Acerca de asquerosamentesano

A ver... no fumo, no bebo, no me gusta comer, odio el fútbol. Hasta aquí todo normal. Ah, sí, también vivo con mi madre y tengo un perro. Nunca terminé la carrera de (ahhhhhh) Filosofía (perdón por el bostezo) y padezco de ergofobia. Soy un poco narcisista (lo justo para no tener barriga) y lo suficientemente irónico como para que nunca sepas cuándo estoy hablando en serio. Por cierto, he publicado una novelucha titulada "Asquerosamente sano". Es ácida, irreverente y sarcástica. No, yo no se la regalaría a tus hijos. Está en Queimada Ediciones y no es fácil de encontrar (si quieres algo fácil de encontrar, compra cualquier libro de recetas de cocina. Es lo que más vende en este país...). Te dejo mi correo electrónico por si quieres hacerte con los derechos de mi novela para llevarla a la gran pantalla (siempre que sea yo quien interprete el papel de protagonista. ¿Cómo? ¿Brad Pitt, dices? No me jodas): jorge_rp@hotmail.es Por cierto, también odio las terracitas y los vermuts dominicales. Y por encima de todo, detesto los restaurantes. Lo digo por si pensabas invitarme (para hablar de los derechos de autor, ya sabes).

Quien tiene un amigo tiene un tesoro

Quien tiene un amigo tiene un tesoro, o eso dicen. A mí estas perlas de sabiduría popular siempre me han parecido una majadería. A quien madruga Dios le ayuda. No por mucho madrugar amanece más temprano. ¿En qué quedamos? 

Ahí estaba yo, en aquel bar inmundo sin saber muy bien qué estaba haciendo en él. Benditos bares, dicen los de Coca-Cola. Venga ya. 

-¿Puedo sentarme?- preguntó un tipo bajito y calvo.

-Estamos en un país libre- siempre había querido decir esa frase, a fuerza de escucharla en las pelis americanas, aunque aquí, en Spain is different, no resultaba tan cantarina.

-¿Buscas compañía?- volvió a interrogarme el desconocido.

-Femenina, principalmente, pero todavía puedo hablar con un hombre.

-No, tranquilo, es que tu cara me resulta familiar. 

Resultó que habíamos crecido en el mismo barrio. El tipo era un par de años más joven que yo y quizá por eso nunca reparé en él, cosas de juventud. Comenzamos a evocar recuerdos en tonos sepia: cómo había cambiado todo, nuestros grupos musicales favoritos de aquella época… Hasta habíamos compartido amores platónicos de la gran pantalla. Le confesé aquel oscuro episodio con Ágata Lys, la deslumbrante Ágata. Yo estaba viendo una de aquellas películas llamadas «de destape» en el anfiteatro de un cine de nuestro barrio, ahora convertido en un Mercarroña. Siempre iba al anfiteatro porque era más barato que una butaca de platea. Además, desde arriba las pelis se veían mejor. Me encontraba solo, en primera fila, con la exuberante Ágata en la pantalla. Yo tenía diecisiete años a la sazón y, bueno, mi sistema hormonal debía funcionar como la turbina de un Boeing 747, porque en un momento dado de la proyección me bajé los pantalones y me dejé llevar por la visión de aquellas turgentes redondeces. Ni siquiera pensé que allá abajo, en la platea, podría haber alguien. Ah, la inconsciencia de la juventud. Y mira por dónde, Julián, que así se llamaba el tipo calvo y bajito, vio esa misma peli. Y acostumbraba a comprar butacas de platea, el muy clasista… ¿Estaría allí aquella tarde? A lo mejor fue él quien puso de moda el uso de gomina en el barrio… Jajaja. No podía dejar de reírme ante aquella idea. 

-Oye, Julián, ¿tú antes de quedarte calvo usabas gomina?

-Pues sí, ¿por qué lo preguntas?

-Por nada, pura curiosidad.

-¿Qué te hace tanta gracia?

Aquello me enterneció y le di cancha, olvidando mis intenciones predatorias iniciales, un golpe de suerte para las mujeres que empezaban a pulular por allí. Resultó que Julián trabajaba en el Tesoro. 

-¿Estás de coña? ¿Dónde hacen los billetes?

Bueno, yo no acostumbro a beber nada aparte de leche de soja y zumo de zanahoria, pero aquella noche hice una excepción. Ahora entiendo lo de bebedor social. 

-La verdad es que no sería imposible hacerse con un kilo.

-¿Un millón de euros? Has bebido demasiado…

-Soy yo quien lleva el registro. ¿No lo pillas? Cuando descubrieran el pastel ya estaríamos en las Bahamas. O en las Caimán…

-No, ahí no. Demasiados políticos, y aún no se ha inventado un antihistamínico eficaz contra ellos.

