¿La libertad es el premio? No me jodas

Siempre he tenido un sexto sentido para las contradicciones. Quizá por eso me llegó a apasionar tanto la lógica matemática que desperdicié los mejores años de mi vida con esa disciplina. Luego llegó Kurt Gödel y me despertó de mi sueño dogmático, un poco como le pasó a Kant con Hume, pero en plan modesto. ¿Cómo era posible que un tipo con la inteligencia de Gödel, el autor del teorema lógico matemático más famoso de todos los tiempos, muriese de inanición porque su mujer, que era la única de la que se fiaba a la hora de poner la mesa, tuvo que ser hospitalizada y por tanto no pudo hacerle la comidita durante unos días? Y eso que vivía a cuerpo de rey en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, que el tipo podía pedir una tortilla de champiñones y se la hacían al momento. Pero el bueno de Kurt no se fiaba de nadie a la hora de comer y se murió de hambre. Lo sé, lo sé… un estudiante de filosofía no tiene por qué conocer la biografía de los autores que estudia, ya me lo decía mi ínclito profe de lógica. ¿Pero acaso la filosofía no es el arte de hacerse preguntas? Así que dejé la carrera, adiós muy buenas, lo que no significa que me practicasen una lobotomía al salir de allí para siempre (aunque hay gente que piense lo contrario).

De modo que voy por la calle con talante contemplativo, filosófico, contabilizando alelados whatsappearores que colisionan entre sí como bolas de billar después de un potente saque inicial, cuando casi me doy de bruces con el cartel publicitario que encabeza estas líneas. «La libertad es el premio», reza el eslogan. Yo no soy un experto en semiótica como Umberto Eco, vale, pero aquí hay algo que no huele bien. Noto un tufo raro como a pescado podrido. Miro a mi alrededor,  por si hay algún contenedor de basura cercano que ha quedado accidentalmente abierto, o he pisado inadvertidamente una mierda de perro, algo que la experiencia me sugiere que no es del todo imposible caminando por esta bella ciudad. Pero no distingo contenedor alguna en muchos metros a la redonda, y las suelas de mis zapatos por una vez están impolutas. 

Veamos, ¿qué tenemos aquí? Si hacemos abstracción de la imagen reflejada en el cristal debajo del cual queda encerrado el cartel publicitario (tampoco hay que pasarse de listillo con el análisis), nos encontramos con un mugriento muro, propio del extrarradio de una gran ciudad, de un suburbio, de un gueto. Un sitio donde la gente dice «¿qué pasa, colega?», «mira que te meto»  y cosas así. Sobre él, alguien que fue a la escuela cuatro días e hizo novillos dos de ellos ha pintarrajeado «La libertad es el premio», donde «libertad» y «premio» aparecen en mayúsculas y con un tamaño algo mayor que el resto de palabras para que no pasen inadvertidas al lector medio de este culto país. En el centro del muro han practicado un boquete a través del cual puede contemplarse un paisaje idílico: las Torres del Paine, en la Patagonia. 

Una pequeña exégesis del cartel publicitario por parte de este humilde servidor nos lleva al siguiente mensaje, que es lo que presumiblemente han querido transmitir las luminarias que lo concibieron: «¿Harto de vivir en un gueto de mierda, de ser un pobre diablo, de no tener una casa con piscina, spa y mayordomo inglés? ¿Hasta la coronilla de verte obligado a esperar el autobús mientras el payaso lifteado de turno se ríe de ti dentro de su Ferrari  con esa rubia de copiloto que parece venir ya incorporada de serie? ¿Hastiado de que en tus fiestas de cumpleaños los invitados no sean nunca más de cinco y para colmo te pregunten siempre por Ferrero Rocher mientras tú tienes que mirar para otro lado? ¿Harto de que te ignoren hasta las palomas de la plaza Cataluña cuando les tiras migas de pan? ¿Cansado, en suma, de esa rutina de vida que llevas y puede resumirse en una sola frase: de-casa-al-trabajo-y-del-trabajo-a-casa? ¿Cómo? ¿Que ni siquiera tienes un empleo de mierda, infeliz? Pues todo eso se acabó. Es historia antigua. ¡EuroMillones, coleguita! La gran solución. La panacea. 15 millones de euros de BOTE, pedazo bote que te cagas. Y luego a vivir del cuento, chaval, a chupar del bote (nunca mejor dicho). A patearse la pasta, que son cuatro días, joder. Carpe Diem, que ya lo dijo el Horacio ése hace ni me acuerdo».

