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Acerca de asquerosamentesano

A ver... no fumo, no bebo, no me gusta comer, odio el fútbol. Hasta aquí todo normal. Ah, sí, también vivo con mi madre y tengo un perro. Nunca terminé la carrera de (ahhhhhh) Filosofía (perdón por el bostezo) y padezco de ergofobia. Soy un poco narcisista (lo justo para no tener barriga) y lo suficientemente irónico como para que nunca sepas cuándo estoy hablando en serio. Por cierto, he publicado una novelucha titulada "Asquerosamente sano". Es ácida, irreverente y sarcástica. No, yo no se la regalaría a tus hijos. Está en Queimada Ediciones y no es fácil de encontrar (si quieres algo fácil de encontrar, compra cualquier libro de recetas de cocina. Es lo que más vende en este país...). Te dejo mi correo electrónico por si quieres hacerte con los derechos de mi novela para llevarla a la gran pantalla (siempre que sea yo quien interprete el papel de protagonista. ¿Cómo? ¿Brad Pitt, dices? No me jodas): jorge_rp@hotmail.es Por cierto, también odio las terracitas y los vermuts dominicales. Y por encima de todo, detesto los restaurantes. Lo digo por si pensabas invitarme (para hablar de los derechos de autor, ya sabes).

Diálogo nocturno con tintes anacrónicos

"Nighthawks", Edward Hopper, 1942

«Nighthawks», pintado por Edward Hopper en 1942

-¿Vienes mucho por aquí?- le preguntó él con fingido aplomo.

-¡Por Dios!- exclamó ella con una risa que pretendía ser cantarina y le salió algo ronca. ¿Cuántas veces se había propuesto dejar de fumar?

-¿He dicho algo gracioso?

-¿De dónde sales, cielo? Ya nadie pregunta cosas así. Se nota que hace tiempo que no intentas ligar. ¿Cuál iba a ser tu siguiente pregunta, si estudio o trabajo? Te contestaré a las dos: vengo mucho por aquí porque trabajo aquí.

-Disculpa, no pretendía ofenderte- farfulló él, su supuesto aplomo derritiéndose como mantequilla en una sartén caliente.

-Tranquilo, no es eso. Es que simplemente me ha hecho gracia. La otra noche un tipo cogió un cubito de hielo de la cubitera, lo dejó caer frente a mí y lo destrozó con el tacón de su bota. Luego puso cara de Bogart y me dijo: «ahora que hemos roto el hielo podrías decirme cómo te llamas, nena». Y no hubiera estado mal, si no hubiese visto ya el mismo numerito varias veces. Creo que circula por ahí en un manual de seducción para memos.

-Bueno, yo…

-Llámame Airune.

-Pero ése es tu alias en el sitio web en el que nos hemos conocido.

 -Cierto, pero para una primera cita ya está bien. ¿Debería llamarte yo a ti «príncipe_de_la_noche»?

-Hay tanta gente metida en estas páginas de contactos que encontrar un alias decente es prácticamente imposible. Puedes llamarme Andrés.

-Y bien, Andrés, estuviste algo parco en los dos o tres chats que mantuvimos. ¿Eres siempre tan lacónico? ¿Es ésta tu primera cibercita? ¿Vas a contestar sólo en presencia de tu abogado?

Andrés sonrió con timidez, como si el exceso de público allí presente le intimidara, un detalle que no escapó a la fina capacidad de observación de Airune.

-No te preocupes, cielo. Ese cliente se irá dentro de diez minutos, o su mujer vendrá a buscarlo con la maza y el mortero de mármol de su cocina. Conozco bien a mis parroquianos. Y en cuanto al barman….  ¡Bertie, ya puedes irte a casa. Esta noche cerraré yo!

Andrés pareció relajarse. Estaba realmente pálido. Pero esperó a que el  último cliente apurara su copa y pagara, y a que Bertie se despidiera de Airune hasta el día siguiente para continuar con la charla.

-Lo siento, soy algo tímido, ya te habrás dado cuenta.

¡¡¡Noooo!!! Y, chico, deberías tomar más el sol y comer zanahorias de vez en cuando. Eres guapo, pero pareces un cadáver. ¿Eres fotofóbico o algo por el estilo?

-Bueno, ya te conté en el chat que padezco alguna fobia. Y no soy fotofóbico. Tengo miedo a contraer un cáncer de piel, o peor aún, un melanoma maligno.

-Vaya, maligno, con ese adjetivo de acompañante no puede ser nada bueno. ¿Alguna otra fobia de la que deberías informar a una damisela?

-Verás… esto no es fácil para mí. Ya te dije que llevo varios años sin mantener relaciones… sexuales. Hace mucho tiempo que tengo una especie de fobia a contraer el SIDA.

-¿Y para qué crees que sirven los preservativos?

-Pero ya en la caja advierten que no son infalibles al cien por cien contra las enfermedades de transmisión sexual.

-Esto es la vida, chico, no existen garantías.

-Lo sé, aunque tú me confesaste que te habías hecho la prueba del VIH seis meses atrás.

-Cierto. ¿Y es por eso que estás aquí? 

-¡Claro que no! Cómo sois las mujeres…

Y al decir esto, Andrés no pudo evitar soltar una carcajada. Fue entonces cuando Airune reparó en los colmillos.

Para Nuria


Jorge Romera

abril de 2012

La importancia del universo del discurso

No fue fácil encontrar la entrada. La tupida vegetación y lo angosto de la fractura hacían invisible lo que ahí se ocultaba, y un caminante absorto en abstrusas meditaciones bien podría desaparecer como si se lo hubiera tragado la tierra. Literalmente. Habían pasado treinta años y sin embargo reconoció el lugar en cuanto lo vio. La estrecha grieta en la roca calcárea como una profunda herida producida por colosales fuerzas geológicas; la enorme roca encajada entre las dos paredes de la profunda garganta, suspendida a más de veinte metros del fondo del abismo como si un gigante juguetón la hubiera colocado ahí a modo de travesura infantil; sí, aquél era el lugar, no había la menor duda.  

