entiendan realmente el significado de esa palabra. Así que escribí otra nota de agradecimiento a la central (diferente a la de la vez anterior, aprovechando el hecho de que pretendo ser escritor), un correo a la gerente del hotel y una más a recepción. Y tuve tres respuestas.

Pero mira por dónde, la ola de frío siberiano, que ya parecía un episodio relegado al pasado, algo para contar a nuestros nietos en esas noches tormentosas en que nos quedamos sin fluido eléctrico, llega a Italia y, gracias a poderosos fenómenos atmosféricos que escapan a la comprensión de un pobre lego como yo,  gira sobre sí misma y se dirige de nuevo hacia la península ibérica con vigor redoblado e intenciones aviesas. ¿Acaso tengo yo la culpa? Y conjugándose con los elementos, de nuevo nos llega una oferta del Sidorme Girona vía booking que, una vez más, nos vemos incapaces de rechazar. De acuerdo, enseguida nos viene a la memoria aquel sketch de Martes Trece: dos compañeros que trabajan en una enorme multinacional y no se ven prácticamente nunca coinciden en uno de los pasillos de la empresa. ¡Cuánto tiempo! Apretones de mano, efusivos abrazos, promesas de llamarse por teléfono para quedar a tomar algo. Ese mismo día, al cabo de sólo unas horas, vuelven a encontrarse por casualidad en el mismo pasillo. ¿Y no tenemos la impresión de que hay menos efusividad en los nuevos abrazos?  A partir de ese momento, cada uno de los compañeros se mueve con el sigilo de una boa constrictor cada vez que tiene que cruzar ese pasillo. El sketch no sólo es genial, sino que refleja algo que todos tenemos en algún lugar de la mente. ¿O lo tienen sólo los tímidos? Qué más da. En cualquier caso hace mucho que vencí aquella timidez paralizante que me aplastó durante años y forma parte de «Asquerosamente sano», esa novela que espero publicar. Así que volvimos al Sidorme Girona por tercera vez. Y la relación calidad-precio del hotel seguía igual de insuperable que de costumbre, sus habitaciones tan limpias y sus camas tan apropiadas para… para las escapadas románticas como lo han sido siempre. Y también estaba Elisa, siendo como siempre es, ella misma. 

Y hubiera escrito una crítica fabulosa en el tripadvisor, pero no me han dejado. Así que la escribo aquí, porque en mi blog escribo lo que quiero. ¿Enviaré una nueva carta a la gerencia del hotel? Se aceptan apuestas.

Viaje con nosotros a mil y un lugar (El Escuadrón de la Muerte. 2ª Parte)

Dejamos ayer al intrépido Jorjune inmerso en profundas disquisiciones semánticas en torno al uso de «exactamente» por los cerebros privilegiados de Transportes Metropolitanos de Barcelona. Pero prosigamos con su aventura subterránea:

«Hace años uno esperaba y esperaba en el andén a que llegara el tren sin saber muy bien cuándo iba a suceder eso. Si tenías prisa por llegar a clase -pues precisamente esa mañana tenías un examen final de lógica de segundo orden, por ejemplo- no era extraño que hubiera algún retraso en la red de metro, con mayor probabilidad en la línea en la que tú viajabas. La prisa por llegar al examen, los nervios propios de un día así, y la incertidumbre de cuándo llegaría el maldito tren se conjugaban sinérgicamente para producir en nuestro estómago un dolor muy parecido al de una úlcera, pero en plan sano. Por fortuna, todo eso pertenecía ya al pasado como las neveras de hielo, las botellas de sifón y las motos con sidecar. Ahora un moderno ingenio electrónico situado a dos metros de altura sobre el andén te avisa del tiempo, en minutos y segundos, que tardará en llegar el próximo tren a tu estación: 3:53, 3:52, 3:51…. Es incluso emocionante seguir esa especie de cuenta atrás, como si estuviéramos aguardando el lanzamiento de un cohete a la Luna (o a Marte, que ahora mola más). Cuando ya faltan sólo 49 segundos y te levantas del asiento para intentar colocarte en pole position, el reloj, como por arte de magia, se pone de nuevo en 1:15. Es decir, que hace sólo un momento faltaban 49 segundos para la llegada del convoy, y ahora mismo todavía queda 1 minuto y 15 segundos. Y no es que yo sea un hacha en física, pero -paradojas einstenianas aparte- ¿el tiempo no se mueve hacia adelante? Porque está claro que el metro puede ser un poco más rápido que el bus, pero ni de lejos viaja a la velocidad de la luz (imagínense la subida de tarifas). En cualquier caso, ¿qué importa esperar unos segundos más? Somos seres humanos, ¿no? Subimos la vista y comprobamos que ahora sí faltan 52 segundos para la llegada del tren. Resulta reconfortante saber que ya está ahí, no cómo años atrás, siempre con el corazón en un puño. Sin embargo, al volver  a mirar el reloj -sólo por hacer algo- descubrimos que, no me jodas, de nuevo ha saltado hacia atrás, y ahora falta de nuevo 1 minuto y 15 segundos. Y ahora sí, ahora empiezo a ponerme nervioso. Comienzo a pensar que antes era mejor, que el asunto de la incertidumbre no ha cambiado para nada, pero que ahora encima te toman el pelo. Me entran ganas de matar el tiempo, literalmente. Saltar en el aire y esmachar el puto reloj como si fuera una canasta de baloncesto en los últimos segundos  de una gran final de la NBA. Pero no, el tren ya está ahí, por fin.