Y uno lee eso y ve las montañas y los lagos, ese lugar edénico y lejano, perdido entre las brumas de lo inalcanzable, la Patagonia, tío, y se siente, se siente… ¿cómo se siente? ¿Extático? ¿Levitatorio? ¿Esperanzado? ¿Motivado? ¿Sublime? Se siente, se siente… estafado, cuando advierte en el margen inferior derecho del cartel publicitario lo siguiente: «Loterías y Apuestas del Estado». No me jodas. ¿Del ESTADO? ¿Ése que vela por todos nosotros? ¿Ése que se señala a sí mismo en mitad del pecho robótico cuando cacarea con voz gangosa «Estado del Bienestar»? Y ahí, como una serpiente enroscada, se oculta la contradicción, el absurdo, el callejón sin salida, la jodida ironía. No, amigo lector, la libertad no es el premio. La libertad es… el PRECIO.

Jorge Romera Pino

 26 de noviembre de 2012

A la manera de Proust, que rima con Dessjuest

Estaba leyendo una entrada en el (im)prescindible blog del genial Dessjuest sobre una serie de televisión ambientada en la esplendorosa e imperial Roma cuando, cual magdalena proustiana impregnada en té, me ha venido a la mente un episodio de mi remoto pasado: mis primeras vacaciones como «adulto» en Lloret de Mar. 

Yo tenía a la sazón dieciocho años recién cumplidos, de ahí que haya entrecomillado la palabra «adulto» con pleno conocimiento de causa. Mis padres me ayudaron a encontrar una pensión barata en aquella villa costera y luego se marcharon tan felices. Mis progenitores, gente inocente y temerosa de Dios, no sabían, yo sí, que aquel antaño pueblecito de pescadores no era otra cosa que la nueva Sodoma y Gomorra. Donde años atrás hubo redes, barquichuelas calafateadas y aparejos de pesca ahora, en los albores de la década de los ochenta, surgían de la nada megadiscotecas con espectáculos de láser y bolas de espejuelos, se erigían hoteles con camas de colchas listadas, se elevaban bloques de apartamentos con multicolores toallas playeras ondeando en sus balcones como banderas que defendiesen  el amor libre. Frescos racimos de jóvenes holandesas, inglesas, belgas, francesas (no, por aquel entonces las rusas aún no existían) y de otros países -que suelen destacar por su escasez de luz solar, sus mujeres fragantes y hermosas, y sus hombres con cara de salmón ahumado tras dos días de sol y playa- deambulaban por el paseo que desemboca en el mar mientras destilaban esa sensación de inabarcable plenitud que únicamente poseen quienes han descubierto el secreto de la inmortalidad.

Mi plan original era pasar dos semanas allí, la primera solo y la segunda con un par de amigos que subirían desde Barcelona. La idea de estar en aquella ciudad del pecado una semana yo solo me producía una excitación salvaje imposible de traducir en palabras. Habrá lectores que pensarán «puedo entenderlo perfectamente, yo sentí lo mismo la primera vez que fui a votar». No, no me estaba refiriendo exactamente a ese tipo de excitación.

Las múltiples discotecas, con sus luces de neón y sus cantos de sirena new wave, me arrastraban con su poder sobrenatural. El día, no obstante, tenía veinticuatro horas. Se erguía ante mí un problema de dimensiones formidables: qué diantres hacer con todas las horas que no pasara en aquellos antros de humo, ruido y perdición.

Contra todo pronóstico nunca he sido un animal playero. Lo sé, puedo oír los abucheos, todos esos sonidos de acre desaprobación. Todo ese culto al cuerpo para no ser más que un vulgar vampiro, un espectro de la noche. La verdad es que pasarme todo el día al sol vuelta y vuelta rebozado en arena como si fuese una croqueta gigante no coincidía exactamente con mi idea de la diversión. ¿Qué hacer? Ésa y otras preguntas fundamentales (¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué me pongo yo esta noche?) atormentaban mi psique aún dúctil y adolescente. En aquella encrucijada, en aquel posible callejón sin salida, el azar, como tantas veces, jugó un papel determinante. Dicen que en algunos estados de Norte América es frecuente encontrar una Biblia en el cajón de la mesilla de noche de la habitación de cualquier hotel. Yo no me encontré una Biblia en aquella pensión de mala muerte, hubiera sido demasiado irónico en aquel lugar, pero sí un ejemplar de «Yo, Claudio». Y así Robert Graves me salvó la vida, tal vez literalmente, pues quizá ahora estaría muerto a causa de un melanoma maligno contraído por un exceso de sol y aburrimiento. 

Aquella semana que pasé solo en Lloret de Mar conocí un par de chicas, aunque no fue un conocimiento en el más estricto sentido bíblico (hizo falta la ayuda del Séptimo de Caballería, que llegaría una semana más tarde desde Barcelona en la forma de mis dos amigos, para que ese tipo de conocimiento tuviera lugar), di muchos paseos solitarios, aprendí mi primera frase en inglés («what’s your name?») -con resultados espectaculares para tan pequeña inversión neuronal- y, sobre todo, leí «Yo, Claudio». 

