Cuando llegué al tanatorio con mi madre ya tenía ganas de volverme a casa. Y es un lugar acogedor, no crean. En la entrada incluso hay coronas de flores con los escudos del Barcelona, el Español y el Real Madrid para esos difuntos para los cuales el fútbol era algo más que una pasión. Son detalles que me enternecen, que me empujan a meditar sobre la materia de la que estamos hechos.
El finado, un nonagenario vecino de la escalera, estaba en un féretro colocado en una sala adyacente, y mientras los familiares departían sobre el siempre emocionante comienzo de la liga, yo opté por dedicarle unos minutos al verdadero protagonista.
Se estaba bien allí, el sofocante calor apartado momentáneamente gracias a la tecnología. ¿Qué sería del verano sin aire acondicionado? Sí, lo sé, la industria de los desodorantes todavía obtendría mayores beneficios. Una lástima.
De pie, frente al difunto, no pude evitar pensamientos graves, profundos, realmente trascendentes. Algunas de las preguntas fundamentales que me empujaron a matricularme en Filosofía se colaron en mi embotado cerebro como polizones en un barco. Luego fueron descartadas, echadas al océano de la basura mental, sí, como polizones pillados in fraganti. Ah, las preguntas fundamentales… Supongo que por eso abandoné la carrera. De todos los tipos de onanismo, el mental es el menos satisfactorio…
Así que ahí estábamos, el difunto y yo, sólo separados por un cristal. El placer del aire acondicionado me llevó a pensar que, quizá, en la zona en la que estaba el féretro el aire debía de ser más fuerte, por una pura cuestión de higiene sanitaria. Ese pensamiento pareció quedar en estado latente, flotando en esa especie de limbo al que van a parar esos impulsos eléctricos que son nuestras más tontas ideas hasta que, durante un ocioso examen de la indumentaria del difunto, me pareció percibir algo que sobresalía del bolsillo superior de su traje. Me acuclillé, agucé la vista y…, no había duda, aquello era un billete de 500 euros.
Sin duda la potencia del aire acondicionado había provocado, merced a cuestiones físicas susceptibles de ser traducidas a sesudas ecuaciones, un movimiento lateral del billete hasta sobresalir del bolsillo. Quizá el finado lo guardó en aquel traje, lejos de los ojos de Argos de su esposa, a la espera de una ocasión propicia para gastarlo, quién sabe en qué, eh, viejo tunante… Pero allí estaba, esperando a que alguien con verdaderas necesidades le echara el guante. Después de todo a él ya no iba a hacerle ninguna falta, y el mito de las monedas para Caronte, el barquero de la laguna Estigia, estaba un poco desfasado. ¿Me siguen?
Intenté abrir la puerta de la sala donde estaba el féretro, pero estaba cerrada con llave. ¿Qué podía hacer? Pensándolo ahora me avergüenzo de mi proceder, pero supongo que fue el calor. No lo sé, a veces hacemos cosas que ni siquiera imaginamos que haríamos jamás.
-¡El difunto! ¡Acaba de moverse!- me oí gritar.
Los hijos del finado entraron como en tromba, su viuda se desmayó. Gritos, pisotones, carreras, exabruptos. Exclamaciones de «¡Milagro» y «¡Aleluya!» sonaron por todo el tanatorio como el eco de una salva de cañonazos.
Llegó el encargado con las llaves. Enfermeros con desfribiladores apartaron al respetable. Allegados de otros difuntos se agolpaban en la puerta de la sala. Helicópteros de la televisión local sobrevolaban la zona. Me introduje como pude en el interior de la habitación y, con la rapidez de un camaleón atrapando una mosca, me hice con el billete.
Mi corazón palpitaba, mis manos eran un torrente de sudor, verdaderas cataratas del Niágara convertidas en fluidos corporales. Salí a la terraza, ahora vacía de gente. Respiré hondo y me sentí como Dios, un lugar apropiado para ello. Entonces desarrugué el billete y ahí estaba: 500 eurazos contantes y sonantes. Y en el reverso podía leerse: «Imprenta Bermúdez. Fotocopias láser, flyers, serigrafía. Precios anticrisis».
Jorge Romera
7 de Octubre de 2014