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Acerca de asquerosamentesano

A ver... no fumo, no bebo, no me gusta comer, odio el fútbol. Hasta aquí todo normal. Ah, sí, también vivo con mi madre y tengo un perro. Nunca terminé la carrera de (ahhhhhh) Filosofía (perdón por el bostezo) y padezco de ergofobia. Soy un poco narcisista (lo justo para no tener barriga) y lo suficientemente irónico como para que nunca sepas cuándo estoy hablando en serio. Por cierto, he publicado una novelucha titulada "Asquerosamente sano". Es ácida, irreverente y sarcástica. No, yo no se la regalaría a tus hijos. Está en Queimada Ediciones y no es fácil de encontrar (si quieres algo fácil de encontrar, compra cualquier libro de recetas de cocina. Es lo que más vende en este país...). Te dejo mi correo electrónico por si quieres hacerte con los derechos de mi novela para llevarla a la gran pantalla (siempre que sea yo quien interprete el papel de protagonista. ¿Cómo? ¿Brad Pitt, dices? No me jodas): jorge_rp@hotmail.es Por cierto, también odio las terracitas y los vermuts dominicales. Y por encima de todo, detesto los restaurantes. Lo digo por si pensabas invitarme (para hablar de los derechos de autor, ya sabes).

Un paseo por Paseo de Gracia (Reflexiones sobre el precio de las cosas).

Un meteorito gigantesco impacta contra la península de Yucatán y los dinosaurios son ya historia. Un iceberg enorme surge de la nada en mitad de la noche y el Titanic se va a pique. A veces las cosas suceden así, sin previo aviso. Como ayer por la mañana: abro mi bote de proteínas… ¡y está vacío! Un bote de 1300 gramos, quién lo iba a decir. No sé por qué estúpido razonamiento había llegado a pensar que me duraría eternamente. Las palabras de Paul Bowles en «El cielo protector», de Bertolucci, me parecen ahora más proféticas que nunca:

 «Como no sabemos cuándo vamos a morir, llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todo sucede sólo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿Cuándo volverás a recordar aquella tarde de tu infancia, una tarde que marcó para siempre el resto de tu existencia? ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Cuatro, quizá cinco. Y sin embargo, todo parece ilimitado».

Sí, todo parece ilimitado. Como mi bote de proteínas. Me dirijo a la tienda de dietética de la que soy parroquiano desde hace tantos años que ni me acuerdo y escaneo los estantes en busca de lo que he venido a buscar, pero  no logro dar con ello. No, no tienen la «Whey Gold Protein», pero sí que hay un bote de «Iso Whey Protein» (Serie Élite). ¡Ostia puta! -exclamo al comprobar el precio.  Y por muy «serie élite» que sea, los 56 eurazos que vale me dejan sin aliento. Mónica, la dependienta, intenta quitarle hierro al asunto, y bromea diciendo que con esa proteína los músculos crecen solos. Cómo mínimo, contesto yo poniendo los ojos en blanco. Siento como si me amputaran una pierna cuando el dinero cambia de manos. Diez mil pesetas un bote de proteínas, afirmo categórico, en un último esfuerzo por apelar a la justicia divina. Mónica me mira con desdén, como si aún no me hubiese dado cuenta de que estamos en el siglo XXI: «No seas antiguo». Pero yo ya he traspasado la barrera de los cuarenta, y tendrían que hacerme una lobotomía para extirparme el conversor de moneda que llevo instalado en algún rincón de mi cerebro. Antes, con diez mil pesetas en el bolsillo podías hacer algo. Ahora eso es lo que vale un bote de proteína sintética de 1 kilo.  Y por muy «whey» que sea, no me parece nada guay.

Dejo en casa la proteína de las narices y decido dar un paseo por el centro de la city. Cómo no, cuando introduzco mi T-10 en la máquina del metro suena un pitido estridente que significa que la tarjeta está agotada. El tipo de Seguridad que está apostado detrás de los torniquetes de entrada con los brazos en jarra, las piernas abiertas y toda la pinta de meterse en el cuerpo un bote de proteína «whey» a diario, me mira con cara de pocos amigos. Por megafonía advierten que la multa por viajar sin billete es de 100 euros. Comete un desfalco, evade impuestos a través de paraísos fiscales, deja en la calle a tus trabajadores… y no te pasará nada. Pero viaja en el metro sin billete y todo el peso de la justicia caerá sobre tus escuálidos y mezquinos hombros. Me compro una T-10. Ha subido de precio, naturalmente. 9,25. A este paso cuando llegue la noche me habré arruinado. 

Bajo en Paseig de Gràcia y cuando salgo al exterior no puedo evitar preguntarme cómo es posible que a alguna luminaria del Ayuntamiento no se le haya ocurrido aún poner una especie de peaje para transitar por la calle más glamurosa de la ciudad. Puede que no todos los ricos sean guapos, pero está claro que la riqueza sí atrae a la belleza. Mujeres de piernas interminables y hombres con las botas por encima del pantalón y rostro de anuncio de maquinilla de afeitar te ignoran con estudiada indiferencia. Damas de avanzada edad y caras lifteadas, caballeros con injertos capilares y culos adaptados al cuero del asiento de sus Jaguar o sus Porsche, deambulan por allí con la naturalidad de un terrateniente dando un paseo por sus tierras. Y japoneses, muchos japoneses. 

Ahora la idea de dar un paseo por allí y repartir unas cuantas de mis tarjetas se me antoja ligeramente peregrina. La semana pasada encargué en la imprenta de al lado de casa cien tarjetas con mi nombre, mi dirección de correo electrónico y el nombre de mi blog. De un día para otro me hicieron ocho tarjetas de prueba para que pudiera elegir entre diferentes diseños y tipos de letra. Mi nombre en letras mayúsculas, en negrita, con minúsculas, en caracteres góticos, el nombre del blog bajo mi nombre, a la derecha, a la izquierda…. No fue una elección fácil, pero al fin me decanté por un tipo de letra de trazo suave, pues las mayúsculas y la negrita parecían denotar un ego desmedido que yo, ejem, aparento no tener.

Fue pagar las tarjetas y darme de bruces con un amigo de toda la vida. Le entrego una tarjeta, por supuesto, al tiempo que le hablo de mi  nuevo blog y de la novela aún inédita.

 -Hombre, muchas gracias por la tarjeta- afirma mi amigo con cara de agradecimiento forzado- Jorge Romero.

-Romera. Terminado en «a».

-Aquí dice «Romero»- asegura mi amigo con el aplomo de un oftalmólogo veterano.

-No, eso es una «a». Parece una «o», pero si te fijas tiene un palito a la derecha que cierra el círculo. Si no el nombre de mi blog sería osquerosomentesono, y no tendría ninguna gracia.

-Ah, pues yo estaba convencido de que se llamaba así.

-¿Cómo cojones se va a llamar «Osquerosomente sono»?- exploto yo. Es «Asquerosamente sano». Un oxímoron, joder. Como «silencio ensordecedor». ¿Lo pillas?

-Ah, claro. Un oxímoron, si. ¿En qué estaría yo pensando?