Así que, desde aquí, mis gracias a mis padres, por su bendita ingenuidad, a Robert Graves, por escribir tan magnífica novela, al azar una vez más, y a Dessjuest por su poder de evocación. Los caminos de la memoria son inescrutables.

Jorge Romera 

 19 de noviembre de 2012

Hasta pronto

Tanto el pequeño balandro como su patrón empezaron a sentirse cansados.  El viento, el sol, el frío y el agua salada comenzaron a notarse en su madera y en su piel. Los amaneceres dejaron de ser tan inspiradores y los crepúsculos tan cargados de promesas, y hasta la línea del horizonte comenzó a perder esa belleza del más lejos todavía. 

Tras mucha reflexión, el patrón decidió dirigir su embarcación a puerto. En el dique seco, tal vez, podrían arreglar aquellas vías de agua, poner de nuevo a punto su pequeño velero. Y él podría tomarse un descanso, caminar en tierra firme sin rumbo fijo, encontrarse a sí mismo y recuperar la gracia del mar, quizá, aún no irremisiblemente perdida.

 

 

El autor de este blog se siente como ese viejo patrón. Necesita encontrarse a sí mismo, recuperar la promesa del sol hundiéndose en las aguas. Por eso conduce ahora mismo este blog al dique seco. Pero no es un adiós definitivo. Es sólo por un tiempo, hasta que vuelva a sentir esa belleza del azul infinito.

Gracias a todos.

Vacaciones en el mar

Aquel viaje no comenzó con buen pie. Se suponía que era un crucero de placer y a las dos horas de haber zarpado, más de la mitad del pasaje estaba vomitando por la borda, con el consiguiente regocijo de la fauna marina. Los miembros de la tripulación, aún exhibiendo profesionales semblantes de consternación, no podían evitar sonrisillas de complicidad y miradas de inteligencia al cruzarse en cubierta, como diciendo «pardillos». 

En tales circunstancias una aventura romántica, un flechazo o un affaire, estaban descartados de antemano, lo que dicho sea de paso constituía una tragedia casi tan grande como una colisión con un iceberg, pues muchos de los pasajeros habían ido hasta ahí en busca de un romance. 

El azar, sin embargo, quiso que aquella odisea no fuese completamente en vano. El azar es así, díscolo, imprevisible, caprichoso. Ella estuvo a punto de caerse al suelo en un movimiento brusco de la embarcación. Él, fuerte y dinámico, la sostuvo por la cintura. A veces las circunstancias adversas facilitan un preámbulo, proporcionan la excusa perfecta para iniciar una conversación, y el hielo no tiene que romperse porque ya se ha roto antes en mil pedazos. 

Como suele suceder en tales ocasiones, tras una hora de charla ambos tenían esa paradójica aunque agradable sensación de conocerse de toda la vida. Cenaron juntos y más tarde, con la discreción propia de estos casos, decidieron compartir camarote. La noche fue movida, y no sólo a causa de los vaivenes producidos por el temporal. 

La luz del amanecer, entrando a raudales por el ojo de buey, los encontró abrazados y aún dormidos, sonrientes, como si en sus respectivos sueños ambos hubieran tomado una determinación. Ella no le contaría que su  marido la maltrataba, que antes de la ruptura acaecida diez años atrás le dio tal paliza que tuvieron que practicarle la cirugía plástica. Él nunca le revelaría que pegaba a su mujer, que  los hermanos de ella juraron matarle si algún día daban con su paradero, y él tuvo que acudir a un buen cirujano plástico para cambiar de identidad y salvar la vida, hacía de eso ya diez años. ¿Habíamos dicho algo del azar?

Jorge Romera

4 de octubre de 2012

Hasta que los corderos se conviertan en leones

Ella le suplicó que no acudiese a la manifestación, que no iban a arreglar nada y además era peligroso. Él la tachó de sumisa y cobarde, aunque estaba perdidamente enamorado de ella. 

Se habían conocido apenas un mes antes en una discoteca y desde entonces cada encuentro había sido más intenso que el anterior. Ella era enigmática y un punto distante, pero tan hermosa y ardiente en la cama que no podía quitársela un minuto de la cabeza. Y él era un tipo grande y peligroso, demasiado rígido y desobediente como para acatar unas normas que le parecían estúpidas.

Pensaba que irían juntos a aquella manifestación. Ambos estaban de acuerdo en que aquella política de recortes no podía seguir, que aquellos políticos hipócritas deberían haber comenzado predicando con el ejemplo y recortarse su propias prebendas. Pero ella se excusó alegando que no podía faltar a su trabajo, que tenía que pagar una hipoteca,  todas esas razones que la gente da cuando no quiere hacer lo que tiene que hacer. 