«Es aquí», sentenció él con aire de satisfacción. Anclaron la cuerda de escalada al tronco de un pino y rapelaron hasta el fondo del abismo, primero ella y a continuación él. En cuanto pusieron el pie en tierra firme la sensación de haber entrado en otro mundo se hizo innegable. El calor canicular que habían experimentado durante todo el día había desaparecido en cuestión de segundos. La luz del sol apenas llegaba en forma de sutiles rayos que conferían a las paredes de la garganta un aspecto irreal, onírico. 

Caminaron por el fondo de aquella grieta gigantesca, laberíntica, sus pupilas dilatadas por la súbita ausencia de luz, sus corazones palpitando con mayor fuerza, sintiéndose los únicos habitantes de un nuevo mundo. Si se detenían y dejaban de respirar por unos segundos, el silencio era tan absoluto que les producía una especie de pitido en los oídos, algo insólito para un par de urbanitas.

Entonces vieron algo: una abertura en la roca. La entrada de una cueva. Hace treinta años, cuando él visitó aquel lugar por vez primera, no vio ninguna cueva. Y era improbable que nadie del grupo se diera cuenta de algo así. Pero aunque treinta años es un buen periodo de tiempo en la vida de una persona, apenas es un suspiro a nivel geológico. Era imposible que esa cueva se hubiese formado en ese lapso temporal. Tal vez había permanecido oculta por una roca. Pero, ¿dónde estaba ahora la roca?

Se dejaron de elucubraciones y encendieron sus linternas frontales. Un estrecho túnel les condujo a una sala de grandes dimensiones donde se alzaba una estalagmita que a ambos les recordó un falo ciclópeo. Siguieron por un corredor hasta una bifurcación y decidieron tomar el pasillo de la derecha. Atravesaron alguna gatera y al llegar a la entrada de una sima cuyo fondo no alcazaba a iluminar la luz de sus frontales optaron por regresar. 

Por algún fenómeno de percepción sensorial, el camino de vuelta siempre nos parece distinto al de ida. Súmese a esto la oscuridad total, la ausencia completa de sonidos y un terreno resbaladizo y obtendremos dos personas desorientadas al final de la ecuación. ¿Habían encontrado dos bifurcaciones o acaso eran tres? Por desgracia, a ninguno de los dos se le ocurrió llevar consigo un cordel, aunque ambos conocían de memoria la historia de Ariadna y Teseo.

En el momento en el que la desesperación comenzaba a hacer mella en el ánimo oyeron una voz.  Tal vez eran otros excursionistas. Justo en el centro de una nueva intersección un hombre viejo y delgado cuya única ropa parecía ser su larga barba estaba recitando algo, un poema, una saga, Dios sabe qué en una lengua que ninguno de los dos había oído jamás. Al oírlos llegar se detuvo súbitamente y los examinó con sus ojillos de pez abisal. Ella dijo que se habían perdido y el viejo, usando la misma lengua que ellos, les confesó que él mismo se había perdido en esa cueva mucho tiempo atrás. Había llegado hasta allí huyendo de la gente, la jauría humana, según sus propias palabras. No sólo era un misántropo convencido y un anacoreta, sino un apóstol del pesimismo. Ella replicó que no era posible ser apóstol y anacoreta al mismo tiempo, pues ¿a quién iba a convertir si evitaba todo contacto humano? El viejo lanzó un silbido espantoso y ambos pensaron que, de existir, ésa sería la risa de un reptil.

«Muy bien, jovencita. Os propondré un acertijo. Si cualquiera de vosotros dos da la respuesta correcta, saldréis de aquí». Aquello les sonó a los pasatiempos de Raymond Smullyan, pero no tenían nada que perder. Así que aceptaron, ¿qué otra cosa podían hacer?

«El rey de los optimistas es el optimista perfecto. Piensa que todo saldrá siempre bien, y acierta. El rey de los pesimistas es el pesimista perfecto. Piensa que todo saldrá siempre mal, y acierta. El rey de los optimistas y el rey de los pesimistas se enfrentan en combate singular. ¿Quién vencerá?».

Ambos se miraron a los ojos y se quedaron inmediatamente ciegos debido a la luz de la linterna frontal del otro. Se frotaron los ojos, pensaron, lanzaron hipótesis de trabajo, elaboraron argumentos, contrastaron conclusiones. Finalmente, ella habló. 

«El rey de los pesimistas nunca puede ganar. Si pensara que va a ganar, entonces no sería el rey de los pesimistas. Por tanto tiene que pensar que va a perder. Y como es el rey de los pesimistas, acierta. De modo que pierde». El viejo les indicó el angosto corredor que se abría a su izquierda, ellos lo tomaron y al cabo de unos minutos estaban fuera de la cueva. Sonrieron y se felicitaron por su inteligencia. Caminaron hasta el lugar en que habían rapelado, sacaron unos cordinos de la mochila y después de hacer un par de nudos Prusik empezó a subir él por la cuerda fija mientras ella le animaba desde el fondo de la grieta. Estaba claro que bajar era mucho más fácil que subir, pero la vida es así. Ya veía el tronco del pino al que habían atado la cuerda horas antes. Un poco más y estaría arriba. Fue al llegar al borde de la pared cuando descubrió que el cabo de la cuerda de escalada no estaba atado al tronco del pino, sino que era el viejo de la cueva quien lo tenía asido por ambas manos.

«Es una imposibilidad lógica que el rey de los optimistas y el rey de los pesimistas coexistan en el mismo universo del discurso. Ésa era la respuesta al acertijo», sentenció el viejo. «Sin embargo, sí es concebible un universo del discurso en el que exista un rey del pesimismo. Y siempre piensa que si algo puede acabar mal, infaliblemente acabará mal». Entonces abrió ambas manos y la cuerda desapareció.