Y no sé qué me fastidia más, el hecho de que un amigo que conozco desde hace quince años no sepa cómo me llamo, o la sospecha de que la he cagado con las tarjetas. Pero no importa, ahora estoy en el Paseo de Gracia, con todo su encanto, su clase y su glamour. 

Me gustaría darme una vuelta por la Casa Batlló, esa joya de la arquitectura modernista. Ahí están los turistas japoneses disparando incansables sus cámaras digitales para dar fe. Le pregunto al tipo de la puerta cuánto cuesta la entrada. 18 euros. Dieciocho. Por Dios Bendito. Por ese precio uno espera que Antonio Gaudí en persona te reciba en la entrada de la casa con un abrazo de bienvenida, como mínimo.

Me detengo frente a una joyería. En el escaparate un Rolex de 14.575 euros me guiña el ojo en forma de destello. SUPERLATIVE CHRONOMETER puede leerse, y a mí no me cabe ninguna duda. Miro mi reloj, un Lotus, y me siento profundamente infeliz. Y eso que antes siempre llevaba Casio, pero la última vez que se me rompió fui al relojero con la idea de comprarme uno nuevo y cuando me enseñó aquellos relojes que parecían sacados del interior de un huevo Kinder Sorpresa me dije a mí mismo que ya estaba bien de relojes digitales, que quería algo distinto. Algo con… clase. El día anterior había visto «Los puentes de Madison» y ansiaba un reloj como el que lucía el bueno de Clint en la película. El relojero, un tipo maduro pero con aquel pendiente en la oreja que le daba un aire juvenil, me sacó un Viceroy y un Lotus. Sopesé ambos, los lucí por unos minutos en mi muñeca y luego, como Descartes, dudé. Entonces el relojero, hábil conocedor del alma humana y consciente del infierno por el que estaba pasando, señaló el reloj Lotus y sentenció: «este peluco es más guapo». Y me lo compré.

Y ahora mi Lotus languidecía frente a aquel Rolex. SUPERLATIVE CHRONOMETER. Ya lo creo, superlativísimo. Recordé aquel anuncio a toda página de los años 80 en el Selecciones del Reader’s Digest. En él, un juvenil Reinhold Messner, el mejor escalador del mundo, aseguraba: «tendría que estar loco para acometer la ascensión de un ochomil sin mi Rolex». Me imagino que lo que quería decir es que debería estar loco para subirse ahí arriba sin el patrocinio de Rolex. Y en eso estamos de acuerdo, Reinhold, la pasta es la pasta. Por suerte, al lado del Rolex de 14.575 euros hay otros más baratos que rondan los 6.000, y es que el que no luce un Rolex en su muñeca es porque no quiere. Pero si os apetece seguir mi paseo por el glamuroso Paseo de Gracia, tendréis que acompañarme mañana. Ahora voy a comprobar si esas proteínas son tan buenas como dicen.

Blue Hotel (El Sidorme Girona)

Lunes por la mañana. Inserto en mi equipo el primer CD que tengo a mano y la voz imposible de Chris Isaak se filtra por mis oídos y permea mi cerebro a través de sinapsis, axones y dendritas. Y cuando quiero darme cuenta, ya me siento mucho mejor. Pero mi mente es demasiado inquieta para conformarse con una simple sensación de bienestar, y gracias a una asociación de colores mi pensamiento se retrotrae al fin de semana pasado y el hotel Sidorme de Girona aparece en algún lugar de mi cerebro como si estuviera siendo proyectado en una pantalla de cine. Multisalas, me temo. Sí, ya lo habréis adivinado, el Sidorme es de color azul, como el hotel de esa pieza maestra de Chris Isaak.

Me propongo escribir una crítica más que favorable del hotel para Tripadvisor, pero me aparece la siguiente advertencia: «Recientemente has escrito una opinión sobre el Sidorme Girona. Léela aquí:  http://www.tripadvisor.es/ShowUserReviews-g1078741-d1105760-r121231776-Sidorme_Girona-Salt_Province_of_Girona_Catalonia.html.  Puedes escribir otra opinión sobre este hotel transcurridos al menos tres meses desde la anterior si lo has vuelto a visitar».

Es cierto, ahora lo recuerdo, estuvimos allí el 30 de noviembre de 2011 y escribí una reseña bajo el título de «Nos hemos vuelto muy pijoteras». En ella, y después de leer algunas críticas bastante discutibles de otros comentaristas de tripadvisor, arremetía «sutilmente» contra esos descontentos crónicos que no saben apreciar lo bueno cuando lo tienen delante de sus rinoplásticas narices. Me revientan las injusticias, no puedo evitarlo. Así que, en aquella ocasión y tras escribir una reseña encomiástica sobre nuestra experiencia en el Sidorme de Girona, decidí hacer algo más y envié una nota vía internet al apartado de «Atención al cliente» de la cadena Sidorme. En la nota elogiaba la filosofía low cost de la cadena y agradecía la posibilidad que nos brindaba de viajar y ampliar horizontes a los pobres diablos que, como yo, no tenían la suerte de poseer pozos petrolíferos. Dejaba  también caer en la nota algún nombre propio, como el de Elisa, la recepcionista de tarde, lo que tiene su mérito pues ¿cómo leer esas etiquetas con el nombre que llevan cosidas las recepcionistas en la camisa sobre la zona pectoral sin parecer un viejo sátiro sediento de lujuria? Pero la chica nos pareció tan amable a Nuria y a mí, su sonrisa tan deslumbrante y su simpatía tan sincera que no pude evitarlo. Forcé la vista hasta que se me pusieron los ojos saltones, y con la discreción y el aplomo de jugador de póquer que me caracterizan, anoté mentalmente su nombre en algún rincón de mi memoria. 

Esa misma semana recibí un correo de agradecimiento a mi nota de agradecimiento por parte de la gerente de los hoteles Sidorme Girona y Figueres, lo cual me alegró pues los seres humanos, o casi todos los seres humanos, llevamos escrito en el código genético el sentido de la reciprocidad. Y la cosa habría terminado ahí, pero hace dos fines de semana, la ola de frío siberiano cerniéndose sobre nuestras temerosas cabecitas, Nuria y yo decidimos volver al Sidorme Girona en busca de las bondades de su aire acondicionado. Como suele decirse (¿y la frase no es de «El Padrino»?), recibimos una oferta que no pudimos rechazar. Llegamos al hotel el viernes por la noche y Elisa, en una anagnórisis clásica, se sonrojó al reconocernos después de más de dos meses. Nos confesó lo orgullosa que estaba de que la hubieran felicitado desde la central e incluso nos invitó a desayunar a la mañana siguiente. Y todo por una simple nota de agradecimiento al hotel. Estamos tan acostumbrados a ir por la vida quejándonos de todo, que no somos capaces de ver cuándo algo o alguien es excepcional en lo que hace. Y si lo vemos, somos demasiado tacaños para hacer un simple elogio.

Y si me gustó la primera vez y por ello envié un correo de agradecimiento, ¿por qué no hacerlo después de la segunda? Mi madre sostenía que le parecía excesivo, pero hay pocas personas que entiendan realmente el significado de esa palabra. Así que escribí otra nota de agradecimiento a la central (diferente a la de la vez anterior, aprovechando el hecho de que pretendo ser escritor), un correo a la gerente del hotel y una más a recepción. Y tuve tres respuestas.