La noche del día programado para la manifestación se despidieron de una manera tan fría que él se giró para ver cómo aquella rubia cabellera brillaba bajo la tenue luz de una farola y luego se apagaba como tragada por la oscuridad, preguntándose si volvería a acariciar aquellos rizos dorados. Y al día siguiente él estaba allí, al frente, sintiéndose como un guerrero medieval antes de comenzar la batalla. Bajo sus holgadas ropas llevaba una auténtica armadura. Coderas, espinilleras, un chaleco blindado que le protegía toda la zona del tórax. Un casco de moto, unas botas con puntera de acero, guantes de trabajo  y un par de puños americanos (Dios salve a América) completaban el atuendo. 

La carga policial no se hizo esperar. En cuanto el político de turno dio la orden los antidisturbios, ahora «brigada móvil» aunque con aquel eufemismo no engañaran a nadie, empezaron a repartir estopa. Estar al frente de una manifestación puede subir la adrenalina de cualquiera, una hormona que multiplica tu fuerza de tal manera que lo que considerarías una proeza física sin precedentes se convierte en algo posible. Los manifestantes coreaban proclamas y corrían. Las porras de los antidisturbios caían una y otra vez inmisericordes sembrando el pánico, pero él tampoco era manco, y rompió alguna que otra rodilla policial de una patada, y quizá un par de costillas. En aquel campo de Agramante en que se había convertido la manifestación tras unos minutos, consiguieron acorralar, él y un par de individuos más, a uno de aquellos policías que había cometido el error de separarse de sus compañeros. Y fuera de la manada, un lobo no es nada. Sobre todo si tres tipos con puños de hierro y la sangre latiendo en sus sienes consiguen rodearlo.  A veces los corderos se convierten en leones. 

Fue él quien dio el primer golpe, y también el último, pues fue tan demoledor que el policía cayó al suelo en medio de una serie de espasmos. Los otros salieron huyendo, pero él no. No él. Se arrodilló para quitarle el casco y contemplar su trofeo, escupirle a la cara, rematarlo si era necesario. Fue entonces cuando volvió a ver los rizos dorados de aquella rubia cabellera.

Jorge Romera 

 1 de octubre de 2012

¡Oh, no! ¿Un nuevo premio?

Cuando el otro día, presa de la emoción («¡No puede ser, esto no puede estar pasando!»), constaté con incredulidad que me había tocado el reintegro de la primitiva (1 euro), intuí que algo extraordinario estaba a punto de suceder. Ajeno al drama que se estaba gestando, abrí mi blog y allí estaba. Inma, confundiéndome con algún otro blogger resultón, me había nominado para los Versatile blogger awards. En un destello de genio que denota mis profundos conocimientos de la lengua del bardo inmortal, deducí que versatile significa versátil sin tan siquiera buscar mi diccionario Collin’s que utilizo habitualmente para impedir que la puerta de mi habitación se cierre de golpe cuando hay corrientes de aire, así de práctico es el inglés.

Dicta el protocolo que debo agradecer el gesto a quien me nominó. Inma, gracias. Esta mañana, a las 6:30 a.m. (sé perfectamente que escribir a.m. mañana resulta un poco redundante, pero quería dejar claro que no suelo levantarme a las seis de la tarde) estaba despierto dándole vueltas a la cabeza sobre qué diantres escribir en esta entrada. Dicta también el protocolo (el protocolo es un tirano y un déspota y un mandón) que tengo que escribir siete cosas acerca de mí. Como ya lo hice en el Seven Things, y quisiera reducir al mínimo la probabilidad de que mis posibles lectores (¿hola? ¿hay alguien ahí?) entren en coma profundo, plagiaré el modelo de Inma quien, después de todo, es la culpable, quiero decir la causante, de que yo esté ahora ejercitando neuronas que ni siquiera sabía que existían.

1. Tengo una novia que dice que soy un antiguo porque ya nadie dice «novia» o «novio» sin sonrojarse, títulos que yo mantengo no para llevarle la contraria (bueno, a veces sí)  sino por pura coherencia, no en vano todavía calculo el precio de las cosas en pesetas. Se llama Nuria, por si alguien tiene dudas a estas alturas, y es lo suficientemente versátil como para calzarse unas botas de montaña (sus famosas «airunitas») o unos zapatos de tacón y estar siempre guapa, o como para disfrutar igualmente con la lectura del último best seller o de «Ana Karenina», o ya puestos a ascender hacia el culmen literario, este blog. Y que, pase lo que pase, siempre está ahí para animarme.

 2. Tengo un padre, que se emancipó hace unos años, y se está recuperando de una operación de rodilla. También él es versátil, pues siendo un hombre de los de antes, le pegó tanto a la morfina la semana pasada que a punto estuvo de presentarse en el hospital la brigada antivicio (Badalona vice). Le salvó un pequeño detalle: y es que en ese maldito hospital no hay quien aparque el Ferrari Testarossa.