Jorge Romera

 abril de 2012

 

Espejismos en el desierto del alma

Había leído libros de autoayuda antes de la llegada de Internet, en la prehistoria de la información. Entonces descubrió la Red y creyó ver la luz al final del túnel. Se consagró a navegar a través del ciberespacio día y noche, buscando la piedra filosofal en forma de una información  que obrara el milagro… pero no tuvo éxito. Y ahora estaba ahí, haciendo cola en la pequeña y flamante sucursal bancaria. Era un lugar agradable, con calefacción en invierno y aire acondicionado en verano, lo que justificaba la gran cantidad de abuelos que había siempre ocupando los asientos. La cola que se extendía delante de la mesa del cajero se desplazaba con lentitud geológica y un lector medio hubiera podido leerse una novela corta mientras esperaba a que llegara su turno. Por desgracia había dejado la literatura de lado mucho tiempo atrás, y desde luego se veía incapaz de sacar a la calle lo que leía ahora, por el mismo motivo por el cual lo estaba leyendo: «Cómo vencer la timidez. Estrategias fundamentales».

Tras años y años de lecturas infructuosas y de timidez paralizante y ratonil, su visión del mundo podía resumirse así: La vida es una mierda. En efecto, su existencia estaba pasando delante de sus ojos con la velocidad y la ineludible monotonía de un tío vivo, y con la percepción clara y distinta de que no estaba subido en la atracción sino fuera de ella. 

Y las cosas hubieran seguido así hasta el fin de los tiempos si su madre no hubiera tenido el buen juicio de hacerle prometer algo en su lecho de muerte. Le hizo prometer solemnemente que con el dinero que le legaba acudiría a un buen psicólogo. Y él no tuvo más remedio que aceptar, ¿cómo podía negarse? Por fortuna, todavía quedan personas que saben morirse con estilo.

Y por eso estaba ahí, en la nueva y resplandeciente sucursal bancaria. Algunos abuelos carraspeaban. Otros estornudaban. Un moscardón gordo semejante a una pelota de ping-pong revoloteaba perezosamente aprovechando las corrientes de aire cálido como si fuera un cóndor en el diáfano cielo andino. La cola se arrastraba hacía delante con la velocidad de una procesión de orugas. Y entonces ocurrió. Una mujer que caminaba por la calle sobre unos vertiginosos tacones se lo quedó mirando a través del cristal. Nunca le habían mirado de aquella manera, tan fijamente que su rostro se calentó como si fuera la luneta térmica de su coche. Y tan inesperadamente como el trueno que suena a lo lejos cuando nosotros sólo vemos sobre nuestras cabezas un cielo azul, la mujer le sonrió.

Él se limitó a quedarse allí de pie, inerte, como un pasmarote, y el momento pasó. Aquel acontecimiento, sin embargo, provocó en su cerebro una cascada de pensamientos. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué aquella mujer joven y hermosa le había mirado de esa forma? ¿Acaso el mes y medio que llevaba levantando pesas en el gimnasio estaba ya dando sus frutos? ¿Era la nueva dieta más rica en proteínas? ¿El ginseng coreano? 

La cola delante del cajero se movía con la velocidad de una placa tectónica, lo que dejaba tiempo a la reflexión. Entonces, como la súbita erupción de un volcán, volvió a producirse el milagro. Una joven de piernas inacabables y escote vertiginoso que se desplazaba por la acera como una pantera se detuvo y le miró a través del cristal. ¿Se conocían? ¿Era la vecina del ático? ¿Una antigua compañera de clase? Imposible. Si alguna vez hubiese conocido a una mujer así la recordaría cada minuto del día. Pero cuando quiso reaccionar, la mujer ya se había ido. Uno no puede pretender que algo así, un fenómeno como un eclipse, dure eternamente. ¡Estúpido! Se maldijo a sí mismo. Entonces prometió solemnemente que si volvía a ocurrir  alguna vez algo así, si una mujer hermosa volvía a mirarlo de aquella manera, se arrojaría inmediatamente a sus pies. También es cierto que aquello parecía tan improbable como ver dos veces en la vida el cometa Halley, y la mera toma de conciencia de semejante imposibilidad le tranquilizó.

Por fin llegó su turno, y cuando el cajero de ojos soñadores y bigotillo a lo Errol Flynn le pidió que le repitiese la cantidad de dinero que quería retirar, tuvo una extraña sensación y giró la vista hacia la ventana. Allí mismo, separada por los escasos milímetros del grosor del cristal, una mujer con la tímida hermosura de una flor de montaña que inmediatamente le recordó a Loreena McKennitt se había detenido en la calle para mirarlo. ¿Y era pura casualidad que en su ipod estuviera sonando en ese momento The Mummers’ Dance? Como si aquello fuese un presagio salió corriendo a la calle dejando al viejo Errol con la palabra en la boca. Se acercó a ella con el corazón latiéndole tan deprisa que creyó que le iba a estallar y le dijo que era tan hermosa como un edelweiss, aquella flor de las nieves que había descubierto alguna vez en sus solitarias marchas por las alturas pirenaicas. Y a ella le hizo gracia aquello, nunca nadie le había dicho algo semejante. Por eso sonrió. ¿Y cómo podía negarse a aceptar la invitación a  desayunar viniendo de aquel joven tan decidido y original?

Se alejaron de allí hablando de raras flores de montaña, de cimas coronadas por la nieve, de valles frondosos y lagos de imposible color azul turquesa. Y él ni siquiera se dio cuenta de que aquel ventanal de la nueva y flamante sucursal bancaria, aquel ventanal desde el que le habían mirado tantas mujeres aquella mañana era, si se miraba desde la calle, un espejo.

Jorge Romera

marzo de 2012

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Extraños en un bar. Para Nuria.

Ocurrió esta noche, hace apenas una hora. Entré en un garito muerto de sed y pedí una cerveza. No es que me entusiasmen las zonas portuarias, pero tenía que hacer un trabajito por allí y el bocadillo de anchoas que me había metido entre pecho y espalda a mediodía estaba teniendo ciertas repercusiones en mi organismo a nivel celular.

Entró en el bar un tipo con una cara tan graciosa que se me escapó una risotada. Nada demasiado estridente, pero el menda se dio cuenta y me miró fijamente. La verdad es que con aquel careto se habría hecho rico trabajando como modelo en una escuela de caricaturistas. Se sentó junto a mí en la barra y pidió un vaso de leche. Yo ni siquiera sabía que en estos sitios tuvieran leche, y no pude evitar un comentario jocoso. Lo siento, es mi sentido del humor.

