No fue fácil encontrar la entrada. La tupida vegetación y lo angosto de la fractura hacían invisible lo que ahí se ocultaba, y un caminante absorto en abstrusas meditaciones bien podría desaparecer como si se lo hubiera tragado la tierra. Literalmente. Habían pasado treinta años y sin embargo reconoció el lugar en cuanto lo vio. La estrecha grieta en la roca calcárea como una profunda herida producida por colosales fuerzas geológicas; la enorme roca encajada entre las dos paredes de la profunda garganta, suspendida a más de veinte metros del fondo del abismo como si un gigante juguetón la hubiera colocado ahí a modo de travesura infantil; sí, aquél era el lugar, no había la menor duda.
«Es aquí», sentenció él con aire de satisfacción. Anclaron la cuerda de escalada al tronco de un pino y rapelaron hasta el fondo del abismo, primero ella y a continuación él. En cuanto pusieron el pie en tierra firme la sensación de haber entrado en otro mundo se hizo innegable. El calor canicular que habían experimentado durante todo el día había desaparecido en cuestión de segundos. La luz del sol apenas llegaba en forma de sutiles rayos que conferían a las paredes de la garganta un aspecto irreal, onírico.
Caminaron por el fondo de aquella grieta gigantesca, laberíntica, sus pupilas dilatadas por la súbita ausencia de luz, sus corazones palpitando con mayor fuerza, sintiéndose los únicos habitantes de un nuevo mundo. Si se detenían y dejaban de respirar por unos segundos, el silencio era tan absoluto que les producía una especie de pitido en los oídos, algo insólito para un par de urbanitas.
Entonces vieron algo: una abertura en la roca. La entrada de una cueva. Hace treinta años, cuando él visitó aquel lugar por vez primera, no vio ninguna cueva. Y era improbable que nadie del grupo se diera cuenta de algo así. Pero aunque treinta años es un buen periodo de tiempo en la vida de una persona, apenas es un suspiro a nivel geológico. Era imposible que esa cueva se hubiese formado en ese lapso temporal. Tal vez había permanecido oculta por una roca. Pero, ¿dónde estaba ahora la roca?
Se dejaron de elucubraciones y encendieron sus linternas frontales. Un estrecho túnel les condujo a una sala de grandes dimensiones donde se alzaba una estalagmita que a ambos les recordó un falo ciclópeo. Siguieron por un corredor hasta una bifurcación y decidieron tomar el pasillo de la derecha. Atravesaron alguna gatera y al llegar a la entrada de una sima cuyo fondo no alcazaba a iluminar la luz de sus frontales optaron por regresar.
Por algún fenómeno de percepción sensorial, el camino de vuelta siempre nos parece distinto al de ida. Súmese a esto la oscuridad total, la ausencia completa de sonidos y un terreno resbaladizo y obtendremos dos personas desorientadas al final de la ecuación. ¿Habían encontrado dos bifurcaciones o acaso eran tres? Por desgracia, a ninguno de los dos se le ocurrió llevar consigo un cordel, aunque ambos conocían de memoria la historia de Ariadna y Teseo.
En el momento en el que la desesperación comenzaba a hacer mella en el ánimo oyeron una voz. Tal vez eran otros excursionistas. Justo en el centro de una nueva intersección un hombre viejo y delgado cuya única ropa parecía ser su larga barba estaba recitando algo, un poema, una saga, Dios sabe qué en una lengua que ninguno de los dos había oído jamás. Al oírlos llegar se detuvo súbitamente y los examinó con sus ojillos de pez abisal. Ella dijo que se habían perdido y el viejo, usando la misma lengua que ellos, les confesó que él mismo se había perdido en esa cueva mucho tiempo atrás. Había llegado hasta allí huyendo de la gente, la jauría humana, según sus propias palabras. No sólo era un misántropo convencido y un anacoreta, sino un apóstol del pesimismo. Ella replicó que no era posible ser apóstol y anacoreta al mismo tiempo, pues ¿a quién iba a convertir si evitaba todo contacto humano? El viejo lanzó un silbido espantoso y ambos pensaron que, de existir, ésa sería la risa de un reptil.
«Muy bien, jovencita. Os propondré un acertijo. Si cualquiera de vosotros dos da la respuesta correcta, saldréis de aquí». Aquello les sonó a los pasatiempos de Raymond Smullyan, pero no tenían nada que perder. Así que aceptaron, ¿qué otra cosa podían hacer?
«El rey de los optimistas es el optimista perfecto. Piensa que todo saldrá siempre bien, y acierta. El rey de los pesimistas es el pesimista perfecto. Piensa que todo saldrá siempre mal, y acierta. El rey de los optimistas y el rey de los pesimistas se enfrentan en combate singular. ¿Quién vencerá?».
Ambos se miraron a los ojos y se quedaron inmediatamente ciegos debido a la luz de la linterna frontal del otro. Se frotaron los ojos, pensaron, lanzaron hipótesis de trabajo, elaboraron argumentos, contrastaron conclusiones. Finalmente, ella habló.
«El rey de los pesimistas nunca puede ganar. Si pensara que va a ganar, entonces no sería el rey de los pesimistas. Por tanto tiene que pensar que va a perder. Y como es el rey de los pesimistas, acierta. De modo que pierde». El viejo les indicó el angosto corredor que se abría a su izquierda, ellos lo tomaron y al cabo de unos minutos estaban fuera de la cueva. Sonrieron y se felicitaron por su inteligencia. Caminaron hasta el lugar en que habían rapelado, sacaron unos cordinos de la mochila y después de hacer un par de nudos Prusik empezó a subir él por la cuerda fija mientras ella le animaba desde el fondo de la grieta. Estaba claro que bajar era mucho más fácil que subir, pero la vida es así. Ya veía el tronco del pino al que habían atado la cuerda horas antes. Un poco más y estaría arriba. Fue al llegar al borde de la pared cuando descubrió que el cabo de la cuerda de escalada no estaba atado al tronco del pino, sino que era el viejo de la cueva quien lo tenía asido por ambas manos.
«Es una imposibilidad lógica que el rey de los optimistas y el rey de los pesimistas coexistan en el mismo universo del discurso. Ésa era la respuesta al acertijo», sentenció el viejo. «Sin embargo, sí es concebible un universo del discurso en el que exista un rey del pesimismo. Y siempre piensa que si algo puede acabar mal, infaliblemente acabará mal». Entonces abrió ambas manos y la cuerda desapareció.
Jorge Romera
abril de 2012
Fantástico,como siempre.
Sí, comprendo la importancia del universo del discurso. Aquí abajo en el universo físico, con la que está cayendo, ya nadie te echa un cable para salir del atolladero. El acertijo es cómo llegar a fin de mes.
Desde aquí abajo te agradecemos estas pequeñas incursiones en el universo del discurso donde casi todo es posible. Es más creíble este cuento que la viabilidad de los presupuestos del Estado.
Escrito impresionante con final muy cruel.
Anacoreta, misántropo…. yo mas bien, al viejo de los ojos pequeños, le llamaría cabrón!
Muy bueno Jorge. Un placer leerte, como siempre.
No olvidaré el cordel para poder entrar en las entrañas del discurso.
Como buen boina verde sabes que hay que llevar siempre un poco de cuerda en la mochila, por si acaso 🙂
Un abrazo, Tino.