Urdimos el golpe allí mismo, con servilletas de papel manchadas de cerveza. Mal momento para empezar a beber alcohol. Dibujamos diagramas, trazamos flechas, ideamos contraseñas… El resto es historia, hasta salió en la prensa. Los billetes que logramos sacar estaban impresos por una sola cara, pero nos trincaron igualmente, en el puto aeropuerto. Y ahora compartimos celda. Bueno, al menos yo duermo en la litera de arriba.

 

En agradecimiento a Inma por la concesión del «Premio al mejor blog amigo».

Jorge Romera

6 de septiembre de 2014

 

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Justicia poética

Era vox populi que aquel político se había llevado algo más que un apretón de manos por presionar aquí y allá en la recalificación de aquellos terrenos. ¿Pero qué es un bosque de árboles centenarios comparado con puestos de trabajo? Porque el nuevo complejo hotelero con casino, campo de golf y prostíbulo incluidos haría bajar el paro ¿o no?

Las excavadoras, las sierras mecánicas, las grúas, las hormigoneras hicieron acto de presencia el día señalado con sus gruñidos mecánicos y sus venenosos vapores, y en apenas una semana aquel bosque de cuento había desaparecido como si hubiese sufrido el azote de una plaga bíblica.

Mientras se ultimaban los preparativos para el día de la inauguración, el político decidió lavar su imagen ante los airados gritos de los siempre quejumbrosos ecologistas. Haría de la enorme terraza de su ático dúplex un gran jardín, un vergel sin parangón, un auténtico edén.

Se plantaron semillas traídas de todos los rincones del planeta. Los Jardines Colgantes de Babilonia estaban a punto de palidecer ante lo que se avecinaba. Al cabo de un tiempo las flores empezaron a abrirse, sus olores combinándose y flotando en el ambiente como una imposible sinfonía de aromas.

Por algún motivo, una de aquellas plantas no dio flor alguna. El político, en su papel de botánico de pacotilla, le había cogido afecto. Y es que hasta un político puede engañarse a sí mismo. 

Es posible que aquélla fuese una planta de interior. El político no recordaba de dónde procedían las semillas ni quién las había enviado. Colocó la planta en su dormitorio, no en vano sus hojas combinaban de maravilla con las cortinas. 

La planta crecía pero no daba flores, y el político empezaba a cansarse de ella. «Una planta sin flores es como… como… un gobierno sin políticos corruptos» se decía a sí mismo. Pero un buen día el político se despertó y vio que uno de los tallos había producido si no una flor algo que bien se asemejaba a ella. Se acercó e intentó olerla. Nada. Se acercó un poco más y entonces sucedió. Aquello se cerró sobre su cabeza y la cabeza desapareció. 

 

Jorge Romera

2 de septiembre de 2014

 

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¿Has cumplido ya los 50 y aún no tienes cuerpo de chulazo?

aznar-tabletsDesde que José María Aznar se hiciera con aquel pack de abdominales después de jubilarse, las cosas ya nunca volvieron a ser como antes. Aquello supuso un revulsivo, un punto de inflexión, un giro copernicano: en España se desató el fenómeno chulazo. 

El personal de atención al cliente de La tienda en casa ya no daba abasto. Los teléfonos no dejaban de sonar, las redes sociales ardían como regueros de pólvora (¿ya había redes sociales entonces? Bueno, no importa), el producto estrella de la Teletienda, el Jes Extender, dejó paso a los aparatos para hacer abdominales rindiéndoles pleitesía. El mito del tamaño-sí-importa había quedado eclipsado por la supernova de aquellos cegadores abdominales presidenciales.

En las guarderías los niños ya empezaban a hacer abdominales con infantiles esfuerzos. En los casales de abuelos las aburridas partidas de dominó -para alivio de las mesas- fueron sustituidas por clases de abdominales dirigidas mientras los altavoces rompían los jadeos con los estimulantes acordes de «La Macarena», que para nosotros es como el tema central de «Rocky» para los norteamericanos. Incluso es posible que un jovencísimo Mariano Rajoy hiciese dos mil abdominales cada mañana antes de sus ejercicios de vocalización delante del espejo que tanto éxito le depararían. Ah, ¿que hubiese sido de los músculos abdominales sin Aznar? Ni siquiera Bruce Lee hizo tanto por las artes marciales. Sí, amigos, había nacido una leyenda.