Pero mira por dónde, la ola de frío siberiano, que ya parecía un episodio relegado al pasado, algo para contar a nuestros nietos en esas noches tormentosas en que nos quedamos sin fluido eléctrico, llega a Italia y, gracias a poderosos fenómenos atmosféricos que escapan a la comprensión de un pobre lego como yo,  gira sobre sí misma y se dirige de nuevo hacia la península ibérica con vigor redoblado e intenciones aviesas. ¿Acaso tengo yo la culpa? Y conjugándose con los elementos, de nuevo nos llega una oferta del Sidorme Girona vía booking que, una vez más, nos vemos incapaces de rechazar. De acuerdo, enseguida nos viene a la memoria aquel sketch de Martes Trece: dos compañeros que trabajan en una enorme multinacional y no se ven prácticamente nunca coinciden en uno de los pasillos de la empresa. ¡Cuánto tiempo! Apretones de mano, efusivos abrazos, promesas de llamarse por teléfono para quedar a tomar algo. Ese mismo día, al cabo de sólo unas horas, vuelven a encontrarse por casualidad en el mismo pasillo. ¿Y no tenemos la impresión de que hay menos efusividad en los nuevos abrazos?  A partir de ese momento, cada uno de los compañeros se mueve con el sigilo de una boa constrictor cada vez que tiene que cruzar ese pasillo. El sketch no sólo es genial, sino que refleja algo que todos tenemos en algún lugar de la mente. ¿O lo tienen sólo los tímidos? Qué más da. En cualquier caso hace mucho que vencí aquella timidez paralizante que me aplastó durante años y forma parte de «Asquerosamente sano», esa novela que espero publicar. Así que volvimos al Sidorme Girona por tercera vez. Y la relación calidad-precio del hotel seguía igual de insuperable que de costumbre, sus habitaciones tan limpias y sus camas tan apropiadas para… para las escapadas románticas como lo han sido siempre. Y también estaba Elisa, siendo como siempre es, ella misma. 

Y hubiera escrito una crítica fabulosa en el tripadvisor, pero no me han dejado. Así que la escribo aquí, porque en mi blog escribo lo que quiero. ¿Enviaré una nueva carta a la gerencia del hotel? Se aceptan apuestas.

Viaje con nosotros a mil y un lugar (El Escuadrón de la Muerte. 2ª Parte)

Dejamos ayer al intrépido Jorjune inmerso en profundas disquisiciones semánticas en torno al uso de «exactamente» por los cerebros privilegiados de Transportes Metropolitanos de Barcelona. Pero prosigamos con su aventura subterránea:

«Hace años uno esperaba y esperaba en el andén a que llegara el tren sin saber muy bien cuándo iba a suceder eso. Si tenías prisa por llegar a clase -pues precisamente esa mañana tenías un examen final de lógica de segundo orden, por ejemplo- no era extraño que hubiera algún retraso en la red de metro, con mayor probabilidad en la línea en la que tú viajabas. La prisa por llegar al examen, los nervios propios de un día así, y la incertidumbre de cuándo llegaría el maldito tren se conjugaban sinérgicamente para producir en nuestro estómago un dolor muy parecido al de una úlcera, pero en plan sano. Por fortuna, todo eso pertenecía ya al pasado como las neveras de hielo, las botellas de sifón y las motos con sidecar. Ahora un moderno ingenio electrónico situado a dos metros de altura sobre el andén te avisa del tiempo, en minutos y segundos, que tardará en llegar el próximo tren a tu estación: 3:53, 3:52, 3:51…. Es incluso emocionante seguir esa especie de cuenta atrás, como si estuviéramos aguardando el lanzamiento de un cohete a la Luna (o a Marte, que ahora mola más). Cuando ya faltan sólo 49 segundos y te levantas del asiento para intentar colocarte en pole position, el reloj, como por arte de magia, se pone de nuevo en 1:15. Es decir, que hace sólo un momento faltaban 49 segundos para la llegada del convoy, y ahora mismo todavía queda 1 minuto y 15 segundos. Y no es que yo sea un hacha en física, pero -paradojas einstenianas aparte- ¿el tiempo no se mueve hacia adelante? Porque está claro que el metro puede ser un poco más rápido que el bus, pero ni de lejos viaja a la velocidad de la luz (imagínense la subida de tarifas). En cualquier caso, ¿qué importa esperar unos segundos más? Somos seres humanos, ¿no? Subimos la vista y comprobamos que ahora sí faltan 52 segundos para la llegada del tren. Resulta reconfortante saber que ya está ahí, no cómo años atrás, siempre con el corazón en un puño. Sin embargo, al volver  a mirar el reloj -sólo por hacer algo- descubrimos que, no me jodas, de nuevo ha saltado hacia atrás, y ahora falta de nuevo 1 minuto y 15 segundos. Y ahora sí, ahora empiezo a ponerme nervioso. Comienzo a pensar que antes era mejor, que el asunto de la incertidumbre no ha cambiado para nada, pero que ahora encima te toman el pelo. Me entran ganas de matar el tiempo, literalmente. Saltar en el aire y esmachar el puto reloj como si fuera una canasta de baloncesto en los últimos segundos  de una gran final de la NBA. Pero no, el tren ya está ahí, por fin.

Entramos y logro sentarme en uno de esos asientos reservados a ancianos y mujeres en estado de gestación. Una mujer de unos sesenta años cuyo hijo debe ser cirujano plástico en periodo de prácticas me mira con ojos de basilisco. Y yo le cedería el asiento gustoso, pero seguro que no vería con agrado tal muestra de cortesía, pues de ese modo ¿no estaría reconociendo su verdadera edad? Así que sigo con «La conjura…» hasta que, en un momento del viaje, noto como una presencia ominosa en el vagón, levanto la vista del libro y…. ahí está: el muy temible, el implacable, el legendario… Escuadrón de la Muerte. 

Un  Escuadrón de la Muerte está formado por cuatro miembros del personal de TMB especialmente seleccionados por sus poses aguerridas, sus espíritus belicosos y sus elevadas tasas de testosterona. Su arriesgada misión consiste en comprobar los billetes de los viajeros y, de paso, disuadir de colarse a los escépticos. Pero su trabajo les gusta, y se les nota. Cuando se les ve entrar por sorpresa en un vagón -cual halcones lanzándose en picado sobre su presa- el respeto y natural temor ante la autoridad brota como por ensalmo en los pechos de las gentes de bien, mientras que los pillos y los rufianes que pretenden viajar sin pasar por caja contemplan con estupor cómo el pánico cunde en sus pequeños y mezquinos corazones.

Los había visto en acción, persiguiendo a niñatos imberbes en busca de aventura y adrenalina, hostigando a inmigrantes malnutridos y, en general, desplegando toda su arrogancia y potestad con los elementos más peligrosos del crimen organizado. ¿Su modus operandi? De repente, como un solo hombre, entraban en tromba en uno de los vagones provocando arritmias y taquicardias entre el pasaje, y entonces, igual que habían entrado, saltaban de nuevo al andén. O se quedaban y pedían los billetes aleatoriamente, tú sí, tú no, conscientes de que el ser humano necesita patrones, regularidad, certidumbre, mientras que el azar y el caos colapsan su mente.

