Compañeros de habitación

Apenas me quedaban unos pavos en el bolsillo, pero el frío arreciaba de tal manera que decidí buscarme un hotel. Nunca me han gustado los lujos, el glamour de los hoteles de cinco estrellas me produce acidez de estómago y peligrosos picos de misantropía, pero con aquella ola de frío polar los cajeros estaban a rebosar, y la semana previa a la Navidad había sido inesperadamente fructífera. El buen corazón, aparentemente larvado durante el resto del año, parece despertar de su bostezante letargo en cuanto las luces de las calles se iluminan, los niños piden juguetes como si no existieran las comas y la megafonía de los grandes almacenes se empecina en inundar nuestras embotadas mentes con villancicos de nostalgia contrastada y gusto cuestionable. 

Un compañero de la calle poseía un smartphone -según él para comunicarse vía whatsapp, no me pregunten con quién- y se lo pedí para buscar un hotel. Por aquel entonces hacía mucho que no poseía una tarjeta visa, pero nunca está de más echar un vistazo a las críticas. En realidad esto no era más que una tontería, una costumbre inútil que se negaba a desaparecer, pues mi capacidad de selección era directamente proporcional a mi poder adquisitivo. Pero la ilusión de que aún podía elegir resultaba extrañamente reconfortante, como a ese condenado a muerte al que preguntan qué desea cenar la noche antes de la ejecución. ¿De cuántas maneras podemos engañarnos a nosotros mismos?

La recepción del hotel parecía la cubierta de un barco fantasma que hubiese navegado a la deriva durante siglos. Y si toqué la campanilla que se apoyaba sobre la polvorienta mesa fue para romper el encantamiento más que nada, pues la recepcionista tardó eones en materializarse, y no era una de esas bellezas que aparecen siempre en los halls de los hoteles para dar la bienvenida a Bond precisamente.  

La habitación no estaba mal. Una cama individual, una mesita, un lavabo… Sobre la mesilla de noche descansaba un cenicero de cristal de cuyo interior asomaban dos condones usados. Ah, ¿qué sería de los hoteles sin estas amenities?  Y sí, había televisión, como la recepcionista me había asegurado, pero era tan diminuta que hacían falta unos prismáticos para verla, y la habitación no era muy grande. Probé el aire acondicionado, que era el plato fuerte de mi fantasía, pero no funcionaba. Quién lo hubiera dicho. El cuarto de baño era de concepción minimalista. La bañera era tan estrecha que había que bañarse de lado. Si te sentabas en la taza no podías cerrar la puerta, y no podías cerrarla antes de sentarte porque el lavamanos -tan pequeño que había que lavarse las manos por separado, lo que desautorizaba el uso del plural- estaba delante de la puerta. 

Aquella noche me costó conciliar el sueño. El olor a pies en la habitación era espantoso. Las paredes eran tan delgadas que no es que se oyera todo lo que acontecía en las habitaciones adyacentes, es que incluso podía olerse. Una de aquellas camas chirriaba como si estuviesen ensayando sobre ella acrobacias circenses. Y se entrenaban en serio, a juzgar por la intensidad de los jadeos. La voz femenina era siempre la misma aunque, curiosamente, la del hombre cambiaba cada media hora. ¿Es posible que además de acróbata fuese ventrílocuo? 

Tras aquella noche toledana decidí quejarme enérgicamente a la dirección del hotel. La directora, que no era otra que la recepcionista, me aseguró que no me devolvería el importe de la semana que yo, tan cándidamente, había pagado por adelantado. Le exigí una solución de compromiso y me propuso alojarme en otra habitación, la única que le quedaba. Pero tendría que compartirla con otro huésped.

Aquel hoyuelo en la barbilla me recordó inmediatamente a Kirk Douglas, aunque no desprendía su carisma sino más bien cierto tufo a confesionario que daba algo de grima. Pero el aire acondicionado funcionaba, y el tipo al menos no roncaba. Algo es algo. Se empeñaba en cerrar los ojos y guardar silencio con las manos muy juntas cada vez que se proponía comer cualquier cosa, aunque fuese un donut, y una vez me preguntó si creía en Dios.