Pero al igual que bajar de los cuatro minutos en la carrera de la milla era algo inimaginable hasta que lo consiguiera Roger Banister el 6 de mayo de 1954, José María Aznar abrió una puerta que nadie sabía siquiera que existía: poseer un cuerpo bien tonificado después de los cincuenta. Fue un salto a una nueva dimensión, el comienzo de una nueva era; para muchos, una verdadera epifanía. A partir de ahí, el firmamento se llenó de estrellas tableteadas. Todo era posible, todo parecía fácil, al alcance de la mano: ése y no otro es el innegable mérito de los pioneros. 

De la noche a la mañana surgieron cremas para definir tus abdominales mientras esperabas a que llegase el autobús; técnicas de control mental ninja para tonificar tus abdominales con el poder de la mente; artilugios diseñados por ingenieros de la NASA para construir unas abdominales a prueba de seísmos; camisetas con un perfecto set de abdominales serigrafiado, para los más perezosos; dietas milagrosas, como la ya célebre dieta relaxing cup of café con leche, que prometía no ya abdominales de ensueño sino hasta juegos olímpicos.

Pasada la fiebre inicial, sin embargo, las salas de espera de los psiquiatras empezaron a llenarse de pacientes, y eso aún antes de que los recortes en sanidad se convirtieran en el pan de molde nuestro de cada día. ¿Qué estaba pasando? ¿Es un pájaro? ¿Es un avión?-se preguntaron los sesudos galenos ante aquella avalancha humana-. Y es que, ay, no todos tenemos la genética privilegiada -ni la voluntad sobrehumana- de un Aznar (o de un Rajoy, ya puestos). ¿O es que se pensaban que Aznar llegó hasta donde llegó porque sí? (O Rajoy, ya puestos). 

Los nuevos líderes políticos, los flamantes capitanes de empresa, en suma, los pilares de la sociedad no podían alcanzar semejante perfección abdominal, lo que produjo un gradual desencanto, una especie de apatía colectiva que desembocó en lo que algunos han terminado llamando crisis. Y ni siquiera la exótica belleza de un Paquirrín, o la inteligencia y la erudición de una Belén Esteban -baluartes indiscutibles de este país- lograron que los inversores internacionales recuperasen la confianza en la marca España. 

Estrellados contra el muro de la cruda realidad, muchos pensaron en lo que nunca hay que pensar: el suicidio, hacerse una liposucción, emigrar a otro país con un ex-presidente del gobierno que luciera sin sonrojo barriga cervecera… Lo que luego se convirtió en masiva fuga de cerebros, un dramático éxodo que nos ha dejado con una de las densidades neuronales más bajas de toda Europa, cinco habitantes por neurona, una cifra impensable cuando en este país se había logrado una de las metas más ambiciosas de nuestro sistema educativo, una hazaña sin precedentes: que todo el mundo supiese rellenar un boleto de la lotería primitiva.

 

Jorge Romera

27 de agosto de 2014

 

«Harina de otro costal», de Ana Cepeda Étkina

Harina de otro costal 001George Orwell decía que la historia la escriben los vencedores, y solo hay que leer 1984 para intuir, nunca mejor dicho, por dónde van los tiros. Claro que, de esa manera, es lógico que nuestra visión de los hechos se vea ligeramente sesgada, lo que hablando con propiedad se denomina desinformación.

Para neutralizar la basura desinformativa es necesario que de vez en cuando surjan libros valientes, como el de Ana Cepeda, que nos ayuden a ver lo que sucedió de verdad, sin toda esa contaminación mental de los desfiles triunfales y las fanfarrias del poder.

Su padre, Pedro Cepeda, fue un chaval malagueño que tuvo la mala suerte de nacer en ese periodo negro de la historia española: la Guerra Civil. Junto a otros niños españoles fue enviado a Rusia para evitar su muerte, lo que al final fue como huir del fuego para caer en las brasas. 

Es difícil no sentir simpatía y hasta fascinación por un tipo como Pedro Cepeda, una de esas personas con tal fuego interno que revientan si no dicen lo que piensan, algo que en una sociedad como la soviética, con el padrecito Stalin en el papel estelar de Dios Todopoderoso, te puede pasar factura. No es oro todo lo que reluce, ni siquiera en el «paraíso estalinista», y para evitar que toda esa edulcorada fachada se viniese abajo, se prohibió el regreso a sus casas de todos aquellos niños que huyeron de la guerra para terminar en lo que más tarde se convirtió en una trampa para muchos de ellos mortal. Que Pedro Cepeda se propusiera huir de allí en el interior de un baúl clasificado como valija diplomática dice mucho de su arrojo, ingenio y determinación.