Y ahí están ahora mismo, muy cerca de mí. Es cierto que hay mucha gente que se cuela en el metro. Y con la galopante crisis económica y las obscenas subidas en las tarifas, ¿era realmente poco ético colarse? Yo mismo he visto a jovenzuelos y no tan jóvenes saltar por encima de los torniquetes. Pero no me veía a mí mismo saltando por ahí como un Silvester Stallone cualquiera anunciando un traje de Emidio Tucci para el Corte Inglés. No, yo no. Yo prefería pasar con la tarjeta rosa de jubilada de mi madre. Algo que sólo hago en fechas señaladas como la de hoy: ¿quién iba a sospechar la aparición de un Escuadrón de la Muerte en plena retransmisión televisiva de un Barça-Madrid? ¿No deberían estar viendo el clásico deportivo bien calentitos en alguna sala de descanso para el personal de TMB?

Uno de los miembros del escuadrón, un calvo de unos cien kilos con unos antebrazos tan peludos que en lugar de llevar tatuajes se había hecho unos dibujos con un cortacésped, se acerca peligrosamente a mí. Y es cierto que a pesar de que en la báscula sólo doy 71 kilos, años y años de entrenamiento han dejado en mis brazos unas venas como tuberías que deberían ahuyentar a cualquiera con intenciones aviesas. Pero estamos en invierno, y llevo puesto un forro polar y un jersey de cuello alto y no sé cuántas prendas más. Ahora sabré cuánto es exactamente entre 50 y 600 euros. Eso, o darle un puñetazo en la nariz al memo este con toda mi fuerza. Y entonces, cuando ya siento su aliento en mi cogote, levanto súbitamente la cabeza de la novela que aparento leer, y con una velocidad que le coge completamente desprevenido me oigo decir a mí mismo: «Odio el fútbol».

El tipo se me queda mirando con las venas de su cuello de toro tensas como cuerdas de piano. Y tras unos segundos que transcurren lentos como eones, inesperadamente, me susurra al oído: «Yo también». Y he aquí que acaba de nacer una bonita amistad».


Viaje con nosotros, si quiere gozar…. (el Escuadrón de la Muerte)

Algún seguidor de este blog me ha comentado que sería interesante que incluyera de vez en cuando algún extracto de la novela. La sugerencia es tentadora, sí… Realmente tentadora. Pero después de pensarlo detenidamente, he decidido desoír esos cantos de sirena…, por el momento. Entendedme, no puedo sacar aún toda la artillería pesada. Y seguro que me lo agradeceréis cuando, con mi novela publicada ya en vuestras manos, cómodamente arrebujados en vuestro sillón de orejas favorito junto a la chimenea, o estirados en una hamaca al borde de la piscina, os interroguéis acerca de qué diablos pasará en la siguiente página.

Sin embargo, sí que podría escribir aquí un capítulo inédito de «Asquerosamente sano», un capítulo que finalmente decidí no incluir en la novela. En él, nuestro protagonista, el intrépido Jorjune, vive una aventura bajo tierra que no tiene nada que ver con ninguna novela de Julio Verne. Bien, vamos allá.

«No fumis als vestíbuls. No fumis a les andanes. No fumis als trens. Al metro està prohibit fumar. Civisme al metro, si us plau». Incluso a un no fumador de toda la vida como yo le entra un deseo irrefrenable de salir corriendo, comprarse un paquete de Celtas, volver a entrar en el metro con cuatro o cinco cigarrilos en la boca y empezar a leer «El Quijote» en voz alta al estilo apache, empleando para ello señales de humo. Y cuando ya me he vuelto a concentrar en el libro que estoy leyendo («La conjura de los necios»)  se oye por los altavoces lo que amenaza con convertirse en todo un clásico: «Está totalmente prohibido bajar a la zona de vías». Me encanta cómo lo dice, con ese ritmo pausado, incluso pedagógico, con esa vocalización extrema, como si en lugar de a seres humanos  el mensaje estuviera dirigido a animales de compañía. ¿Y para qué coño voy a bajar a la zona de vías? La mera idea de que un convoy irrumpa en la estación en el preciso momento en que yo estoy bailando un zapateado sobre las traviesas y me convierta en pulpa destinada a la fabricación de papel higiénico no me vuelve loco. Y de todos modos, si me apeteciera suicidarme me importaría una mierda que me prohibieran tirarme a las vías. Si de verdad me apeteciera suicidarme me compraría un disco de villancicos versionados por el gilipollas de la megafonía. Joder.

Vuelvo a sumergirme por enésima vez en la novela que intento leer mientras espero, y cuando ya me encuentro absorto en las aventuras del bueno de Ignatius y ni siquiera soy consciente de que leo letra impresa, mi amigo el cretino vuelve a la carga: «Para su seguridad, esta estación está dotada de cámaras de vídeo vigilancia». Sin duda, la idea me reconforta. Si una banda de skinheads tatuados hasta la lengua y armados de bates de béisbol y puños americanos me rodeasen ahora en el andén, quedaría todo convenientemente registrado para el Telediario de la sobremesa y así Gabi, mi sobrino de seis años, podría exclamar «¡Mira el tito!» mientras un idiota que se hizo skin para disimular su alopecia me patea el culo con sus botas Doc Martens en todas las televisiones del país. Sí, ahora ya me siento más tranquilo.

Decido cerrar «La conjura de los necios» porque la idea de desperdiciar así una obra maestra me atormenta. No es fácil encontrar una novela realmente buena, quiero decir buena de verdad, una de esas novelas que no quisieras terminar nunca y el mero hecho de constatar que apenas te quedan cien páginas para llegar al final te produce un dolor físico. Así que me entretengo con un tríptico que hay tirado en el suelo frente a mí y leo: «Si te cogen sin billete pagarás exactamente entre 50 y 600 euros». De inmediato, una duda más que razonable irrumpe en mis laberintos neuronales como una vía de agua en un buque torpedeado. ¿Qué significa exactamente «exactamente entre 50 y 600 euros»? ¿A alguien se le ocurre algo más inexacto que ese «exactamente»? ¿Nos hemos sumergido inadvertidamente en las  oscuras y procelosas aguas de la mecánica cuántica, y debemos apelar al principio de incertidumbre de Heisenberg?

Pero si queréis saber cómo termina este capítulo inédito de las aventuras de Jorjune, y qué es un Escuadrón de la muerte, tendréis que leerme mañana viernes. Os espero.

 

Cómo cambiar un neumático, o el peligro de ser original.

El otro día llegó a mi bandeja de correo un anuncio a través del cual una empresa buscaba autores independientes. Escribías y te pagaban: no sonaba nada mal. Sólo había que registrarse y redactar un texto de prueba. Las instrucciones eran las siguientes:

«Aquí tiene la oportunidad de demostrar su calidad como escritor. Por favor, tómese su tiempo para escribir sobre alguno de los siguientes tres temas: Su ciudad natal o preferida. Su formación o sus estudios. Cómo desarrollar un trabajo manual (por ejemplo, cómo cambiar un neumático)».

