Siempre he tenido un sexto sentido para las contradicciones. Quizá por eso me llegó a apasionar tanto la lógica matemática que desperdicié los mejores años de mi vida con esa disciplina. Luego llegó Kurt Gödel y me despertó de mi sueño dogmático, un poco como le pasó a Kant con Hume, pero en plan modesto. ¿Cómo era posible que un tipo con la inteligencia de Gödel, el autor del teorema lógico matemático más famoso de todos los tiempos, muriese de inanición porque su mujer, que era la única de la que se fiaba a la hora de poner la mesa, tuvo que ser hospitalizada y por tanto no pudo hacerle la comidita durante unos días? Y eso que vivía a cuerpo de rey en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, que el tipo podía pedir una tortilla de champiñones y se la hacían al momento. Pero el bueno de Kurt no se fiaba de nadie a la hora de comer y se murió de hambre. Lo sé, lo sé… un estudiante de filosofía no tiene por qué conocer la biografía de los autores que estudia, ya me lo decía mi ínclito profe de lógica. ¿Pero acaso la filosofía no es el arte de hacerse preguntas? Así que dejé la carrera, adiós muy buenas, lo que no significa que me practicasen una lobotomía al salir de allí para siempre (aunque hay gente que piense lo contrario).
De modo que voy por la calle con talante contemplativo, filosófico, contabilizando alelados whatsappearores que colisionan entre sí como bolas de billar después de un potente saque inicial, cuando casi me doy de bruces con el cartel publicitario que encabeza estas líneas. «La libertad es el premio», reza el eslogan. Yo no soy un experto en semiótica como Umberto Eco, vale, pero aquí hay algo que no huele bien. Noto un tufo raro como a pescado podrido. Miro a mi alrededor, por si hay algún contenedor de basura cercano que ha quedado accidentalmente abierto, o he pisado inadvertidamente una mierda de perro, algo que la experiencia me sugiere que no es del todo imposible caminando por esta bella ciudad. Pero no distingo contenedor alguna en muchos metros a la redonda, y las suelas de mis zapatos por una vez están impolutas.
Veamos, ¿qué tenemos aquí? Si hacemos abstracción de la imagen reflejada en el cristal debajo del cual queda encerrado el cartel publicitario (tampoco hay que pasarse de listillo con el análisis), nos encontramos con un mugriento muro, propio del extrarradio de una gran ciudad, de un suburbio, de un gueto. Un sitio donde la gente dice «¿qué pasa, colega?», «mira que te meto» y cosas así. Sobre él, alguien que fue a la escuela cuatro días e hizo novillos dos de ellos ha pintarrajeado «La libertad es el premio», donde «libertad» y «premio» aparecen en mayúsculas y con un tamaño algo mayor que el resto de palabras para que no pasen inadvertidas al lector medio de este culto país. En el centro del muro han practicado un boquete a través del cual puede contemplarse un paisaje idílico: las Torres del Paine, en la Patagonia.
Una pequeña exégesis del cartel publicitario por parte de este humilde servidor nos lleva al siguiente mensaje, que es lo que presumiblemente han querido transmitir las luminarias que lo concibieron: «¿Harto de vivir en un gueto de mierda, de ser un pobre diablo, de no tener una casa con piscina, spa y mayordomo inglés? ¿Hasta la coronilla de verte obligado a esperar el autobús mientras el payaso lifteado de turno se ríe de ti dentro de su Ferrari con esa rubia de copiloto que parece venir ya incorporada de serie? ¿Hastiado de que en tus fiestas de cumpleaños los invitados no sean nunca más de cinco y para colmo te pregunten siempre por Ferrero Rocher mientras tú tienes que mirar para otro lado? ¿Harto de que te ignoren hasta las palomas de la plaza Cataluña cuando les tiras migas de pan? ¿Cansado, en suma, de esa rutina de vida que llevas y puede resumirse en una sola frase: de-casa-al-trabajo-y-del-trabajo-a-casa? ¿Cómo? ¿Que ni siquiera tienes un empleo de mierda, infeliz? Pues todo eso se acabó. Es historia antigua. ¡EuroMillones, coleguita! La gran solución. La panacea. 15 millones de euros de BOTE, pedazo bote que te cagas. Y luego a vivir del cuento, chaval, a chupar del bote (nunca mejor dicho). A patearse la pasta, que son cuatro días, joder. Carpe Diem, que ya lo dijo el Horacio ése hace ni me acuerdo».
Y uno lee eso y ve las montañas y los lagos, ese lugar edénico y lejano, perdido entre las brumas de lo inalcanzable, la Patagonia, tío, y se siente, se siente… ¿cómo se siente? ¿Extático? ¿Levitatorio? ¿Esperanzado? ¿Motivado? ¿Sublime? Se siente, se siente… estafado, cuando advierte en el margen inferior derecho del cartel publicitario lo siguiente: «Loterías y Apuestas del Estado». No me jodas. ¿Del ESTADO? ¿Ése que vela por todos nosotros? ¿Ése que se señala a sí mismo en mitad del pecho robótico cuando cacarea con voz gangosa «Estado del Bienestar»? Y ahí, como una serpiente enroscada, se oculta la contradicción, el absurdo, el callejón sin salida, la jodida ironía. No, amigo lector, la libertad no es el premio. La libertad es… el PRECIO.
Jorge Romera Pino
26 de noviembre de 2012