3. Tengo una madre, modelo de versatilidad, que antes de que mi padre se emancipara hacía malabares para llegar a fin de mes sin que la familia notase la escasez de capital. Y cuando mi padre se emancipó siguió haciéndolos para llegar a fin de mes y pagarse una modesta pensión, aunque claro, en ese punto de su vida ya tenía mucha práctica.

4. Tengo también un hermano, que aunque nunca lee este blog no por eso voy a dejar fuera. Antes de que Sony decidiese buscar paraísos más soleados, trabajaba en la fabricación de pantallas de plasma. Ahora, aunque su lugar de trabajo sigue siendo el mismo, trabaja en algo relacionado con cambios de marchas. Y es que como dijo hace milenios el oscuro Heráclito, la vida es cambio (coleguita).

5. Tengo un sobrino, Super Gabi. Él sí que es versátil: juega al escondite, al pilla pilla en las escaleras mecánicas de un centro comercial o a la oca con igual genio y figura. Lo que sea con tal de jugar, y de ganar.

6. Tengo un montón de amigos que se asoman a este blog y he conocido gracias a internet, y a alguno fuera del ciberespacio, que escriben sus propios blogs, o no, pero que están ahí leyéndome y animándome, porque un escritor se nutre no sólo de lecturas y experiencias, necesita también lectores fieles.

7. Y tengo también una novela en busca de editor, que se titula igual que este blog, y que intenta abrirse paso en la oscura jungla editorial, con sus depredadores sin escrúpulos, sus indiferentes plantas carnívoras, sus sierpes de lengua bífida y sus arenas movedizas, pero también, espero, con sus lagos azul turquesa y sus elevados saltos de agua donde, en ocasiones, un repentino arco iris te demuestra que la vida aún puede ser hermosa.

Y ahora mis nominados:

1) En categoría especial, un bloque con mis nominados del Seven Things que, a riesgo de repetirme, se han convertido en autores a los que vuelvo cada día: 

chancano.wordpress.com

lapuertaentornada.wordpress.com

alterfines.wordpress.com

merino1957.wordpress.com

dessjuest.wordpress.com

nosht.wordpress.com

homefosc.blogspot.com

Y a continuación seis nuevos, que sumados a los anteriores como un todo, hacen siete:

patchworkdeideas.blogspot.com.es y es que Inma, a pesar de haberme nominado (y de acabar con el stock de olivas de cualquier bareto), escribe jodidamente bien. Por eso le devuelvo el favor, no vayan a pensar mal.

mercedesmolinero.wordpress.com el blog de Mercedes

teclalinda.wordpress.com el blog de Concha

masducados.blogspot.com.es el blog de Jesús

aniazaulada.wordpress.com el blog de Ana

avernolandia.wordpress.com el blog de Nieves

violetasdormidas,wordpress.com el blog de Azo

¿Cómo dices? ¿Qué me han salido ocho? Bueno, yo soy de Letras.

El Gran Bachimala (3.177 metros)

«La pista es perfectamente circulable», había leído en el blog de un montañero cuyo nombre ya había olvidado. Después de un kilómetro conduciendo por aquel camino lleno de piedras, desniveles y socavones profundos como cráteres volcánicos me pregunté a mí mismo qué significaba exactamente para el autor de aquel blog la expresión perfectamente circulable. ¿Perfectamente circulable para un hovercraft, uno de aquellos aerodeslizadores que parecían levitar mientras cruzaban el Canal de la Mancha? Miré el cuentakilómetros, que había puesto a cero al comenzar la pista, y me contenté al observar que ya habíamos completado el segundo kilómetro. Sólo quedaban ocho. A aquel ritmo, sólo cincuenta minutos más y estábamos en el refugio. Cincuenta minutos, nada, una vida.

Nuria, con su vista de halcón, me iba indicando la mejor ruta a seguir. Lo cual no era óbice para que algunas piedras díscolas, con personalidad (¿petridad?) saltándose el guión decidiesen meterse debajo de alguna de las ruedas y luego salir impulsadas contra los bajos de mi pobre Daewoo como si fuesen uno de aquellos hombres bala del pasado circense. Me relajé pensando que el mes pasado había cambiado el tubo de escape después de partirse en dos gracias a un socavón minúsculo al lado de estos, una minucia que apenas me había costado doscientos euros, una fruslería, lo que me gasto cada día en chicles, caramelos, pipas.

A medida que íbamos ganando altura el paisaje se hacía más impresionante, y la pista perfectamente circulable también. El dueño del refugio me había dicho que los últimos doscientos metros de la pista estaban bastante mal, y yo me envalentoné pensando que no podían ser peor que los kilómetros que ya llevábamos a la espalda. Como es natural,  me equivoqué. Fue en mitad de una rampa. ¡No te pares ahora!- exclamó Nuria, y no sé por qué, yo me paré. Mi idea original era dejar el coche aparcado antes de llegar a los últimos doscientos metros. ¿De verdad pensaba que habría una señal colgada en algún árbol que dijera «Atención,  tontorrón, ya sólo faltan 200 metros»? 