El tipo, que dijo ser vegetariano, no pareció molestarse y me invitó a sentarme en una de las mesas. Por su acento hubiera dicho que era norteamericano, tal vez de Missouri o Kentucky. En realidad no tenía ni idea de su procedencia, pero esos nombres me parecían lo suficientemente exóticos como para juguetear con ellos. «You look like a platypus»- le dije para fardar un poco de inglés, y es que no todo el mundo sabe cómo se dice «ornitorrinco» en ese idioma. Luego me levanté para ir al servicio y cuando volví tenía otra jarra de cerveza bien fría sobre la mesa cortesía de mi nuevo amigo cara de ornitorrinco. Le agradecí el gesto y la apuré de un golpe, malditas anchoas. Entonces empezó a contarme una extraña historia.

Años atrás había estado trabajando en una inmobiliaria. Eran tiempos duros para ese sector y aquel mes ningún miembro del equipo había vendido absolutamente nada. Los mandamases de arriba llamaron al jefe de ventas y le debieron dar tal repaso que cuando bajó parecía Barbarroja arengando a sus hombres antes de un abordaje. Toda su elocuencia fue, sin embargo, infructuosa pues las ventas siguieron estancadas en la más absoluta nulidad. Al fin, el jefe de ventas decidió hacer un nuevo fichaje, un tal Frank, quien años atrás había trabajado allí demostrando tener la escasez de escrúpulos necesaria para cerrar cierto tipo de ventas.

El tal Frank era un tipo enorme de unos noventa y cinco kilos de peso y una cara cuadrada picoteada por la viruela. El primer sábado por la mañana que trabajaron todos juntos, el tal Frank decidió arrogarse el papel de líder y, para aunar las voluntades y subir la moral de la tropa, tuvo la genial idea de invitar al equipo a una especie de catering a base de productos cárnicos. 

Mi amigo cara-de-ornitorrinco anunció que él no comía carne y el bueno de Frank respondió que qué mariconadas eran ésas. Normal. Finalmente decidieron arrinconarlo en una solitaria mesa mientras el resto se ponía hasta arriba de grasas saturadas y colesterol del malo. 

A partir de ahí las cosas fueron de mal en peor para mi amigo, un verdadero descenso a los infiernos. Comenzó el bueno de Frank con sus bromitas bienintencionadas cuyo blanco era invariablemente el vegetariano, el diferente, y el resto del equipo no tardó mucho en secundarlo. En un mes en el que las ventas no despegaban del suelo y los de arriba no hacían más que amenazar con el despido, mi amigo se convirtió en el cabeza de turco, el chivo expiatorio, un saco de boxeo.

Yo hubiera cogido al bueno de Frank por la corbata en el lavabo de la empresa y le habría puesto la punta de mi bolígrafo Bic naranja delante de la pupila de cualquiera de sus ojos. Luego le habría roto la tapa de la taza del wáter en la cabeza. Se acabaron las bromas, Frank. ¿Lo pillas, Frank? Pero mi amigo no tenía lo que hay que tener. No sé qué me dijo de tasa de testosterona baja. Tonterías.

Un buen día, coincidiendo con su onomástica, mi amigo decidió invitar a todo el equipo a un desayuno especial. Trajo el chocolate de su casa en termos, bien caliente, y cuando empezó a verterlo en los vasos de plástico aquella maravillosa fragancia inundó de tal manera el despacho que los jugos gástricos de todos los miembros del equipo comenzaron a danzar en una especie de ballet sincronizado. Y los bizcochos parecían recién horneados.

Mi amigo dijo que había olvidado algo, un ingrediente muy especial, que empezaran sin él, que bajaba un momento al supermercado de la esquina y volvía en seguida. Pero no volvió. No volvió nunca más. En realidad no había olvidado ningún ingrediente especial. El cianuro estaba ya ahí, bien disuelto en el chocolate. Después de todo, también él tenía sentido del humor, ¿no? Y al decirme esto, en aquel bar, después de haberme bebido la cerveza a la que me había invitado minutos antes, sonrió de una forma que no me gustó. Y ahora, mientras escribo estas líneas, comienzo a sentir una sensación extraña en el estómago. Sí…, me siento extraño….

Jorge Romera

marzo de 2012

Ira y fuego. Reflexiones de un conductor.

El fin de semana había sido tranquilo y el tiempo apacible como una promesa de primavera. Salió del peaje de la autopista con la rápida e inexorable sucesión de marchas hasta poner la quinta, la velocidad estancada en 110 kilómetros por hora. Solía circular por el carril central pero ahora estaba en el de la izquierda, por qué no. ¿Sólo podían circular por la izquierda los Audi, los Mercedes y los BMW? Como si ese carril se hubiese inventado exclusivamente para ellos, señores feudales del asfalto. Fue entonces cuando sucedió algo completamente inesperado: una masa de acero y cristal pasó como una exhalación por su izquierda en el pequeño espacio que quedaba entre  su coche y el quitamiedos que delimitaba la mediana de la autopista. 

¡Hijo de puta!- se oyó gritar a sí mismo, el corazón latiendo desbocado por el miedo y la ira. Tuvo suerte. Si hubiese girado leve e inadvertidamente el volante hacia la izquierda para centrar un poco más la posición del vehículo en el carril, aquel todoterreno rojo y su Daewoo hubieran entrado en colisión lateral produciéndose posiblemente un choque de aquél con la barrera y un rebote inmediatamente posterior que habría catapultado al Daewoo hacía la derecha chocando a su vez con el vehículo que circulaba en ese momento por el carril central.  Un potente saque inicial en una mesa de billar americano. La mecánica newtoniana en acción. Caos y destrucción.

