Tres poderosos Audi 8 de color negro llegaron al pie de la escalinata como un trío de buitres gigantescos. Guardaespaldas enfundados en traje de diseño, cráneo rasurado y pinganillo en la oreja se apresuraron a abrir las puertas traseras con ese aire servicial que sólo posee quien ha nacido para ser un lacayo. Los altos cargos posaron sus lustrosos y carísimos zapatos en el asfalto como si estuvieran comprobando la temperatura del agua de la bañera. Policías uniformados y escogidos con sumo cuidado tras una rigurosa selección rodearon los teutónicos Audi como si de una nueva gran muralla china se tratase. Sus negros uniformes remangados por encima del bíceps exhibían brazos esculpidos en gimnasios exclusivos, y un observador imparcial habría deducido fácilmente que el resto del cuerpo tenía que ir a la par. De vez en cuando, con ese gesto que pretende cierta inconsciencia natural sin terminar de conseguirlo, alguno de ellos bajaba el brazo y tensaba un tríceps de montañosa y escarpada herradura que parecía desafiar no sólo a la gravedad sino a todos, altos cargos incluidos, como queriendo decir estoy-aquí-porque-quiero esto-sólo-es-algo-temporal. Otros policías, con tríceps de corte menos cinematográfico, intercambiaban irónicas miradas de inteligencia entre ellos, lo que no siempre es fácil a través de gafas de sol de espejo estilo Rayban, aunque por dentro rabiaran de envidia y confusión pues, ¿acaso no estaban tomando todos la misma marca de proteínas?
En un momento dado los altos cargos hicieron acto de presencia, erguidos, solemnes, mayestáticos, graves. La brisa matinal intentó enmarañar sus leoninas cabezas inútilmente, no en vano una legión de peluqueros y estilistas había depositado en todos y cada uno de aquellos regios cabellos toda su experiencia y sabiduría capilar. Ya en la cima de las escalinatas, el presidente del gobierno se giró y lo que vio le gustó: espacio vacío. Él no era ningún césar hambriento de multitudes jaleando su nombre. No, con sus pretorianos tenía más que suficiente. Por cierto, tendría que averiguar quién era aquel policía de los tríceps inverosímiles. Últimamente se había estancado en su rutina de entrenamiento y un poco de, cómo decirlo, asesoramiento técnico no le vendría mal. Nada como unos brazos fuertes para seguir podando con sus tijeras, se dijo para sí mismo, riéndose mentalmente a la vez que sintiéndose orgulloso de su deslumbrante y vitriólico ingenio. Lástima que un político tuviera que dar siempre la imagen de una persona gris.
Entonces, como un relámpago en mitad de un cielo completamente azul, surgió algo que no figuraba en el guión: un niño. Y luego otro, y otro más. ¿De dónde demonios habían salido? ¿Y cómo habían roto la primera barrera policial perimétrica? La marea infantil se fue acercando a la escalinata. Los guardaespaldas se tocaban el pinganillo, los policías abrían sus poderosas piernas y, cómo no, tensaban sus tríceps. Los periodistas convenientemente acreditados se frotaban las manos. Los próceres enjugaban sus sudorosas frentes con olorosos pañuelos traídos de ultramar. Todos miraban al prohombre sin saber qué hacer y entonces, con gesto ampuloso y tono mesiánico dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». De esta manera, y se felicitó por ello, mataba dos pájaros de un tiro: mostraba al mundo su flexibilidad y amplitud de horizontes, y acallaba de una vez por todas los rumores que afirmaban que sólo leía la prensa deportiva.
Uno de los niños, un pilluelo de siete u ocho años, gritó: «¡Queremos que nos devuelvan nuestros dibujos animados!». Cierto era. En su afán recaudatorio, las mentes más preclaras del Gobierno habían ideado una estrategia que pasaba por instaurar en todos los hogares del país televisores con ranura para introducir monedas, de suerte que padres y tutores ahora se lo pensaban más antes de dejar que su progenie se atiborrase de dibujos animados. Esta medida, además de conseguir un aumento considerable en el flujo monetario hacia las benditas arcas del Estado, había supuesto una especie de selección darwiniana en los programas televisivos, merced a la cual sólo los más cutres sobrevivieron. Los índices de audiencia revelaron que únicamente los programas de cotilleo, realitys en cualquiera de sus variantes, y retransmisiones deportivas, léase fútbol, consiguieron sobrevivir en la parrilla televisiva. El resto fue, como suele decirse, historia. Lo que no era imposible de prever.
Lo que nadie previó, ni siquiera las mentes más ínclitas del Gobierno, era aquello. Niños venidos de todos los puntos del país con pancartas en las que, con entrañables faltas de ortografía, podían leerse lemas como: «¡Más dibujos y menos tonterías!», o «¡Bob Esponja, te queremos!». Pero los niños no dejan de ser personas, pequeños seres humanos que obedecen las mismas leyes psicológicas de sus mayores, y cualquier experto en dinámica de masas habría intuido lo que iba a pasar. Nunca se supo de qué no tan inocente mano partió, pero un Bob Esponja de afiladas aristas y textura pétrea aterrizó en la frente del prohombre tras describir una hermosa parábola digna de ecuación matemática. Se desató entonces el caos más absoluto. Policías reconociendo a sus propios hijos entre la multitud, policías sin hijos intentando recordar aquellas lecciones sobre deontología que se saltaron para irse a jugar unos billares, representaciones de Bart Simpson, Pocoyo, Ben 10 y, cómo no, Bob Esponja y Calamardo y Arenita sobrevolando la zona de guerra compactos como piedras y cayendo en cabezas leoninas y ya no tan bien peinadas.
Cuando se disolvió aquel campo de Agramante los niños habían conseguido lo inconcebible, lo que nadie, ni el más loco politólogo habría predicho jamás en su sueño más delirante después de una noche de borrachera: los niños se hicieron con el poder. Una nueva era acababa de comenzar. Inesperadamente las medidas político económicas que se tomaron a partir de entonces fueron más justas, inteligentes e imaginativas que las tomadas jamás en el anterior gobierno, lo que tampoco era tan difícil si se piensa con objetividad. Las familias empezaron a levantar la cabeza, las nubes de tormenta comenzaron a alejarse e incluso dejó de haber incendios forestales. Entonces, en el culmen del bienestar, la paz y la armonía, una multinacional de un país grande y lejano del otro lado del mar envió unos emisarios con una oferta. ¿Su especialidad? Juguetes y dibujos animados.
Jorge Romera
23 de agosto de 2012