Hasta que los corderos se conviertan en leones

Ella le suplicó que no acudiese a la manifestación, que no iban a arreglar nada y además era peligroso. Él la tachó de sumisa y cobarde, aunque estaba perdidamente enamorado de ella. 

Se habían conocido apenas un mes antes en una discoteca y desde entonces cada encuentro había sido más intenso que el anterior. Ella era enigmática y un punto distante, pero tan hermosa y ardiente en la cama que no podía quitársela un minuto de la cabeza. Y él era un tipo grande y peligroso, demasiado rígido y desobediente como para acatar unas normas que le parecían estúpidas.

Pensaba que irían juntos a aquella manifestación. Ambos estaban de acuerdo en que aquella política de recortes no podía seguir, que aquellos políticos hipócritas deberían haber comenzado predicando con el ejemplo y recortarse su propias prebendas. Pero ella se excusó alegando que no podía faltar a su trabajo, que tenía que pagar una hipoteca,  todas esas razones que la gente da cuando no quiere hacer lo que tiene que hacer. 

La noche del día programado para la manifestación se despidieron de una manera tan fría que él se giró para ver cómo aquella rubia cabellera brillaba bajo la tenue luz de una farola y luego se apagaba como tragada por la oscuridad, preguntándose si volvería a acariciar aquellos rizos dorados. Y al día siguiente él estaba allí, al frente, sintiéndose como un guerrero medieval antes de comenzar la batalla. Bajo sus holgadas ropas llevaba una auténtica armadura. Coderas, espinilleras, un chaleco blindado que le protegía toda la zona del tórax. Un casco de moto, unas botas con puntera de acero, guantes de trabajo  y un par de puños americanos (Dios salve a América) completaban el atuendo. 

La carga policial no se hizo esperar. En cuanto el político de turno dio la orden los antidisturbios, ahora «brigada móvil» aunque con aquel eufemismo no engañaran a nadie, empezaron a repartir estopa. Estar al frente de una manifestación puede subir la adrenalina de cualquiera, una hormona que multiplica tu fuerza de tal manera que lo que considerarías una proeza física sin precedentes se convierte en algo posible. Los manifestantes coreaban proclamas y corrían. Las porras de los antidisturbios caían una y otra vez inmisericordes sembrando el pánico, pero él tampoco era manco, y rompió alguna que otra rodilla policial de una patada, y quizá un par de costillas. En aquel campo de Agramante en que se había convertido la manifestación tras unos minutos, consiguieron acorralar, él y un par de individuos más, a uno de aquellos policías que había cometido el error de separarse de sus compañeros. Y fuera de la manada, un lobo no es nada. Sobre todo si tres tipos con puños de hierro y la sangre latiendo en sus sienes consiguen rodearlo.  A veces los corderos se convierten en leones. 

Fue él quien dio el primer golpe, y también el último, pues fue tan demoledor que el policía cayó al suelo en medio de una serie de espasmos. Los otros salieron huyendo, pero él no. No él. Se arrodilló para quitarle el casco y contemplar su trofeo, escupirle a la cara, rematarlo si era necesario. Fue entonces cuando volvió a ver los rizos dorados de aquella rubia cabellera.

Jorge Romera 

 1 de octubre de 2012