Hay algo en el acto de desplazarse de un lugar a otro que tiende a provocar un cambio en nuestro espíritu. Soy consciente de que se trata de algo psicológico, que los problemas son lo primero que empaquetamos al hacer la maleta, y que el mero desplazamiento no nos librará de ellos, salvo, tal vez, que el fuego esté devorando nuestra casa. Pero si tengo que escoger entre un hotel de Barcelona, donde vivo, o de cualquier otro lugar para para pasar un fin de semana romántico, elegiré siempre el de una ciudad nunca antes visitada. Lo sé, coger el coche no es ecológico, pero el AVE es extremadamente caro, el avión me cansa con sus horarios estrafalarios, sus soporíferas colas y sus encargados de seguridad omnipotentes, y el barco no es una opción siempre disponible por motivos geográficos. ¿Y qué decir de esa sensación de vuelta a la infancia que nos envuelve cuando nos perdemos en una ciudad desconocida?
Así que ahí estábamos, Nuria y yo, a bordo de mi poderoso Daewoo, «Where the streets have no name» de U2 resonando a través de los altavoces del equipo de audio como un canto a la libertad. Y hubiera sido un viaje idílico, pero la carretera nacional que une Lérida con Zaragoza estaba cortada -agentes de la benemérita con cara de pocos amigos dándonos la buena nueva con imperiosas gesticulaciones- y la caravana de camiones que nos comimos provocó una bajada en nuestro promedio de velocidad que amenazó con acercarnos peligrosamente a cero. Debería haber cogido la autopista, lo sé, pero decidimos reservar todo el lujo para la estancia en el hotel.
En la entrada a Zaragoza, cómo no, mi GPS me hizo una jugarreta -otra más- y tomamos la salida que no era. Un detalle inane en realidad, si la maldita maquinita no me la hubiera vuelto a jugar en la siguiente bifurcación. No me cabe la menor duda: una de las pasiones de mi estúpido GPS es recalcular. Le fascina todo el proceso, con sus porcentajes in crescendo y la pantalla como idiotizada. Sí, le fascina recalcular. Le resulta orgásmico. Y a mí me saca de quicio. Pero yo era un hombre con una misión: llegar al Reina Petronila antes de que cerraran la zona de spa. ¿Para qué pagar por un 5 estrellas si luego te pierdes toda la diversión?
La visión por fin de Zaragoza patas arriba me tranquilizó. Las obras del tranvía parecían haber erosionado la epidermis de la ciudad y mi GPS se volvió loco de tanto recalcular. Como si le hicieran falta excusas. Ora, cual Tierra Prometida, veía la ansiada banderita de llegada en su pantalla, ora desaparecía. Más que perdernos hicimos un tour turístico. No había dado tantas vueltas desde que me subí a un tiovivo, hace ya algunos años. Y ni siquiera vi esa especie de Muro de Berlín, ese Telón de Acero que alguna luminaria del ayuntamiento ha decidido colocar para separar la calzada del carril bici. Nuria pensaba que habíamos reventado rueda, pero mi aplomo al volante y mi rostro a lo Daniel Craig revelando su impecable escalera de color en «Casino Royale», le devolvieron cierta regularidad a sus constantes vitales. Y sí, de acuerdo, perdí el tapacubos de una de las llantas, una cicatriz más en mi poderoso Daewoo, ¿pero qué es eso para un coche curtido en mil batallas?
Continuará…..
A pesar de todo fue un fin de semana idílico.A la espera de leer la 3º entrega,nunca había imaginado que mi vida contigo se convertiría en una novela,es todo un privilegio.