Le di a la llave de contacto, pisé el embrague, metí la primera, quité el freno de mano, levanté suavemente el pie del embrague… y el coche no se movió ni un milímetro. Las ruedas giraron sobre sí mismas levantando tierra y polvo mientras allá en lo alto el sol poniente enrojecía la cresta del Posets, el segundo pico más alto del Pirineo, y yo ni siquiera me sentí poético. Nuria decidió salir del coche para empujar, pero no hubo manera. Un Renault francés se detuvo detrás nuestro y luego un todoterreno,  y otro más, todos a una distancia prudencial. Hombres vigorosos y enérgicos, henchidos de optimismo y fe en el ser humano salieron de sus poderosos automóviles dispuestos a echar una mano, arrimar el hombro, dar una palmada en la espalda. He ahí el espíritu de la montaña. Y esta vez sí. Mi Daewoo salió catapultado como un cohete con este humilde servidor dando tumbos dentro del habitáculo mientras mapas, paquetes de pañuelos, gafas de sol y cantimploras con agua del grifo saltaban en todas direcciones.

Sudorosos, taquicárdicos pero felices de llegar por fin, Nuria y yo hicimos los preparativos para pasar la noche y nos dirigimos al refugio por una senda que se adentraba en un bosque de pinos y rododendros. De acuerdo al plan pactado, ella dormiría en el refugio y yo en algún remoto escondrijo que aún tenía que encontrar. Llamadme pijoteras, pero soy incapaz de dormir en un refugio lleno de gente.  Años de montaña así lo atestiguan. Hay personas, seres humanos, que antes de posar la cabeza en la almohada ya están roncando. Y hay personas, vamos a decir también seres humanos, que no. Por desgracia yo pertenezco a este segundo grupo. Por alguna inexplicable razón, los ronquidos me impiden dormir. Lo he intentado de todas las maneras posibles: yéndome a dormir a las ocho de la tarde, cuando los parroquianos del refugio aún están esperando la cena cuchara y tenedor asidos en sendas manos con apetito lobuno; poniéndome tapones de cera, de silicona, de espuma; practicando meditación transcendental; contorsionando mi cuerpo en inverosímiles asanas de yoga; contando ovejas, ardillas, pájaros carpinteros, koalas… Todas ellas con un éxito nulo. Pero esta vez será diferente, me dije a mí mismo. Esta vez dormiré bajo las estrellas.

El dueño del refugio me había dicho que no estaba permitido acampar en las inmediaciones. Yo le contesté que no se preocupara, que haría falta una jauría de sabuesos para encontrarme, no en vano había hecho la mili en la Compañía de Operaciones Especiales número 61, en Burgos. Poco antes de las diez de la noche me despedí de Nuria en la puerta del refugio. Ella parecía preocupada. ¿Sabrás encontrar el camino hasta el coche con esta oscuridad? Puse los ojos en blanco. Por favor, soy un boina verde.

Cuarenta minutos más tarde todavía estaba dando vueltas por los alrededores del refugio, tropezando, maldiciendo, mis tobillos amenazando con violentas rupturas, jurando y perjurando a los cuatro vientos. A ver, ¿dónde cojones estaban las marcas rojas y blancas que indicaban el camino y se veían por la tarde tan clara y distintamente? ¿Y por qué narices no las habían pintado con pintura fosforescente? ¡Joder!

Eran casi las once de la noche cuando entré de nuevo por la puerta del refugio. Aún había luz. El guarda, un aragonés que frisaría los sesenta, curtido por el frío y el sol de las alturas, me miró sin pestañear.