No me apetecía hablar de mi ciudad natal, y de ningún modo estaba dispuesto a rememorar mis estudios. Así que a pesar de que en mi vida he cambiado un neumático, y de que mi chica no se llama Gladys ni por asomo, escribí lo que viene a continuación. El texto excedía con mucho las 150 palabras exigidas como máximo, pero una vez escrito fui incapaz de recortarlo y lo envié íntegro en su totalidad. Sea porque el evaluador se ciñera al aforismo que asegura que lo bueno, si breve, dos veces bueno (máxima a la que se agarran todos los eyaculadores precoces que en el mundo han sido -salvo, tal vez, Baltasar Gracián), sea porque el evaluador se quedara tirado este fin de semana en la carretera y siguiera al pie de la letra mis indicaciones para cambiar su neumático pinchado, lo cierto es que al cabo de un par de días recibí un correo en el que se me informaba de que, desafortunadamente, no había superado el proceso de selección. No importa, ya me ganaré la vida de otro modo. Y para que no se pierda completamente en el olvido, he aquí el texto.

 

«Cómo cambiar un neumático 

No me gustan las bodas, pero la mejor amiga de mi chica había decidido pasar por el altar y finalmente no tuve más remedio que ceder. Se esperaba una mañana radiante, sin embargo las traviesas líneas isobaras nos jugaron una mala pasada, y cuando asomé la nariz por la ventana diluviaba de tal manera que no me hubiera sorprendido ver aparecer el Arca de Noé cabeceando por el horizonte. Mi chica, que se llama Gladys, se pasó con los tranquilizantes la noche previa ante la perspectiva de ser la dama de honor, y necesité un megáfono para despertarla. Por el aspecto de su semblante parecía que le hubieran disparado uno de esos somníferos que utilizan los del National Geographic cuando quieren dormir a un elefante para llevar a cabo algún estudio peregrino que justifique el documental. Incluso me maravillé de que sólo saliéramos de casa con cuarenta minutos de retraso, un detalle sin importancia si se pilota un poderoso Daewoo como el mío. Pero como suele decirse, los problemas nunca vienen solos, y al cabo de un par de kilómetros pinchamos. Lo que según se mire fue una suerte, teniendo en cuenta que los limpiaparabrisas -concebidos quizá para climas más secos- no daban abasto con aquel caudal de agua digno de las cataratas del Niágara. Nunca había cambiado una rueda, pero me dije a mí mismo que no podía ser peor que pasar por la consulta del dentista, y creo que ahí me equivoqué. Sacar todas las cosas que llevaba en el maletero (los sacos de dormir, la tienda de campaña sin terminar de plegar, las incontables latas de atún que siempre llevo por si me baja el nivel de mercurio en sangre, el caga Tió que compré para sorprender a mi sobrino las pasadas navidades y una máquina de coser -¿una máquina de coser?-) y depositarlas cuidadosamente en la cuneta mientras la lluvia empapaba mi esmoquin de alquiler, hizo que me replanteara mi visión del matrimonio. Sólo había un charco en la carretera y, gracias a algún proceso físico con explicación científica y a una hábil maniobra del conductor del coche que nos adelantó, parte del agua sucia que había en él pasó a mi esmoquin que, como no podía ser de otro modo, era blanco. Por suerte, las salpicaduras de barro que amenizaban mi antes impoluto aunque monótono traje apenas llamaban la atención, si se las comparaba con los enormes lamparones de grasa que el seis-en-uno (antes tres-en-uno) me dejó en mangas y pechera. Fue entonces cuando recordé que el anterior propietario me había confesado antes de vendérmelo, que el vehículo carecía de algo sin importancia, gracias a lo cual obtuve una sustanciosa rebaja sobre el precio original. Y en aquel mismo momento, con esa sensación de triunfo que acompaña a todo descubrimiento, caí en la cuenta de que nunca llegué a comprar el gato. Enfurecido conmigo mismo, con los elementos, con el inventor del automóvil y con los dioses levanté la vista de la carretera y ahí mismo, frente a mí, estaba Gladys. Y nunca sabré si lo que rodaban por sus mejillas eran lágrimas o gotas de lluvia».

El asceta frente al sibarita (Un experimento mental)

  En un comentario a una entrada de este blog, mi amigo Enric me dice que el mejor hotel es su furgoneta, pues puede ponerla donde quiera. Para él, lo más importante es lo que le rodea, no el lugar en el que pasará la noche.

Nos encontramos aquí ante un problema de tintes filosóficos: qué es mejor, un paisaje de postal o un hotel de cinco estrellas. Dos visiones del mundo enfrentadas, el asceta frente al sibarita. Como siempre, todo es cuestión de perspectiva. Hagamos un experimento mental, como diría mi profesor de Filosofía del Lenguaje. Imaginemos un espacio natural de belleza sublime. Hemos llegado hasta allí, no en furgoneta sino a pie, pues no hay verdadero placer en beber sin auténtica sed, ni descanso merecido sin esfuerzo. Nos disponemos a pasar la noche al raso, rodeados de picos nevados y estrellas de constelaciones remotas. Muy cerca, un lago alpino de aguas azul turquesa nos empuja a reflexionar sobre lo efímero y lo eterno, y acerca de la superioridad de la naturaleza sobre cualquier supuesto milagro tecnológico, a pesar de que no vamos a dormir directamente sobre la hierba sino encima de una esterilla de algún material plástico derivado del petróleo, y dentro de un saco de fibra sintética (convengamos en que un saco de plumón sería una desviación peligrosa hacia el sibaritismo en contradicción con los planteamientos más bien radicales del asceta de nuestro experimento mental).

Ahora imaginemos que, debido a sutiles cambios en la presión atmosférica que sólo los meteorólogos son capaces de comprender, la suave brisa que hace un par de horas nos refrescaba agradablemente y secaba el perlado sudor de nuestra frente se convierte en un viento huracanado. Aquel cielo azul de prístina belleza y profundidad insondable se ha transformado en un cielo plomizo y amenazador. Ceñudos cumulonimbos de aspecto realmente severo nos miran desde las alturas como diciéndonos: «te vas a enterar». Y en efecto, nos enteramos: los primeros copos de nieve no se hacen de rogar, y nosotros nos hemos dejado en casa el microscopio para deleitarnos con la increíble belleza de su geometría fractal. 

Y ahora la gran pregunta: ¿cuánto tiempo tardaremos en lanzar un juramento contra algún poder divino? Yo tardé un par de horas el día que intenté subir al Puigmal por la vertiente oeste y se puso a diluviar nada más meterme en el saco de dormir, todo un alarde de paciencia y comedimiento que haría cabecear de pura envidia al mismísimo Job, el de la Biblia. Me había dejado la tienda de campaña en casa en aras de la ligereza y una mayor comunión con la naturaleza. Y así, naturalmente, llovió. Igual que mi aventura en el Posets. No sólo casi me mato -porque no llevaba crampones y nunca se me había ocurrido pensar que el hielo, cuando alcanza cierta inclinación la superficie sobre la que se ha formado, y en odiosa confabulación con la fuerza de la gravedad, resbala- sino que además me había dejado la linterna en casa porque «yo-nunca-me-pierdo». Como no podía ser de otro modo, aquella noche me perdí. Uno de los inconvenientes de ir por ahí solo cuando te pasan estas cosas es que no le puedes echar la culpa a nadie, así que me maldije a mí mismo por creerme un Reinhold Messner y hacer oídos sordos al bueno de Murphy: si algo puede salir mal, saldrá mal. Gracias a mi astucia, y a la luz de mi reloj de pulsera digital, fui capaz de leer el mapa y encontrar el camino, pero los innumerables tropezones que di aquella noche, como diría Kant, me despertaron de mi sueño dogmático.