Ana Cepeda, basándose en un manuscrito de su padre, describe con sobriedad y oficio, sin sentimentalismos que podrían ser comprensibles pero enturbiarían la visión del lector, describe, decía, la Rusia comunista tal y como la vivieron muchos seres humanos que vieron cómo sus vidas se iban al garete por el brutal egoísmo y la arbitraria estupidez de un dictador y sus secuaces, y la estólida sumisión de un pueblo que se dejó engañar, pues la estupidez es sumamente contagiosa. Hambrunas, caza de brujas, encarcelamientos, palizas, torturas, campos de trabajos forzados… La escritora se mete en la piel de su padre y los diálogos que salpican el texto, cargados de chispa y vitalidad, nos hacen sentir cómo sin duda se sintieron sus protagonistas. Que el lector viva en sí mismo el miedo, la frustración y la impotencia de aquellos hombres y mujeres que se vieron de pronto en un callejón sin salida kafkiano es mérito de la autora.

Mención aparte merece Dolores Ibárruri, La Pasionaria, un mito con los pies de barro, quien supo hacer de la hipocresía y del refrán quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija una filosofía de vida. De ella procede la frase «tú eres harina de otro costal» que da título a este libro de memorias y supuso una suerte de condena existencial para Pedro Cepeda, pues en este mundo tener ideas propias puede ser muy peligroso. Ya lo dijo Johnathan Swift, todos los necios terminan por conjurarse contra ti.

 

14 de Agosto de 2014

Jorge Romera

La locura de escribir. A la memoria de Miguel Merino.

Los sucesos  que voy a relatar tuvieron lugar hace apenas unos meses y aunque es extremadamente peligroso hacerlo, siento que debo poner todo esto por escrito o me volveré loco. 

Fue a principios de abril de 2032 cuando me trasladaron a la Prisión de Alta Seguridad del Estado. Alguien encontró mis escritos y me delató al Comité. Todo el mundo sabe que desde hace diez años la escritura de cualquier tipo está penada con prisión y, en algunos casos, la muerte. Pensé que era ya demasiado viejo como para que alguien se tomase tantas molestias, pero subestimé la maldad humana. Qué estúpido.

La explosión demográfica se había invertido debido a la manipulación genética de algunos alimentos básicos destinados al populacho y las cárceles no estaban tan hacinadas como habría cabido esperar, todo tiene su lado bueno. Y mi celda estaba vacía, un verdadero lujo, hasta que llegó aquel muchacho. 

No era inconcebible que un viejo como yo hubiese puesto su libertad en peligro por seguir con un hábito tan arraigado como la escritura pero, ¿un chaval de apenas dieciocho años? Me intrigaba qué era lo que realmente le había llevado a un lugar como aquél hasta que una mañana me desperté antes del amanecer y le vi acariciando el muro que tenía detrás de la almohada. 

-¿Qué diablos se supone que estás haciendo, muchacho?

-Escribo.

-¿Te has vuelto loco? Nos matarán si te descubren.

-Todo el mundo duerme a estas horas.

-Yo no. Podría delatarte, chico estúpido.

-No, no lo harás. Si fueras de ese tipo de personas no estarías aquí.

-¿Cómo puedes estar tan seguro? Ni siquiera me conoces.

Entonces el muchacho me preguntó dónde iría si fuese libre, qué lugares visitaba con la imaginación cuando por las noches cerraba los ojos e intentaba mantener la cordura. Antes de que pudiese responderle, el muchacho habló por mí:

-A las montañas. Al Pirineo Central. Te gusta el color de la roca caliza cuando refleja la luz del sol. El azul turquesa de aquellos lagos te hace sentir como si hubieses vuelto al claustro materno, y el sonido que hace el viento al pasar entre las agujas de los pinos…

-¡Déjalo ya!

Sentí como si una descarga eléctrica hubiese recorrido mi espina dorsal. ¿Cómo diablos podía saber aquello?  Me incorporé e intenté ver lo que había escrito en el muro de piedra con la uña de su dedo índice, pero a aquella distancia era imposible leerlo. Así que no tuve más remedio que levantarme de la cama y acercarme a la cabecera de la suya. Y allí, frente a aquella fría piedra, me quedé helado mientras leía lo que aquel chaval había escrito. Detecté la influencia de García Márquez, de Cortázar, quizá también Delibes, pero con un estilo tan personal que lo hacía único y escurridizo a toda comparación. ¿Y quién leía a esos escritores? Cuando la lectura y la escritura se prohibieron esos autores ya eran minoritarios para la población lectora, cuyos gustos habían sido homogeneizados a conciencia por los estúpidos best sellers que la única y gigantesca editorial del Estado publicaba como si produjese televisores en una cadena de montaje.