Podríamos haber muerto- no cesaba de repetir. Apretó el volante con todas sus fuerzas y pisó el acelerador tan a fondo que empezó a dolerle la planta del pie. El todoterreno rojo había salido disparado hacia adelante como el Halcón Milenario de Han Solo, y el Daewoo de diecisiete años, aquella chatarra con ruedas, se pegó a él como si estuvieran unidos por una cadena. Los flashes de las cámaras de los radares iluminaron la noche como si estuvieran en la gala de los Oscar, pero le importaba una mierda. Iba a dar caza a aquel hijo de puta sí o sí, ésa era ahora su misión en la vida. Y cuando al fin llegaron al siguiente peaje, se detuvieron ambos vehículos delante de una de las cabinas, tiró del freno de mano con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancarlo y abrió la puerta para correr hacia el otro vehículo ya no era un conductor: era un soldado de Gengis Kan entrando como un poseso en una aldea antes del saqueo; era un ángel vengador; era la diosa Némesis.

Abrió la puerta del todoterreno rojo con tanta fuerza que a punto estuvo de sacarla de sus goznes, asió por el cuello al conductor y levantó su pesado puño. Entonces, como un rayo de sol abriéndose paso entre nubes de tormenta, vio a un niño sentado en su sillita. Lloraba desconsolado, presa de un miedo ancestral. Y él también se sintió triste. Triste y vacío. Perdone- se oyó decir a sí mismo antes de aflojar su presa y volver arrastrando los pies a su viejo Daewoo.  

Jorge Romera

febrero de 2012

Duelo de Titanes (Versión tuneada)

Vaya mierda. El gilipollas del jefe lo tuvo haciendo fotocopias toda la santa tarde como si fuera un puto becario y no el tercero de su promoción. Una licenciatura en Económicas, un MBA de campanillas y un nivel de inglés que haría palidecer de envidia al mismísimo Shakespeare, y aquel cretino lo había tenido pegado a la máquina fotocopiadora como si fuera Prometeo encadenado. Y encima una avería en la línea 4 del metro. Cómo no. 

Seguro que cuando llegara a casa ya habría empezado el partido. ¡Joder! ¿Resulta extraño que cuando por fin entró en el ascensor del edificio de apartamentos en el que vivía estuviera de un humor de perros? ¿Y qué miraba el vecino del quinto? ¿Acaso no le había dado las buenas tardes? Majadero. Entonces ocurrió. Así, sin más ni más. El ascensor se detuvo entre dos pisos. 

Veamos. No era un problema del fluido eléctrico puesto que había luz. Ergo… tenía que ser una avería del aparato. Se turnaron para pulsar el botón de la alarma. Nada. La niña de dos años que vivía en el tercero la hacía sonar cada vez que su papi divorciado venía a buscarla y la bajaba en el ascensor y ahora aquello parecía el cuento de Pedro y el lobo. Ergo… ¡mierda! 

Bueno, se acabó. Del bolsillo de su pantalón extrajo su móvil de ultimísima generación como si fuera un mago sacando un conejo de la chistera, sonrió como el Bond interpretado por Roger Moore después de soltar una gracia y se dio cuenta de que no tenía cobertura. No me jodas. La telefonía móvil más cara de toda Europa con las prestaciones del Cuerno de África. Por supuesto, el vecino no tenía teléfono móvil. Y lo dijo con orgullo, como si acabara de anunciar que había corrido el maratón en menos de dos horas o la milla por debajo de los cuatro minutos. Retrógrado.

Se quedó mirando a su compañero de cautiverio con cara de asco mal disimulado. De todas las personas que vivían en aquel inmueble tenía que tocarle aquel palurdo. ¿Por qué no podía haber subido con la tía buena del ático? Aquella rubiaca llevaba mirándolo con ojos de sexadora de pollos experimentada desde hacía meses, y él le devolvía la mirada poniendo cara de póquer. Vamos. No era hombre de ir diciendo piropos por ahí como si fuese un obrero de la construcción desesperado. Él era un tipo duro.  Se había educado en el cine negro americano de los años 40, ¿y alguien había visto alguna vez a Humphrey silbando a una rubia platino? Ni de coña. 

Se oyó una fuerte detonación en las inmediaciones. Uno de los dos equipos acababa de marcar. «El Madrid, sin duda», sentenció el vecino con la autosuficiencia de un gañán pronosticando el tiempo por el vuelo de un pájaro. «Y una mierda», contestó él. «Ha sido el Barça».

Hacía calor ahí dentro, una verdadera sauna Se quitó el jersey, y le importaba un ardite si debajo llevaba la camiseta de Messi. El día anterior había habido mucho tira y afloja en la oficina entre los seguidores de ambos equipos y decidió vestir la camiseta de su ídolo para ayudar a cristalizar la fuerza de los barcelonistas, y de paso hacerle la pelota al jefe. El vecino se lo quedó mirando con ojos que traslucían odio e incomprensión: «Messi», bufó. «Debería haberlo supuesto». «No usarás el nombre de Dios en vano», se oyó decir entonces a sí mismo con la convicción de un nuevo apóstol. Y ante la mirada de escepticismo de aquel rufián, sentenció: «Messi es Dios». 

Entonces el palurdo, el gañán, el badulaque se quitó aquella enorme mochila de la espalda -¿y qué diablos podía tener ahí dentro?- , se desabotonó la camisa y  con arrogancia y desprecio mostró lo que llevaba debajo: la camiseta de Ronaldo. «Ronaldo es Dios», contestó, subrayando las cursivas. «Cristiano Ronaldo. ¿Lo pillas?». De nuevo las cursivas. Pedante de mierda. Y el hecho de que ninguno de los dos sufriera claustrofobia no impidió que la temperatura en el interior del habitáculo subiera unos cuantos grados Celsius.

Cuando horas más tarde el equipo de bomberos consiguió abrir con una sierra radial las puertas del ascensor y aquellos esforzados profesionales descubrieron lo que había dentro, no  pudieron dar crédito a lo que veían sus ojos: los clones de Leo Messi y Cristiano Ronaldo jugando una partida de ajedrez.

Jorge Romera

febrero de 2012

¿De verdad que Dios no juega a los dados con el universo?

Tarde o temprano tenía que suceder. Y aún así, todavía le costaba hacerse a la idea. Se miró en el espejo una vez más, como llevaba haciendo desde hacía meses, y sonrió. Director general, quién lo iba a decir. Y con aquella cara de gilipollas. No había sido nada fácil. Había sabido estar en el lugar apropiado en el momento justo, y no una ni dos, sino unas cuantas veces. Y sí, es cierto, había tenido que chupar unas cuantas pollas y poner algunas zancadillas en el camino, pero sólo sobreviven los más fuertes. Es ley de vida. Darwinismo social puro y duro.