–Dime, ¿qué es para ti Dios, hijo mío?

–Cuando estoy durmiendo en la calle muerto de frío y sin nada que llevarme a la boca, cierro los ojos y ruego por que todo cambie… El tipo que me ignora, ése es Dios.

Se enfadó mucho cuando le di esa respuesta, como si no fuese lo que piensa la mayoría de la población, y a partir de entonces me apremiaba con acritud cada vez que entraba yo en el lavabo.

–¿Qué hago yo compartiendo un mísero aseo? ¿Cómo he podido terminar así? Yo, que he tenido para mi uso exclusivo cuatro cuartos de baño. ¡Cuatro!

Y yo me preguntaba para qué diablos quiere cuatro cuartos de baño alguien que vive solo, si no es porque sufre de incontinencia urinaria. Pero el tipo era un megalómano de cuidado, siempre hablando de palacios, cónclaves, sínodos, Pastores Supremos y cosas por el estilo. A veces se le iba la pinza y se ponía a perorar en latín, como aquella vez que irrumpió en el baño pensando que estaba solo y me encontró sentado en la taza mientras hojeaba una revista pornográfica. Se puso como loco. Yo no tengo ni idea de latín -aparte de fellatio cunnilingus; ah, sí, y quid pro quo pero por la algarabía que montó yo diría que no me estaba dorando la píldora precisamente. 

Aunque lo que me decidió a marcharme de allí, aún quedándome una noche pagada, fue algo de lo que me enteré al oír clandestinamente un fragmento de conversación entre dos huéspedes del hotel.  Aquel santurrón que parecía usar desodorante con olor a incienso había estado a punto de ir a la cárcel acusado de pornografía infantil y pedofilia, allá por el año 2019. Sí, ya ha llovido mucho desde entonces. Algún pez gordo movió los hilos para que los cargos quedaran en nada, pero el tipo del hoyuelo perdió todas sus prebendas. Y si hay algo que no soporto en este mundo es la hipocresía.

¿Cómo se llamaba? No logro recordarlo, pero sí recuerdo que una noche en la que había bebido más vino Don Simón de la cuenta –in vino veritas- me dijo su nombre, y yo me tomé la libertad de hacer una burda asociación de ideas con su nombre y el de un famoso actor porno, Rocco Siffredi, el semental italiano, lo que previsiblemente le sacó de quicio. No, no era Rocco, pero sonaba muy parecido… 

 

 

Jorge Romera

23 de febrero de 2015

 

 

Ferrari

Con cincuenta años cumplidos, su encanto comenzó a marchitarse como un ramo de rosas abandonado en mitad del desierto por una novia despechada. Los chulazos de treinta y tantos, de cuerpos anabolizados y abdominales con tabletas de fantasía, habían empujado a Pedro al borde del precipicio de la invisibilidad cibersexual, si no se había estrellado ya en el fondo del abismo.

En la era de internet, el espíritu de los tiempos había cambiado hasta relegar al género masculino al papel de mera comparsa en el cortejo sexual. Los sitios de citas, las páginas de contactos, florecían como amapolas en un campo de trigo antes de la siega estival. Y en esa situación de proporciones globales, las mujeres se habían convertido en las reinas absolutas, diosas indiscutibles y todopoderosas del Valhalla cibersexual. 

Tipos poco agraciados que antaño podrían haber ligado en una discoteca de pueblo con un poco de suerte y mucha labia, se veían ignorados como si fuesen parias, verdaderos intocables de las páginas de contactos. Tras abrirse un perfil en cualquiera de aquellos sitios web, henchido su pecho por la ingenua ilusión del principiante, eran desterrados al limbo de los perdedores en menos tiempo del que tardaban en redactar «cuatro cosas sobre mí». Con sus cutis cenicientos, sus papadas incipientes, sus bolsas bajo los ojos y sus caretos de pringao, eran carne de psiquiatra o de foros de puteros donde se daban ánimos en un patético quid pro quo, o intercambiaban bienintencionados consejos sobre esta o aquella mercenaria del amor. Corrían tiempos duros para los carrozones sin pasta. 