Entramos y logro sentarme en uno de esos asientos reservados a ancianos y mujeres en estado de gestación. Una mujer de unos sesenta años cuyo hijo debe ser cirujano plástico en periodo de prácticas me mira con ojos de basilisco. Y yo le cedería el asiento gustoso, pero seguro que no vería con agrado tal muestra de cortesía, pues de ese modo ¿no estaría reconociendo su verdadera edad? Así que sigo con «La conjura…» hasta que, en un momento del viaje, noto como una presencia ominosa en el vagón, levanto la vista del libro y…. ahí está: el muy temible, el implacable, el legendario… Escuadrón de la Muerte. 

Un  Escuadrón de la Muerte está formado por cuatro miembros del personal de TMB especialmente seleccionados por sus poses aguerridas, sus espíritus belicosos y sus elevadas tasas de testosterona. Su arriesgada misión consiste en comprobar los billetes de los viajeros y, de paso, disuadir de colarse a los escépticos. Pero su trabajo les gusta, y se les nota. Cuando se les ve entrar por sorpresa en un vagón -cual halcones lanzándose en picado sobre su presa- el respeto y natural temor ante la autoridad brota como por ensalmo en los pechos de las gentes de bien, mientras que los pillos y los rufianes que pretenden viajar sin pasar por caja contemplan con estupor cómo el pánico cunde en sus pequeños y mezquinos corazones.

Los había visto en acción, persiguiendo a niñatos imberbes en busca de aventura y adrenalina, hostigando a inmigrantes malnutridos y, en general, desplegando toda su arrogancia y potestad con los elementos más peligrosos del crimen organizado. ¿Su modus operandi? De repente, como un solo hombre, entraban en tromba en uno de los vagones provocando arritmias y taquicardias entre el pasaje, y entonces, igual que habían entrado, saltaban de nuevo al andén. O se quedaban y pedían los billetes aleatoriamente, tú sí, tú no, conscientes de que el ser humano necesita patrones, regularidad, certidumbre, mientras que el azar y el caos colapsan su mente.

Y ahí están ahora mismo, muy cerca de mí. Es cierto que hay mucha gente que se cuela en el metro. Y con la galopante crisis económica y las obscenas subidas en las tarifas, ¿era realmente poco ético colarse? Yo mismo he visto a jovenzuelos y no tan jóvenes saltar por encima de los torniquetes. Pero no me veía a mí mismo saltando por ahí como un Silvester Stallone cualquiera anunciando un traje de Emidio Tucci para el Corte Inglés. No, yo no. Yo prefería pasar con la tarjeta rosa de jubilada de mi madre. Algo que sólo hago en fechas señaladas como la de hoy: ¿quién iba a sospechar la aparición de un Escuadrón de la Muerte en plena retransmisión televisiva de un Barça-Madrid? ¿No deberían estar viendo el clásico deportivo bien calentitos en alguna sala de descanso para el personal de TMB?

Uno de los miembros del escuadrón, un calvo de unos cien kilos con unos antebrazos tan peludos que en lugar de llevar tatuajes se había hecho unos dibujos con un cortacésped, se acerca peligrosamente a mí. Y es cierto que a pesar de que en la báscula sólo doy 71 kilos, años y años de entrenamiento han dejado en mis brazos unas venas como tuberías que deberían ahuyentar a cualquiera con intenciones aviesas. Pero estamos en invierno, y llevo puesto un forro polar y un jersey de cuello alto y no sé cuántas prendas más. Ahora sabré cuánto es exactamente entre 50 y 600 euros. Eso, o darle un puñetazo en la nariz al memo este con toda mi fuerza. Y entonces, cuando ya siento su aliento en mi cogote, levanto súbitamente la cabeza de la novela que aparento leer, y con una velocidad que le coge completamente desprevenido me oigo decir a mí mismo: «Odio el fútbol».