Volvió a mirar su cara reflejada en el espejo y lo que vio no terminó de gustarle. Aquellas ojeras. Él, que siempre había dormido como un niño. Pero ya se sabe, ser director general de una de las empresas más importantes del sector conlleva siempre ciertas tensiones. Como el problema del coche de empresa. Toda su vida soñando con tener dinero para comprarse un cochazo, y ahora que ganaba dinero de verdad, auténtica pasta gansa, resulta que el coche lo pagaba la empresa. ¿No era irónico? 

Pero como suele decirse, no es oro todo lo que reluce. Él había fantaseado con un deportivo, rojo, por favor. Le importaba una mierda si algún psicoanalista de pacotilla que se había sacado el diploma en un cursillo por correspondencia le diagnosticaba un complejo cualquiera. ¿Y qué si un deportivo rojo era un sustituto del pene o un símbolo fálico? Él quería un Ferrari, o por lo menos un Porsche. Pero le dijeron que no podía ser. Bueno, fue más bien una sugerencia. Nadie le dice que no a todo un director general. Al parecer, no resultaba muy apropiado que el director general de una empresa que acababa de despedir a mil trescientos trabajadores alegando problemas de liquidez apareciera delante de las cámaras de televisión con un Ferrari 458 Spider color fuego mientras algunos ex empleados suyos despotricaban a las puertas de la empresa con aquellas ridículas pancartas. Una lástima. Con lo buena que estaba la reportera aquella.

Así que ahora se veía en la difícil tesitura de tener que elegir entre el Jaguar XJ y el Mercedes clase S. Y si sólo fuera eso. Luego estaba el apartado «equipamiento y accesorios». Por ejemplo, Mercedes proponía diferentes tipos de cambio: el automático de 5 velocidades AMG Speedshift, el 7G-Tronic o el 7G-Tronic Plus. Pero también podías elegir un cambio deportivo de 7 velocidades, o el cambio Direct Select, con levas de cambio en el volante. Para volverse loco. Completamente neurótico.

Quizá fuera a causa de todo ello, pero últimamente no se encontraba nada bien. Las digestiones se habían vuelto pesadas como el plomo y ya no solía dormir de un tirón. Él, que era sólido como una roca. Y a la hora de firmar aquellos documentos mediante los cuales se ponía de patitas en la calle a mil trescientos trabajadores el pulso no le tembló. ¿Por qué nadie pensaba nunca en los accionistas? ¿Acaso no eran también hijos de Dios?

Bueno, en realidad no fueron mil trescientos trabajadores, sino mil trescientos uno. No pudo evitarlo. Vio la oportunidad y la tentación fue demasiado fuerte. Rupérez había sido siempre una piedra en el zapato. Todavía recordaba aquel día en el que durante una reunión de alto nivel quiso ilustrar mejor sus argumentos y sacó a colación unas palabras que había leído en algún libro de Sócrates. La audiencia había quedado gratamente impresionada con su vasta cultura cuando, de repente, Rupérez tuvo que abrir su bocaza afirmando que Sócrates no había escrito libro alguno. Menuda gilipollez. Los ánimos se crisparon un poquito aquella tarde, cierto. Le hubiera machacado la cara a aquel imbécil. Luego resultó que tenía razón, el muy vago no había escrito nada en su puta vida. Y qué. Cualquiera puede confundirse. 

Pero esta vez, cuando tuvo a Rúperez sentado frente a él en su despacho, aquel despacho que tenía tanta caoba que habría sido necesario talar un bosque entero para amueblarlo, esta vez no se confundió. Y hasta se puso a llorar, el muy mariconazo. Lee ahora un poquito de filosofía, mamón.

Y entonces, cuando se encontraba en la cima del mundo, en la cúspide de su propio Everest, el cardiólogo le venía con el cuento de que habían visto una irregularidad en su corazón. Venga ya. Su padre había muerto a los noventa bien cumplidos y tenía el corazón como el motor de un tanque.

Pero con el paso del tiempo empezó a sufrir ciertas molestias. Al principio pensó que era simple aprensión, una ligera hipocondría impropia de un capitán de empresa como él. Por eso, cuando se despertó en una camilla entubado por todas partes, creyó que se encontraba en mitad de una pesadilla. Según le contaron, la dominicana a la que pagaba tres euros la hora por limpiarle el dúplex de cuatrocientos metros cuadrados se lo encontró tirado en mitad de aquel salón grande como el vestíbulo de un aeropuerto. Hubo suerte con la ambulancia y más suerte aún con el cirujano, una eminencia que había estudiado nada menos que en la universidad Johns Hopkins. La operación no fue fácil, y hubiera sido imposible salvar su vida, por muy rápido que fuera el conductor de la ambulancia y muy tocado por el dedo de Dios que fuese el cirujano aquel, si no hubiera habido un corazón sano disponible. Su portador ingresó aquella misma tarde en el hospital, ya cadáver. Un padre de familia acosado por las deudas y el paro que había tirado la toalla y su propia vida desde aquel ático que ya no podía pagar. Se llamaba Rupérez.

Jorge Romera

febrero de 2012

 

El nacimiento de la tragedia, o el azar y la necesidad

Al igual que el degradado capitán Yossarian de Trampa 22, la genial novela de Joseph Heller, Jorjune tomó la decisión de vivir para siempre o morir en el intento. Pero quién sabe por qué tomamos las decisiones que tomamos en la vida.

Un buen día creyó haber encontrado el elixir de la eterna juventud en un artículo de la revista Integral que hablaba del ayuno terapéutico. Y como es natural, llegó hasta esa revista por puro azar. 

Jorjune era un joven dinámico y musculoso, y cuando un compañero del gimnasio le sugirió que se pasara por su estudio para hacerle unas fotos que le inmortalizarían en papel couché, la idea se le antojó sensacional. La revista Salud Total no le pagaría un duro por posar para aquel artículo sobre ejercicios de tonificación para hombres, pero qué diablos, no todos los días te preguntan si quieres posar para una revista.