-Esto.. soy yo, el tipo del sueño ligero. Verá, me he perdido…

El guarda me acompañó hasta la puerta flemático y me señaló una pista por la que, ahora lo veía, había subido con su todoterreno. «Si sigues unos trescientos metros por la pista llegarás al aparcamiento. No tiene pérdida». Le di las gracias un tanto avergonzado y al cabo de cinco minutos ya estaba junto a mi maltrecho Daewoo.  Busqué el lugar para acampar que horas antes había juzgado como aceptable y extendí una manta. La idea era colocar encima mi pequeña tienda de una plaza. Volví al coche en busca de la tienda y regresé al lugar de acampada. Pero, no. En realidad no hacía nada de frío, y con mi saco de hasta 20 grados bajo cero -temperatura extrema-, 0 grados -temperatura de confort- tenía de sobra, así que vuelvo a enrollar la tienda pero no consigo meterla en su funda. No importa. Voy al coche y la dejo allí de cualquier manera. Vuelvo. Ahora sobre la manta hay una araña del tamaño de un sapo. Por Dios, menudo bicharraco. Hasta se me apaga la linterna frontal del susto. Me la imagino paseándose por mi cara mientras duermo como Pedro por su casa. Pasando de dormir al raso. Vuelvo al coche a por la tienda. Tropiezo un par de veces mientras mi frontal juega al despiste. Regreso con la tienda. Vuelvo al coche, no sé dónde he dejado las piquetas. Aquí están. El que dijo que esta tienda se montaba en cinco minutos debía ser el mismo que dijo que la pista era perfectamente circulable. Tras veinte minutos peleándome con las varillas y en arduas negociaciones con el sobretrecho, consigo algo parecido a la prometida «geometría iglú». Ahora viene la parte  más divertida: inflar el colchón de aire. No encuentro el aparato para hincharlo que compré en el carrefour y la perspectiva de hacerlo a pulmón libre se me antoja excesivamente audaz a estas horas de la noche. Busco en el maletero con creciente nerviosismo. Por fin, detrás de una máquina de escribir (¿qué hace aquí mi vieja Olivetti?) aparece la bomba de aire. Suspiro. Regreso a la tienda. ¿He cerrado bien el coche? Voy y vuelvo, me duelen las piernas de tanto viaje. Inflo el maldito colchón empujando el artilugio con el pie en el tiempo que se tarda en leer una novela corta. En el proceso de inflado constato que hay otra araña en el sobretecho, ésta más musculosa que la anterior, como anabolizada, y me felicito a mí mismo por mi sabia decisión.

Me meto en el saco. Cierro los ojos. A dormir. Me pongo en posición fetal hacia la izquierda. Algo me tira hacia la derecha. Me giro hacia esa dirección y casi me caigo del colchón. No me jodas que he plantado la tienda en un terreno con inclinación. Por Dios, un error de novato como ése. Intento dormir boca arriba. Imposible. Tenía un amigo que dormía como un rey medieval enterrado en su sepulcro. Majestuoso en su forma de yacer, como muerto. Sólo le faltaba la espada. Lo intento pero no puedo. Las maneras de dormir son inflexibles. Las horas pasan lentas como orugas, reptando, y no dejo de decirme a mí mismo que no pasa nada, que la montaña que se supone tenemos que subir dentro de unas horas sólo mide 3.177 metros, que soy un tipo cachas y eso me lo subo yo a la pata coja. Naturalmente, estoy utilizando la técnica de la intención paradójica ideada por el eminente Viktor Frankl, el psiquiatra que sobrevivió a los campos de exterminio nazi para contarlo en su libro «El hombre en busca de sentido». Pero nada, debo ser la excepción a la norma, la piedra en el zapato del gran Viktor. En esta puñetera tienda no hay quien duerma. Y cuando por fin oigo llegar un coche y miro mi reloj, constato con alivio que son ya las seis de la mañana, diana, hora de levantarse. Desmonto el tinglado en tres segundos y a las siete ya estoy en la puerta del refugio. Allí está Nuria, hermosa incluso con la linterna frontal en la cabeza, bebiendo a sorbos su té rojo. Lozana, con esa piel satinada de quien ha dormido el sueño de los justos, me pregunta «¿has dormido bien?». Yo miro la cresta del Posets, que con sus 3.370 metros es sólo un poco más alto que la montaña que vamos a subir, pero está tan arriba que la nuca me duele de levantar tanto la cabeza para poder verlo bien. «¿Has dormido bien?», repite su pregunta. Y yo sólo puedo sonreír y contestarle «como un tronco».

Para Nuria, que consiguió subir su primer tresmil.

Jorge Romera, 19 de septiembre de 2012

Una duda razonable

Por muy deportista que uno sea, un niño de siete años es un niño de siete años. Y si ese niño está sano y bien alimentado se convierte entonces en una dinamo, una fuente inagotable de energía, un semidiós, una fuerza de la naturaleza, un verdadero titán.

-¡Tito, tito!- exclamó el pequeño Gabi, mi sobrino de siete años, mientras me secaba el sudor de la frente después de vagabundear durante horas por el museo de la ciencia como si quisiéramos batir el record Guinness de distancia recorrida en un lugar cerrado antes del almuerzo. Había conseguido encontrar un lugar en el que sentarme en aquel museo concebido por algún descendiente del rey espartano Leónidas y pensaba, iluso de mí, que había dado esquinazo al pequeñajo, al menos por unos minutos. Pero si jugando al escondite uno pudiera ganarse la vida, mi sobrino Gabi sería un profesional como la copa de un pino. Exhausto, me había detenido y acomodado mis posaderas en una especie de escalón delante del cristal blindado que hacía de frontera del bosque tropical, una réplica de la selva amazónica a escala ibérica, cuando mi némesis me encontró. 

-¿Qué haces aquí, tito?- preguntó rebosante de energía y vigor infantiles.

