Cómo cambiar un neumático, o el peligro de ser original.

El otro día llegó a mi bandeja de correo un anuncio a través del cual una empresa buscaba autores independientes. Escribías y te pagaban: no sonaba nada mal. Sólo había que registrarse y redactar un texto de prueba. Las instrucciones eran las siguientes:

«Aquí tiene la oportunidad de demostrar su calidad como escritor. Por favor, tómese su tiempo para escribir sobre alguno de los siguientes tres temas: Su ciudad natal o preferida. Su formación o sus estudios. Cómo desarrollar un trabajo manual (por ejemplo, cómo cambiar un neumático)».

No me apetecía hablar de mi ciudad natal, y de ningún modo estaba dispuesto a rememorar mis estudios. Así que a pesar de que en mi vida he cambiado un neumático, y de que mi chica no se llama Gladys ni por asomo, escribí lo que viene a continuación. El texto excedía con mucho las 150 palabras exigidas como máximo, pero una vez escrito fui incapaz de recortarlo y lo envié íntegro en su totalidad. Sea porque el evaluador se ciñera al aforismo que asegura que lo bueno, si breve, dos veces bueno (máxima a la que se agarran todos los eyaculadores precoces que en el mundo han sido -salvo, tal vez, Baltasar Gracián), sea porque el evaluador se quedara tirado este fin de semana en la carretera y siguiera al pie de la letra mis indicaciones para cambiar su neumático pinchado, lo cierto es que al cabo de un par de días recibí un correo en el que se me informaba de que, desafortunadamente, no había superado el proceso de selección. No importa, ya me ganaré la vida de otro modo. Y para que no se pierda completamente en el olvido, he aquí el texto.

 

«Cómo cambiar un neumático 

No me gustan las bodas, pero la mejor amiga de mi chica había decidido pasar por el altar y finalmente no tuve más remedio que ceder. Se esperaba una mañana radiante, sin embargo las traviesas líneas isobaras nos jugaron una mala pasada, y cuando asomé la nariz por la ventana diluviaba de tal manera que no me hubiera sorprendido ver aparecer el Arca de Noé cabeceando por el horizonte. Mi chica, que se llama Gladys, se pasó con los tranquilizantes la noche previa ante la perspectiva de ser la dama de honor, y necesité un megáfono para despertarla. Por el aspecto de su semblante parecía que le hubieran disparado uno de esos somníferos que utilizan los del National Geographic cuando quieren dormir a un elefante para llevar a cabo algún estudio peregrino que justifique el documental. Incluso me maravillé de que sólo saliéramos de casa con cuarenta minutos de retraso, un detalle sin importancia si se pilota un poderoso Daewoo como el mío. Pero como suele decirse, los problemas nunca vienen solos, y al cabo de un par de kilómetros pinchamos. Lo que según se mire fue una suerte, teniendo en cuenta que los limpiaparabrisas -concebidos quizá para climas más secos- no daban abasto con aquel caudal de agua digno de las cataratas del Niágara. Nunca había cambiado una rueda, pero me dije a mí mismo que no podía ser peor que pasar por la consulta del dentista, y creo que ahí me equivoqué. Sacar todas las cosas que llevaba en el maletero (los sacos de dormir, la tienda de campaña sin terminar de plegar, las incontables latas de atún que siempre llevo por si me baja el nivel de mercurio en sangre, el caga Tió que compré para sorprender a mi sobrino las pasadas navidades y una máquina de coser -¿una máquina de coser?-) y depositarlas cuidadosamente en la cuneta mientras la lluvia empapaba mi esmoquin de alquiler, hizo que me replanteara mi visión del matrimonio. Sólo había un charco en la carretera y, gracias a algún proceso físico con explicación científica y a una hábil maniobra del conductor del coche que nos adelantó, parte del agua sucia que había en él pasó a mi esmoquin que, como no podía ser de otro modo, era blanco. Por suerte, las salpicaduras de barro que amenizaban mi antes impoluto aunque monótono traje apenas llamaban la atención, si se las comparaba con los enormes lamparones de grasa que el seis-en-uno (antes tres-en-uno) me dejó en mangas y pechera. Fue entonces cuando recordé que el anterior propietario me había confesado antes de vendérmelo, que el vehículo carecía de algo sin importancia, gracias a lo cual obtuve una sustanciosa rebaja sobre el precio original. Y en aquel mismo momento, con esa sensación de triunfo que acompaña a todo descubrimiento, caí en la cuenta de que nunca llegué a comprar el gato. Enfurecido conmigo mismo, con los elementos, con el inventor del automóvil y con los dioses levanté la vista de la carretera y ahí mismo, frente a mí, estaba Gladys. Y nunca sabré si lo que rodaban por sus mejillas eran lágrimas o gotas de lluvia».