Así pues, ¿hotel de 5 estrellas o paisaje de postal? Mientras fuera soplaba un viento helado y contemplaba las tonalidades imposibles de aquel cielo crepuscular a través de los enormes ventanales, apoyado en el borde de la piscina climatizada en el piso 11 del Reina Petronila llegué a la conclusión de que la vida es demasiado breve para perder el tiempo en este tipo de decisiones. ¿Por qué no aspirar a todo? Conjunción en lugar de disyunción. Interior y exterior. Continente y contenido. Hotel de 5 estrellas y paisaje de postal. He aquí la respuesta al dilema. Los dioses ya se encargarán de castigar nuestra ambición.

Fin de semana de 5 estrellas (Tercera Parte)

¿Llegaríamos al Reina Petronila algún día, o por lo menos antes de que cerrarán el spa? -me preguntaba a mí mismo mientras negociaba las curvas cercadas con aquel vallado que anunciaba obras faraónicas en Zaragoza y procuraba no perder más tapacubos en el proceso. Otras reflexiones (¿nos quedaremos sin gasolina? ¿debería tirar el GPS por la ventanilla? o ¿por qué las ruedas de un coche resultan tan feas sin tapacubos?) se agolpaban febrilmente en mi estresado cerebro de conductor en una ciudad desconocida y levantada por las excavadoras. Pero, al fin, vislumbramos recortado en el cielo nocturno el altivo perfil del hotel, nuestros corazones sintiendo la emoción del naufrago que, oteando el horizonte, descubre a lo lejos la silueta de un barco (no necesariamente un crucero de placer).

Ahora tocaba aparcar, pero ¿qué es eso para un conductor como yo? Aquí tenemos un vado; ese hueco es demasiado pequeño; vaya, un sitio reservado; mira por donde aquí está prohibido aparcar. Podéis ponerle música a eso, y ya tenemos  la canción de este verano. Pero entonces se hizo la luz en el cerebro de alguno de los dos, seguramente el de Nuria, y alguien -ella- exclamó: ¿pero no tenía parking propio el hotel? Así que allí estábamos, enfilando la rampa del aparcamiento subterráneo que parecía abrir sus fauces junto al hotel. 

Aparcamos junto a una columna y sólo eran las 8 de la noche. No estaba mal, teniendo en cuenta que habíamos salido a la una y media del mediodía (sí, de ese mismo día). Aún podíamos aprovechar casi una hora de spa. Con ese pensamiento latiendo en nuestros corazones subimos al hotel y entramos en el hall. Naturalmente, yo no sabía lo que era el hall de un hotel hasta que entré en el Reina Petronila. Alfombras mullidas que confieren esa ingravidez reservada únicamente a los entusiastas de los cinco estrellas o a los astronautas, la intimidad de las luces indirectas, una decoración estilosa… Y espacio vacío, mucho espacio vacío. Sin olvidar el factor humano. El recepcionista me trata con tanta deferencia cuando llegamos al mostrador que lo primero que pienso es que me ha confundido con algún descendiente de la familia Onassis, o con algún crítico de la Guía Michelín.

Por desgracia, el parking donde he dejado el coche no es el del hotel, sino que pertenece al centro comercial adyacente. El recepcionista, solícito, me entrega un vale con el cual, antes de que transcurra el razonable periodo de una hora, puedo sacar mi automóvil sin ningún gasto adicional para acto seguido aparcarlo en el aparcamiento privado del hotel, que está junto al del centro comercial. Todo esto me suena a música de harpas y, tras el protocolo de rigor, nos disponemos a dejar el equipaje en nuestra habitación. Aunque no voy a permitir que una mujer, por muy botones que sea, arrastre mi maleta hasta la puerta de nuestro aposento. Nuria me lanza algunas miradas láser que podrían descodificarse como «eres un palurdo sin clase» pero logro esquivarlas con habilidad y pericia.

Al entrar en la habitación caigo en la cuenta de que toda mi riqueza léxica es insuficiente para describirla, pues habría que crear una nueva palabra que uniese el significado de dos conceptos aparentemente enfrentados entre sí: «suntuoso» y «funcional». La cama es tan ancha que se podría dormir en ella a lo ancho, y la promesa de rituales nocturnos que poco o nada tienen que ver con el sueño, hace que zonas de mi anatomía que parecían aletargadas por el estrés que supone todo viaje en carretera de largo recorrido, despierten con vigor y entusiasmo renovados.

Enardecido por semejantes visiones le digo a Nuria que voy a sacar el coche del aparcamiento del centro comercial Aragonia y llevarlo al del hotel. Con un elegante  arqueo de cejas que es su marca de clase cuando pretende ironizar, me deja caer un «¿serás capaz?» ante lo cual sólo puedo lanzarle mi sonrisa de bond-james-bond que la obliga a replantearse su visión del mundo.

Siguiendo las concisas instrucciones del recepcionista valido mi tarjeta del hotel,  saco mi Daewoo del aparcamiento y salgo de nuevo al exterior. Doy una vuelta a la enorme manzana, enfilo la rampa del nuevo aparcamiento, llego hasta la barrera y me doy cuenta de que me encuentro exactamente en el mismo sitio de antes. ¿Estamos ante un remake en versión española de «Atrapado en el tiempo»? La autosuficiencia de mi sonrisa jamesbondiana comienza a esfumarse de mi cara cuando aparco en el primer sitio que encuentro, salgo del coche a toda prisa en busca de la máquina donde pagar el minuto que llevo ahí y volver a largarme y, sin ver la puerta con célula fotoeléctrica que me separa del cajero automático, me estampo contra la sólida transparencia del cristal como si fuera un dibujo animado y no el hombre de mundo que pretendo ser.

Con la nariz enrojecida y el labio superior tan hinchado que me siento más simiesco de lo habitual llego a la recepción del hotel, mis brazos levantados en señal de rendición. El recepcionista se ofrece a aparcar el coche en el aparcamiento del hotel,no faltaba más, pero he abandonado mi Daewoo a su suerte en algún lugar de las cercanías y finalmente la joven que hace de botones accede a acompañarme. El brillo y esplendor de mi abrigo de corte clásico y mi americana de diseño parecen apagarse en cuanto la chica descubre que no he llegado hasta allí en un Aston Martin, y el hecho de que el maldito motor se me cale dos veces seguidas antes de volver al tráfico rodado tampoco resulta de gran ayuda. Por fin llegamos al aparcamiento del hotel. La joven se ofrece para ayudarme a llevar hasta la habitación algunas cosillas que han quedado en el maletero, pero tampoco es cuestión de que vea que hemos traído hasta leche de soja del Mercadona: mi credibilidad, algo maltrecha hasta el momento, podría quedar herida de muerte. Y cuando finalmente Nuria y yo accedemos al burbujeante jacuzzi ya sólo quedan diez minutos para que cierren la zona de spa, pero qué diablos, estamos en un cinco estrellas.