Desempleado, cincuentón, viviendo con su madre enferma, invisible en la red, Pedro decidió urdir una estrategia ganadora. Acababa de ver «El precio del poder» y aquel dirigible surcando el cielo nocturno de Florida con la célebre frase en letras de neón, The world is yours, reverberó en su retina durante días. El mundo es tuyo. Estudió sus posibilidades y se dijo a sí mismo que había que intentarlo. Invirtió todos sus ahorros en un buen traje, unos zapatos hechos a medida, una camisa que no pareciera comprada en el mercadillo que había los miércoles por la mañana cerca de su casa y un buen corte de pelo. Luego se dirigió al concesionario Ferrari de aquella ruidosa y post-olímpica ciudad y preguntó por el director.

–Estoy buscando trabajo.

–¿Tiene experiencia con la mecánica de estos motores?

–No, pero hablo inglés y trabajaré por la mitad del salario mínimo interprofesional.

Aquella era una oferta que un buen director difícilmente podría rechazar. La mitad del salario mínimo interprofesional. ¿Quién dijo que la esclavitud había sido abolida? Además, la mayoría de sus clientes eran rusos, chinos y árabes, una clientela muy selecta que no hablaba una palabra de castellano y con la que siempre tenía problemas de comunicación.  

En apenas un año se había ganado la confianza del director del concesionario, y con ella las llaves del taller. El mismo día que recibió aquellas llaves se abrió un perfil en bambú, una de las páginas de citas más rabiosamente calientes y populares de la red, y en el espacio destinado a informar sobre su profesión escribió «empresario». 

Como por arte de magia su caché subió exponencialmente. De la noche a la mañana había pasado de ser un pobre diablo a un soltero de oro. Abreviando: su bandeja de correo se colapsó. Ah, ¿qué fue del romanticismo…? Las citas empezaron a sucederse sin solución de continuidad, una tras otra, como si en la vida no hubiese hecho otra cosa. Y su modus operandi era siempre el mismo: quedar con la belleza de turno en alguna terraza y llegar cinco minutos tarde con el último Ferrari reparado en el taller. El efecto era sencillamente demoledor. Las mujeres se desmayaban como Stendhal tras la contemplación de la Basílica de la Santa Croce en Florencia. Luego iban a cenar a un restaurante caro y él siempre se olvidaba la cartera en la guantera del Ferrari… Y tras una noche de placer -y no solo gastronómico- desaparecía sin dejar rastro. 

Pero aquella cita era diferente. Ella pareció ver en él algo especial, algo que ninguna otra parecía haber visto antes, y con esa sensación en la mente estuvo a punto de acudir a pie. Los hábitos, sin embargo, terminan por convertirse en cadenas de hierro que nos esclavizan, y al final no pudo vencer la tentación de presentarse al volante del último Ferrari, sus 900 caballos rugiendo como dragones de cuento. Ya lo dijo Oscar Wilde, la mejor manera de vencer la tentación es caer en ella. 

Ella estaba soberbia, tan deslumbrante que el Ferrari pasó desapercibido para la concurrencia, eclipsado por aquella belleza sobrenatural. Y en la mesa ella demostró un apetito insaciable que denotaba cierta inclinación por los placeres mundanos. Solo de pensarlo notó un tirón allá abajo, una promesa de lujuria que provocó que su boca se inundara de saliva y la sangre fluyera hacia lugares predecibles de su anatomía. Tras la opípara cena ella se disculpó, se levantó de la mesa y se dirigió al baño. Sí, quizá se había pasado un poco con la langosta. Él sintió la irresistible e inequívoca sensación del placer anticipatorio y se dejó llevar por ella, hipnotizado por el pensamiento de lo que vendría a continuación. El camarero, impecable durante toda la cena, se acercó a la mesa y le entregó una nota:

Ha sido una velada maravillosa y tú eres un hombre tan interesante… Pero odio los Ferrari, me recuerdan demasiado a mi ex-marido, en especial si tienen exactamente la misma matrícula que el suyo…

Pedro miró al camarero y esbozó una sonrisa:

–¿Dónde está la cocina?

 

 

 

Jorge Romera 

22 de enero de 2015

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