La sesión fotográfica, que fue más agotadora de lo esperado, dio pie a cierta camaradería entre Jordi, que así se llamaba el fotógrafo, y Jorjune, de modo que cuando aquél invitó a éste a cenar una noche en su casa, Jorjune no sólo no pudo negarse sino que aceptó la idea con el entusiasmo de quien cree haber hecho un nuevo amigo.

Jorjune llegó a la cena con tiempo de sobras, pues no era persona a la que le gustase hacerse de rogar. Eso no era problema en casa de Jordi y Fina, la mujer del fotógrafo, donde había numerosos ejemplares de las revistas para las que trabajaba con los que poder entretenerse. Aquella primera noche Jorjune escogió un número de la revista Integral. La temática de aquella publicación giraba en torno a la ecología, la salud y la vida natural, y aunque Jorjune era un entusiasta de las pesas, y un apóstol de la proteína animal y los aminoácidos ramificados, su espíritu era lo suficientemente ecléctico como para correr el riesgo de adentrarse en otros campos del conocimiento. 

Aquel artículo sobre el ayuno terapéutico chocaba frontalmente con una visión del mundo basada en ejercicios anaeróbicos, crecimiento muscular y  dietas hiperprotéicas, pero estaba bien argumentado y parecía lo suficientemente revolucionario y contraintuitivo como para que alguien con una mente abierta le otorgase el beneficio de la duda. Y tal vez la cosa hubiese terminado así, con una simple lectura nocturna antes de la cena que sería borrada de su mente por las luces de un nuevo día, pero hubo otras invitaciones a cenar y aquellas revistas estaban siempre ahí, incitando a la lectura, atrayendo a Jorjune con sus cantos de sirena y sus promesas de inmortalidad. 

¿Cómo era posible que, según algunos experimentadores, ratones sometidos a dietas tan escasas en calorías que rozaban el ayuno viviesen el doble que sus congéneres alimentados ad libitum en una especie de frenesí pantagruélico? Y luego estaban los ejemplos de poblaciones humanas: los vilcabambas de los Andes ecuatorianos, los hunzas que viven en lo más profundo de la cadena del Karakorum del Himalaya occidental, los abkazianos de las montañas del Cáucaso, los indios tarahumara de las montañas de Sierra Madre…. Todos aquellos pueblos tenían en común la pobreza calórica de sus dietas y la increíble longevidad de sus habitantes.

Aquella información supuso una auténtica epifanía para Jorjune, que vio como su visión del mundo se tambaleaba por momentos. Buscó bibliografía, realizó incursiones en librerías especializadas y bibliotecas públicas, leyó sobre el higienismo, las incompatibilidades alimenticias, el crudivorismo, las dietas macriobióticas, el budismo, el jainismo y la filosofía zen, y cuando quiso darse cuenta había sustituido los batidos de proteínas y los pollos a l’ast por los copos de avena crudos, la levadura de cerveza, el germen de trigo y las zanahorias. Jorjune se había convertido al vegetarianismo. Y como en una de esas figuras de fantasía llevadas a cabo con fichas de dominó, cuando la primera pieza cayó, el resto hizo lo mismo con la inexorabilidad de la cadena de eslabones que explica un fenómeno físico, un suceso histórico o una trayectoria vital. El destino no está en las estrellas, sino en nosotros mismos. Pero eso ya lo dijo Shakespeare.

Reflexiones sobre el precio de las cosas (3ª Parte)

Nos quedamos ayer a la puerta de esa tienda de ropa con nombre de reminiscencias toscanas y bollería francesa. Todo lo cual es una manera elegante de sugerir al lector recién llegado que lea las dos partes anteriores. Al igual que lanzarse a la gélidas aguas de un mar invernal, pedirle al jefe un aumento de sueldo o cambiarse de cola en la caja de un supermercado, las decisiones que se toman en la vida no son más que eso: un factor mental. Y en cuanto crucé la línea que separaba la calle del umbral del establecimiento, Nuria supo que había perdido la apuesta.

El lugar estaba vacío, lo cual no resultaba sorprendente teniendo en cuenta los precios del escaparate. En aquella tienda no había entrado nadie desde que George Clooney fue a inaugurar el local ese que vende cápsulas de café de fantasía al otro lado del Paseo, y se le ocurrió pasar por aquí para comprarse unos calcetines. 

El dependiente, un tipo alto y atractivo que lucía el mentón de Yale, salió a recibirnos como si fuese un oso grizzly que hubiera despertado de su largo letargo invernal. La falta de costumbre, supongo. Se nos quedó mirando  como si estuviéramos fuera de lugar: un par de cagadas de paloma en la carrocería de un Rolls-Royce.

«¿Qué desean?»- preguntó al fin con acento de haber estudiado en alguna universidad de la Ivy League. Y con aquel aspecto mayestático y en medio de todo ese lujo asiático, se me antojó el genio de la lámpara maravillosa concediéndonos tres deseos. 

«Un traje. Me gustaría probarme un  traje». El dependiente se me quedó mirando como si quisiera hipnotizarme, escaneando mi ropa, evaluando mi corte de pelo, midiendo la longitud y grosor de mis patillas. Yo iba con lo puesto: tejanos «springfield», chaqueta de piel para todo uso «coronel tapioca» y zapatos «timberland». Luego miró a Nuria y la afilada punta de una duda pareció abrir una fisura en su armadura de hielo porque… ¿qué diablos hacía una mujer tan hermosa con un tipo como yo? Tal vez fuera un nuevo rico, alguien a quien le había tocado la lotería primitiva la semana pasada con ganas de ampliar el fondo de armario y, bueno, por algún sitio tenía que empezar.

Me sacó un traje de 4.000 euros, y hasta ahí podíamos llegar. ¿Creía de verdad que iba a probarme un traje que costaba menos que el trolley ese que había expuesto en el escaparate? De algún lugar, quizá la caja fuerte, extrajo un conjunto de 9.000 euros y aquello ya me pareció mucho mejor. Y un par de gemelos para los puños de la camisa, por favor. 