Fin de semana de 5 estrellas (Segunda parte)

Hay algo en el acto de desplazarse de un lugar a otro que tiende a provocar un cambio en nuestro espíritu. Soy consciente de que se trata de algo psicológico, que los problemas son lo primero que empaquetamos al hacer la maleta,  y que el mero desplazamiento no nos librará de ellos, salvo, tal vez, que el fuego esté devorando nuestra casa. Pero si tengo que escoger entre un hotel de Barcelona, donde vivo, o de cualquier otro lugar para para pasar un fin de semana romántico, elegiré siempre el de una ciudad nunca antes visitada. Lo sé, coger el coche no es ecológico, pero el AVE es extremadamente caro, el avión me cansa con sus horarios estrafalarios, sus soporíferas colas y sus encargados de seguridad omnipotentes, y el barco no es una opción siempre disponible por motivos geográficos. ¿Y qué decir de esa sensación de vuelta a la infancia que nos envuelve cuando nos perdemos en una ciudad desconocida?

Así que ahí estábamos, Nuria y yo, a bordo de mi poderoso Daewoo, «Where the streets have no name» de U2 resonando a través de los altavoces del equipo de audio como un canto a la libertad. Y hubiera sido un viaje idílico, pero la carretera nacional que une Lérida con Zaragoza estaba cortada -agentes de la benemérita con cara de pocos amigos dándonos la buena nueva con imperiosas gesticulaciones- y la caravana de camiones que nos comimos provocó una bajada en nuestro promedio de velocidad que amenazó con acercarnos peligrosamente a cero. Debería haber cogido la autopista, lo sé, pero decidimos reservar todo el lujo para la estancia en el hotel.

En la entrada a Zaragoza, cómo no, mi GPS me hizo una jugarreta -otra más- y tomamos la salida que no era. Un detalle inane en realidad, si la maldita maquinita no me la hubiera vuelto a jugar en la siguiente bifurcación. No me cabe la menor duda: una de las pasiones de mi estúpido GPS es recalcular. Le fascina todo el proceso, con sus porcentajes in crescendo y la pantalla como idiotizada. Sí, le fascina recalcular. Le resulta orgásmico. Y a mí me saca de quicio. Pero yo era un hombre con una misión: llegar al Reina Petronila antes de que cerraran la zona de spa. ¿Para qué pagar por un 5 estrellas si luego te pierdes toda la diversión?

  La visión por fin de Zaragoza patas arriba me tranquilizó. Las obras del tranvía parecían haber erosionado la epidermis de la ciudad y mi GPS se volvió loco de tanto recalcular. Como si le hicieran falta excusas. Ora, cual Tierra Prometida, veía la ansiada banderita de llegada en su pantalla, ora desaparecía. Más que perdernos hicimos un tour turístico. No había dado tantas vueltas desde que me subí a un tiovivo, hace ya algunos años. Y ni siquiera vi esa especie de Muro de Berlín, ese Telón de Acero que alguna luminaria del ayuntamiento ha decidido colocar para separar la calzada del carril bici.  Nuria pensaba que habíamos reventado rueda, pero mi aplomo al volante y mi rostro a lo Daniel Craig revelando su impecable escalera de color en «Casino Royale», le devolvieron cierta regularidad a sus constantes vitales. Y sí, de acuerdo, perdí el tapacubos de una de las llantas, una cicatriz más en mi poderoso Daewoo, ¿pero qué es eso para un coche curtido en mil batallas?

Continuará…..


Fin de semana de 5 estrellas (Primera Parte)

Mi relación con los hoteles ha sido, como el resto de mi vida, curiosa. Hasta hace sólo un par de años no había pisado jamás un hotel. Sí un hostal, varias pensiones,  algunos albergues y refugios de montaña, y alguna que otra tienda de campaña, pero nunca un hotel. ¿El lujo? No, el lujo no estaba hecho para mí. Yo era un tipo duro, un ex boina verde, un asceta, un eremita. Cuando salía a la montaña mi lecho era la verde hierba, mi techo el cielo estrellado. Estuve viajando por Europa con el Inter Raíl el verano que cumplí veintitrés años y los youth hostels y los trenes nocturnos se convirtieron en mis lugares habituales para pernoctar. 

Pero la vida es cambio, como dijo Heráclito. Y tras veinte años de vegetarianismo, más de seiscientos libros, miles de kilómetros de carrera a pie y  dos decenios de abstinencia sexual, se produjo lo que parecía imposible. Un coche me atropelló y mi vida dio un giro copernicano. Y de eso trata mi novela «Asquerosamente sano». El tránsito de aquel universo solitario y frío al mundo actual fue un salto en el abismo. Largo y arduo es el camino que conduce del infierno a la luz. Son palabras de Milton. Y no se equivocó. 

Mi primera estancia en un hotel fue en agosto de 2009. Pertenecía a la cadena Guitart y posiblemente era el peor que tenían. Estaba ubicado en Lloret de Mar y poseía esa sordidez característica de los hoteles baratos del litoral mediterráneo. Me tienta decir aquí que era kitsch pero eso lo acercaría pretenciosamente a alguna forma de arte, de modo que lo dejaremos en simplemente cutre. Compartí aquella noche con mi amigo Jordi. Luego he estado en muchos hoteles, pero nunca con un hombre, y nunca sólo. Si tenéis cierta curiosidad al respecto, os sugiero que le echéis un vistazo a mi perfil de tripadvisor: www.tripadvisor.es/members/jurgen64 Sólo tenéis que darle al ratón sobre «Aportaciones», debajo de mi foto en mi perfil. Ahí están todas las críticas desde mayo de 2011. Antes de eso no conocía tripadvisor y es imposible escribir ahí acerca de un hotel cuya estancia se retrotraiga en el tiempo más allá de un año. Mi última reseña («El arte de la improvisación: aún hay vida más allá de la red») mereció una respuesta por parte de la dirección del Sunway Playa Golf Hotel & Apartments, de Sitges, un detalle poco común. Pero la anterior («Una noche mágica»), sobre una estancia en el Port Sitges Resort, tampoco está mal. Incluso recibí los parabienes de mi crítico amigo Melchor, antropólogo y viajero impenitente.

Pero basta ya de ponerme medallas. Estábamos en el Guitart versión low cost. Supongo que el hecho de que Jordi fuera un especialista en Spinoza y yo hubiera leído algún libro sobre los filósofos estoicos nos ayudó a pasar la noche de un modo menos traumático.  De todos modos, me alegro de haberme iniciado en el estrellado firmamento del universo hotelero a través de un dos estrellas en Lloret. Nunca se debe comenzar la comida por el postre. Lo que nos lleva al fin de semana pasado en el Reina Petronila. 