El tipo se me queda mirando con las venas de su cuello de toro tensas como cuerdas de piano. Y tras unos segundos que transcurren lentos como eones, inesperadamente, me susurra al oído: «Yo también». Y he aquí que acaba de nacer una bonita amistad».


Viaje con nosotros, si quiere gozar…. (el Escuadrón de la Muerte)

Algún seguidor de este blog me ha comentado que sería interesante que incluyera de vez en cuando algún extracto de la novela. La sugerencia es tentadora, sí… Realmente tentadora. Pero después de pensarlo detenidamente, he decidido desoír esos cantos de sirena…, por el momento. Entendedme, no puedo sacar aún toda la artillería pesada. Y seguro que me lo agradeceréis cuando, con mi novela publicada ya en vuestras manos, cómodamente arrebujados en vuestro sillón de orejas favorito junto a la chimenea, o estirados en una hamaca al borde de la piscina, os interroguéis acerca de qué diablos pasará en la siguiente página.

Sin embargo, sí que podría escribir aquí un capítulo inédito de «Asquerosamente sano», un capítulo que finalmente decidí no incluir en la novela. En él, nuestro protagonista, el intrépido Jorjune, vive una aventura bajo tierra que no tiene nada que ver con ninguna novela de Julio Verne. Bien, vamos allá.

«No fumis als vestíbuls. No fumis a les andanes. No fumis als trens. Al metro està prohibit fumar. Civisme al metro, si us plau». Incluso a un no fumador de toda la vida como yo le entra un deseo irrefrenable de salir corriendo, comprarse un paquete de Celtas, volver a entrar en el metro con cuatro o cinco cigarrilos en la boca y empezar a leer «El Quijote» en voz alta al estilo apache, empleando para ello señales de humo. Y cuando ya me he vuelto a concentrar en el libro que estoy leyendo («La conjura de los necios»)  se oye por los altavoces lo que amenaza con convertirse en todo un clásico: «Está totalmente prohibido bajar a la zona de vías». Me encanta cómo lo dice, con ese ritmo pausado, incluso pedagógico, con esa vocalización extrema, como si en lugar de a seres humanos  el mensaje estuviera dirigido a animales de compañía. ¿Y para qué coño voy a bajar a la zona de vías? La mera idea de que un convoy irrumpa en la estación en el preciso momento en que yo estoy bailando un zapateado sobre las traviesas y me convierta en pulpa destinada a la fabricación de papel higiénico no me vuelve loco. Y de todos modos, si me apeteciera suicidarme me importaría una mierda que me prohibieran tirarme a las vías. Si de verdad me apeteciera suicidarme me compraría un disco de villancicos versionados por el gilipollas de la megafonía. Joder.

Vuelvo a sumergirme por enésima vez en la novela que intento leer mientras espero, y cuando ya me encuentro absorto en las aventuras del bueno de Ignatius y ni siquiera soy consciente de que leo letra impresa, mi amigo el cretino vuelve a la carga: «Para su seguridad, esta estación está dotada de cámaras de vídeo vigilancia». Sin duda, la idea me reconforta. Si una banda de skinheads tatuados hasta la lengua y armados de bates de béisbol y puños americanos me rodeasen ahora en el andén, quedaría todo convenientemente registrado para el Telediario de la sobremesa y así Gabi, mi sobrino de seis años, podría exclamar «¡Mira el tito!» mientras un idiota que se hizo skin para disimular su alopecia me patea el culo con sus botas Doc Martens en todas las televisiones del país. Sí, ahora ya me siento más tranquilo.

Decido cerrar «La conjura de los necios» porque la idea de desperdiciar así una obra maestra me atormenta. No es fácil encontrar una novela realmente buena, quiero decir buena de verdad, una de esas novelas que no quisieras terminar nunca y el mero hecho de constatar que apenas te quedan cien páginas para llegar al final te produce un dolor físico. Así que me entretengo con un tríptico que hay tirado en el suelo frente a mí y leo: «Si te cogen sin billete pagarás exactamente entre 50 y 600 euros». De inmediato, una duda más que razonable irrumpe en mis laberintos neuronales como una vía de agua en un buque torpedeado. ¿Qué significa exactamente «exactamente entre 50 y 600 euros»? ¿A alguien se le ocurre algo más inexacto que ese «exactamente»? ¿Nos hemos sumergido inadvertidamente en las  oscuras y procelosas aguas de la mecánica cuántica, y debemos apelar al principio de incertidumbre de Heisenberg?

Pero si queréis saber cómo termina este capítulo inédito de las aventuras de Jorjune, y qué es un Escuadrón de la muerte, tendréis que leerme mañana viernes. Os espero.