Y parece mentira cómo puede cambiar tu aspecto una prenda de calidad. Me miré en el espejo y por un momento me creí Pierce Brosnan en «The Thomas Crown Affair». Y si hay alguien que sabe llevar un traje, ése es el bueno de Pierce. Mientras que otros hombres supuestamente elegantes parece como si hubieran dormido con el traje que llevan puesto, es como si Pierce hubiese nacido con él.

Me di una vuelta por la tienda con mi nuevo atuendo. ¿Por qué no? No había nadie y, como suele decirse, la elegancia se demuestra en movimiento. Nuria me inmortalizó con unas cuantas instantáneas tomadas con la cámara de su teléfono móvil y luego me cambié de ropa mientras el vendedor empezaba a adquirir cara de gárgola. Entonces, cuando nos disponíamos a salir, le entregué una de mis tarjetas, la última.

Jorge Romera 

               www.asquerosamentesano.com

Nunca se sabe.

Reflexiones sobre el precio de las cosas (2ª Parte)

Continúo caminando por el Paseo de Gracia entre personas de alto poder adquisitivo, habituados a vivir en áticos de alto standing en la zona alta de la ciudad, y a conducir automóviles de alta gama, y me siento un enano entre gigantes,  Gulliver recorriendo el país de Brobdingnag. Me pregunto qué deben sentir los ricos. ¿Seguridad? ¿Tranquilidad? ¿Confianza? ¿Arrogancia? ¿Prepotencia? ¿Hastío? ¿Envidia?

Recuerdo un episodio de Doctor en Alaska en el que un joven nativo americano obtiene el encargo de hacer unas reformas en la vivienda de uno de los hombres más ricos del pueblo. El prohombre, que también es indio, invita al muchacho a pasar una velada con unos cuantos hombres maduros de la región. En medio de la fiesta, el joven nativo descubre con asombro e incredulidad un cuadro en una de las paredes del sótano. «¿Eso no es un Warhol?», pregunta con la voz entrecortada por la emoción. «Sí», contesta el hombre rico sin concederle mayor importancia. Pero más tarde, el alcohol y la camaradería fluyendo por sus venas, el hombre rico lleva al muchacho aparte y, con ojos soñadores, le confiesa: «A veces me pregunto qué se debe sentir siendo rico». El joven nativo se lo queda mirando sin dar crédito a lo que oye y espeta: «¡Pero usted ya es rico!». A lo que el hombre, la vista clavada en algún punto del infinito, susurra: «Quiero decir… rico de verdad».

Y rico de verdad tiene que ser el que compre en la tienda de ropa frente a cuyo escaparate acabo de detenerme. Veamos: una corbata -léase un trozo de tela- 225 euros. Unos zapatos de piel, que por el precio tienen que ser de la piel del cocodrilo que salía siempre en las películas de Tarzán que interpretaba Johnny Weissmuller, 600 euros (se supone que el par). El traje cuesta 4500 euros. Y el trolley… ¿qué es un trolley? Por suerte, en los rótulos con el precio está el nombre del objeto en tres idiomas: catalán, castellano e inglés. Leo el rótulo: Trolley / Trolley / Trolley. Está claro. Sin embargo, haciendo acopio de todo mi poder de deducción, concluyo hábilmente que se trata de una pequeña maleta con un tirador y unas ruedas, de esas que se utilizan para llevar unos calcetines y una muda limpia en el puente aéreo. Pues el trolley cuesta 5.700 euros. Y aún después de leerlo dos veces comienzo a sospechar que me he pasado esta mañana con la levadura de cerveza.

Doy unos pasos hacia atrás y elevando la vista leo el nombre de la tienda, que musicalmente evoca el aire límpido y luminoso de la Toscana, uvas y suaves colinas. Empujado por una pequeña discusión que Nuria y yo tuvimos recientemente, me dirijo a la puerta del establecimiento. Yo estaba algo soñador aquella tarde y fantasee con la idea de probarme un traje en aquella tienda. Ella afirmó categórica que no me atrevería a entrar ahí y probarme un traje. Hubo sonrisas irónicas y mucho arqueo de cejas, como si estuviéramos evaluando nuestras respectivas fuerzas. Y a continuación, un cruce de apuestas. Siempre nos apostamos una cela en el Hotel Vela (W), aunque cuando ella pierde, la cena en el Vela termina siendo una cena con velas, que no es que esté mal pero no es exactamente lo mismo. Y cuando pierdo yo, simplemente me salgo por la tangente. Pero ahora ella está aquí, junto a mí, después de haberla llamado por el móvil hace unos minutos.

Nuria ha leído un manuscrito de «Asquerosamente sano» y juega con ventaja, pues sabe que hace sólo siete años yo era incapaz de llamar por teléfono a una librería para preguntar el precio de un libro, o ya puestos, entrar en una tienda de ropa y probarme unos pantalones. Pero también ha comprobado mi evolución de primera mano, y la sombra de una duda sobrevuela esa región de su cerebro que se ocupa de la toma de decisiones. Ya es tarde, sin embargo, pues acabo de traspasar el umbral del establecimiento, y ella no tiene más remedio que seguirme. Me imagino que ahora debe estar recordando el primer fin de semana de febrero, el de la ola de frío siberiana. Estábamos en Sa Boadella, esa preciosa cala cercana a Lloret, pues resulta fascinante contemplar el mar en invierno, sus colores y aromas completamente distintos a los del amable mar estival. El viento arreciaba levantando olas que se estrellaban contra las rocas y entonces, como la hermosa Beatriz pidiéndole al esforzado Alonso que vaya a buscar la banda azul que ha perdido esa tarde en el monte de las Ánimas, Nuria, también hermosa, me recuerda mi promesa de bañarme en el mar todos los meses del año. A veces soy un poco ingenuo a la hora de decir las cosas, pero una promesa es una promesa, y ya es demasiado tarde cuando ella grita que no lo haga, mi ropa desperdigada sobre la fría arena y las gaviotas chillando en lo alto de un cielo plomizo. Una carrera rápida y un lanzamiento, no es más que eso, y el mar acogiéndote en su seno como si siempre hubieses pertenecido a él.