Nuria y yo queríamos celebrar nuestro segundo aniversario de una forma especial, así que estuvimos navegando por la red independientemente, aunque conectados vía teléfono móvil, mientras nuestros respectivos ratones se caldeaban y nuestros ojos comenzaban a ponerse acuosos de tanta pantalla y tanto leer la palabra «oferta» (quizá uno de los vocablos más usados en la historia de internet). No sé en qué momento surgió la peregrina idea de pasar el fin de semana en un cinco estrellas. Tampoco estoy muy seguro de quién tuvo la audacia de hacer semejante sugerencia, pero en un punto determinado de la noche del miércoles el deseo de un hotel lujoso se hizo fuerte en nuestros corazones. 

Sin embargo, en el más puro estilo victoriano, dejaremos el resto del relato para mañana….

Tarde de compras

Esos días de invierno en los que el viento helado sopla como si quisiera apagar las velas de un cumpleaños milenario y el cielo plomizo parece limitar el horizonte y las promesas de futuro pueden llevarnos inadvertidamente a plantearnos preguntas fundamentales del tipo de «¿para qué vivir?», sin darnos cuenta de que la respuesta se halla más cerca de nosotros de lo que jamás hubiéramos sospechado: ¿por qué no hacer unas compras en esa cadena de supermercados cuyo nombre  rima con «Barcelona»? 

Sí, por qué no. Así que allí estábamos nosotros, Nuria y yo, con la ilusión contenida de un niño a las puertas de una juguetería poco antes de Navidad. El aire acondicionado, que es la marca de clase de la cadena, nos envolvió con su arenosa calidez subsahariana mientras nos miramos con la certeza de que habíamos hecho la elección adecuada. Tras conseguir un carro, pues la idea era hacer la compra de dos semanas y luego encargar el transporte en furgoneta hasta casa, entramos en aquel paraíso del consumo a precios supuestamente asequibles. ¿Cómo expresar aquí la dicha que amenaza con embargar al consumidor medio ante semejante despliegue de bienes perecederos?  O el placer de surcar sus bien abastecidos pasillos (habiendo pasado antes por la sección de perfumería para rociarnos con alguna colonia barata) mientras cedemos educadamente el paso a la encanecida ancianita, acariciamos la coronilla del niño mofletudo y nuestra vista divaga entre distintas clases de fajitas y salsas para burritos, pizzas multicolores o inimaginables variedades de verduras congeladas, procurando no chocar con otros carros, lo que no siempre es posible, y puede dar lugar a emocionantes episodios con roturas de huevos o vertidos de aceite dignos de ser inmortalizados con la cámara del móvil. 

Pero todo lo bueno tiene un final, y allí estábamos nosotros esperando nuestro turno en la cola que engañosamente parecía más corta, nuestro carro cargado hasta los topes. Mucha gente se desespera en las colas de esta cadena de supermercados, sin ser conscientes de que suponen una excelente oportunidad para poner a prueba nuestra paciencia, como modernos imitadores del bíblico Job. Yo, por ejemplo, ya había empezado a templar la mía cuando intenté averiguar las franjas horarias del reparto a domicilio, sin sospechar que aquello podía ser material clasificado. La idea original era que trajeran la compra a partir de las 7 de la tarde del día siguiente.Tuve que repetir mi pregunta a dos empleados, que a su vez tuvieron que consultar ordenadores y llamar telefónicamente a algún oráculo que respondió que «aquí no se hacen milagros». Una lástima, pues los milagros siempre resultan estimulantes.

Los repartos por la tarde eran de 3 a 5 o de 6 a 8, es decir, a cualquier hora dentro de esas franjas. Si nos iba bien, bien, y si  no también. Todo un lecho de Procustes, pensé para mí mismo. Cuando por fin llegó nuestro turno en la caja registradora el empleado, al enterarse de que queríamos domiciliar la compra, nos advirtió consternado que debíamos pasar por otra caja. No sé por qué me vino a la cabeza la imagen de Kafka babeando de gusto y placer anticipatorio. Nos trasladamos a la caja señalada y nos dispusimos a hacer cola de nuevo. Por suerte para la economía global, la pareja que nos precedía había cargado el carro como si quisieran abastecerse antes de un cataclismo nuclear. Algunas especies de insectos tienen una esperanza de vida más corta que el tiempo que la cajera necesitó para cobrar la cuenta. Luego, increíblemente, llegó nuestro turno. Por fortuna, si domicilias la entrega no necesitas sacar los artículos del carro. Personal               especialmente preparado para ello lo hará más tarde con diligencia y esmero, mientras que el cliente, como tratado con algodones, sólo tiene que hacer el esfuerzo de sacar la tarjeta de crédito y responder algunas preguntas rudimentarias. Pero estaba escrito en alguna parte que aquél no era nuestro día, y la cajera se vio en el duro deber de informarnos acerca de la hora (las 20:35) y la imposibilidad de dejar ahí mismo el carro lleno a partir de las 20:00. Miré mi Rolex de imitación para constatar que, en efecto, eran las 20:35. Obedientemente, como corderillos bien guiados, nos dispusimos a vaciar todo el contenido del carro colocándolo en la cinta transportadora para que la cajera escaneara cada artículo, uno por uno, lo que llevó su tiempo. Después volvimos a colocarlo todo en el carro con cierto cuidado y Nuria se dispuso a pagar, pero antes la cajera le preguntó su dirección. Al oírla arrugó la nariz y sacó de alguna parte una carpeta. Mi parte kafkiana -cómo decirlo- comenzó a experimentar esa sensación indefinible que antecede al clímax. Fue entonces cuando la cajera nos dijo que no podían repartir a domicilio aquella compra: estábamos dos calles por encima del límite. Hubo un cruce de palabras que no llegué a oír y entonces Nuria dijo que ahí se quedaba el carro con toda la compra. ¿Cómo?- musité yo-, la respiración entrecortada, mi musculatura tensándose al tiempo que mi piel empezaba a adquirir un preocupante tono verdoso… Nos vamos con el carro- y al decir esto miré a la cajera como un profesor de geografía miraría a sus alumnos al decir que la Tierra gira alrededor del Sol. La cajera dijo que aquello no estaba permitido pero que miraría para otra parte, lo que de hecho hizo, estudiando la pared de su izquierda como si aquella tarde la dirección de la cadena de supermercados cuyo nombre no quiero recordar, en una pirueta de marketing creativo y tras arduas conversaciones con el Rijksmuseum o el Minneapolis Institute of Arts, hubiese decidido colocar allí algunos lienzos célebres, La ronda de noche, de Rembrandt, tal vez, o algún paisaje tahitiano de Gauguin. Incluso recuerdo que recé para que el tipo de seguridad estuviera en la puerta. Me apetecía un poco de, no sé… contacto físico, pero no hubo suerte. Y así salimos de  la cadena de supermercados que rima con «testosterona».

Y, podéis creerme, no hay nada como mover Paseo de San Juan arriba un carro lleno para combatir el frío, Nuria subida al estribo con los brazos abiertos y yo empujando desde atrás con tanta fuerza que el viento mecía su dorado cabello y yo me sentía como Leonardo sujetando a Kate en la proa del Titanic. En serio, valió la pena.