-Estoy viendo esos peces- dije yo, señalando unas pirañas enormes que nadaban en aquella especie de pecera gigante que era parte del bosque inundado con la parsimonia y la tranquilidad de un político en el congreso de los diputados, completamente ajeno a lo que puede estar sucediendo en el mundo real. Incluso la boca del temible pez me recordó a algún personajillo conocido, de esos que se tienen por la reencarnación del gran Demóstenes porque saben leer de un tirón los discursos que otros escriben para ellos. Fue entonces, mientras divagaba mentalmente sobre la antropomorfización de los animales en la historia de los dibujos animados, cuando mi sobrino, merced a su maravillosa vista rayos X, reparó en un detalle que a mí, cómo no, me había pasado desapercibido.

-¡Mira, tito, un grillo!

Y sí, ahí, contrastando con el frío y aséptico cemento del suelo, a unos centímetros del cristal que nos separaba de las pirañas y otros simpáticos peces amazónicos, un grillo se movía con paso milimétrico. ¿Qué hacía ahí aquel animalito, lejos de su hábitat natural? Los pasos apresurados e inconscientes de otros visitantes sugerían un trágico destino para nuestro nuevo amigo, muerte por aplastamiento, con toda seguiridad, y tanto Gabi como yo pensamos que lo mejor era ponerlo a salvo cuanto antes. 

-Cógelo con cuidado- ordené a mi sobrino.

-Cógelo tú, a mí me da miedo.

-Sólo es un grillo, por Dios bendito.

Intenté coger con cuidado al pobre insecto, bautizado ya Benito, pero tal vez ajeno a la bondad de sus salvadores se mostró huraño y esquivo en todo momento. Por fin, abrí el sobre en el que había metido un lápiz multicolor que le había comprado a mi sobrino en la tienda del museo y, todo mimos y paciencia jobiana, conseguí introducir en su interior al bichejo. Rápidamente nos dirigimos al bosque inundado. Fue franquear la puerta de entrada al recinto y sentir la humedad y temperatura selváticas acariciando nuestra piel. Árboles frondosos, plantas de un verde sobrenatural, sonidos exóticos y una amable lluvia artificial nos dieron la bienvenida a esta pequeña réplica del Amazonas. Buscamos un lugar discreto y, tras abrir el sobre de papel manila, liberamos a Benito quien, agradecido, nos dedicó un entrañable frote de antenas. Gabi y yo nos miramos y sonreímos. Acto seguido, un gran pájaro surgió de la nada y se tragó a nuestro grillo Benito como si nunca hubiera existido.

-A lo mejor Benito había logrado escaparse de aquí- sugirió mi sobrino Gabi. Y a mí me pareció una duda de lo más razonable.

Para Gabi

Jorge Romera 

 12 de septiembre de 2012

Atraco pluscuamperfecto

-¡Esto es un atraco!- gritó aquel energúmeno con pasamontañas y la presencia masiva de un archivador de la era preinformática-. ¡Todo el mundo al suelo!-, y al decir esto cargó su escopeta de caza con aplomo y gesto profesional, una Remington 105 CTi, diría yo a bote pronto. Algo que me gusta de los bancos, aparte del aire acondicionado, es que si te sientes apático o aburrido, siempre puedes conseguir en ellos un buen subidón de adrenalina. Y a veces hasta sin pasar por taquilla.

Todos, y esto incluye al artista marcial que vive en mi edificio y siempre viste trajes brillantes y una coleta que recuerda vagamente a Steven Seagal, obedecimos como perrillos bien adiestrados y nos prestamos  a sacarle brillo al suelo con nuestros pantalones de mercadillo y nuestras camisetas de imitación. Fue entonces cuando hizo acto de presencia un segundo individuo, también tocado con pasamontañas pero de aspecto asaz menos amenazador. 

El coloso de la escopeta levantó del suelo con una mano al artista marcial como si fuera un folleto de propaganda, de esos que te prometen una tostadora con despertador a cambió de depositar en el banco tus ahorros de toda la vida, y apoyó en su palpitante sien la boca de la Remington. Miró a la cajera y en el acto ésta abrió la puerta de cristal blindado como si le hubiera transmitido la orden por telepatía. En menos de un minuto el gigante salía con el botín del recinto reservado a los empleados del banco.

-¡Ha sido como usted dijo, jefe!- exclamó con el tono de un niño que hubiera sacado tres patitos del agua en la feria del barrio-. ¡Tardemos medio año en organizar esto, pero ha valido la pena!

-Tardamos- tronó su jefe, que hasta ese momento no había abierto la boca- ¡se dice «tardamos», pretérito de indicativo, no presente de subjuntivo!-. Y entonces, en un chispazo de anagnórisis clásica digna del mismísimo Edipo, reconocí en la corrección gramatical y en aquella voz poderosa pero erosionada por el tiempo, al señor Alonso, mi viejo profesor de lengua y literatura de primaria. Y es que las cosas se están poniendo realmente jodidas en este país.

Jorge Romera 

 30 de agosto de 2012