-¿Qué haces aquí, chaval? Dime la verdad.

-He venido a sacarte de aquí.

-¡Venga ya!

-En serio, ¿cómo iba a tomarle el pelo a un viejo como tú?

Entonces me explicó que estaba esperando la llegada de un amigo. Lo sacaría primero a él y luego vendría a por mí. Hasta llegué a creérmelo, es lo que tiene la soledad llevada al extremo, pero cuando le pregunté por su amigo y me reveló que se trataba de un pájaro me cabreó de verdad. El realismo mágico está pasado de moda. 

Cuando al cabo de unos días me desperté antes del alba y vi su cama vacía pensé que me había gastado una broma, que estaba escondido debajo de la mía. Miré bajo mi lecho y ahí no había nadie. Entonces me acerqué a la cabecera de su cama y allí, tras la almohada, había escrito algo en el muro de piedra que me apresuré a borrar con agua:

«Espera a mí amigo. Él te sacará de aquí».

Fue entonces cuando descubrí aquella pluma en el suelo. No había duda, era la pluma de un loro.

«Cuando mi amigo venga a por ti, llámalo por su nombre: Dragon, sin acento».

 

 

Jorge Romera Pino.  11 de Abril de 2014

A la memoria de mi amigo Miguel Merino.

Compañeros que también han participado en este homenaje a Miguel:

Yeste:  http://misqueridaspersonas.blogspot.com.es

Inma: http://patchworkdeideas.blogspot.com.es

Ana: http://analogíasdehoy.blogspot.com.es

Dess: http://dessjuest.wordpress.com

Nieves: http://avernolandia.wordpress.com

Dolega: www.dolega.es

Chema: http://bitacorademacondo.blogspot.com

Marga: http://emeve.wordpress.com

María José: http://laboticariadesquiciada.wordpress.com

Marinel: http://marinelletras.blogspot.com.es

Jesús: http://masducados.blogspot.com.es

Luisa: http://misideascotidianas.wordpress.com

Bypils: http://nonperfect.com

Covadonga: http://unminutodenuestravida.blogspot.com.es

Brisa: http://briseando.wordpress.com

Dientes

«Tienes los dientes feos», le dijo la mujer que acababa de romper su relación con él, «no es que eso haya sido determinante, pero quería que lo supieras».

 Al llegar a casa una fuerza invencible le arrastró hasta el cuarto de baño, se miró en el espejo y sonrió. De acuerdo, no era la sonrisa de Tom Cruise, ni siquiera la de Simon Baker dejando caer que ha hecho una de las suyas en la serie «El Mentalista», pero por Dios, eran sus dientes de toda la vida. Y nunca había tenido ningún problema con ellos. ¿O sí? Un momento, aquella chica de Mallorca, ¿cómo se llamaba? Sí, Estrella. Había tenido una primera cita con ella cuatro años atrás tras conocerse en una página de contactos. Tuvo que coger un avión desde Barcelona y sobrevolar el Mediterráneo invadido por esa mezcla de duda y placer anticipatorio para conocerla en persona. Ella no dejó de vanagloriarse en todo momento de su dentadura perfecta como la pieza clave de su tesis según la cual su vida y su visión del mundo eran científica y teológicamente superiores, al mismo tiempo que atacó frontalmente la dentadura de él como síntoma de un sistema filosófico erróneo y trasnochado. Todo lo cual, dicho sea de paso, no fue óbice para la locura de sexo y lujuria que se desató en las tres noches siguientes.

Pero de aquello hacía ya cuatro años. Estaba olvidado, bien doblado y metido en un cajoncito remoto de su memoria. O no. Y ahora aquello. Lo cierto es que empezó a no sonreír cuando se cruzaba con algún conocido por la calle, y al cabo de unas semanas ya apenas hablaba con nadie. Se dijo a sí mismo, para lo cual no tenía que mover la boca, que había que buscar una salida al problema. En la clínica odontológica que inundaba de publicidad su buzón le dijeron que con unos treinta mil euros -precios anticrisis- aquello tenía fácil solución. Estaba claro que su concepto de la expresión «fácil» no coincidía exactamente con el suyo. 

Semanas después, leyendo un artículo sobre ventriloquia, descubrió que podía hablar sin mover los labios. Entusiasmado, empezó a ensayar delante del espejo y al cabo de unos días ya dominaba la técnica. Rebosante de valentía y optimismo, acudió a una primera cita con una chica que había conocido a través de Internet con su mejor traje. «Voy un momento al baño a empolvarme la nariz», susurró ella mientras esperaban a que el camarero les llevase un gintonic para ella y un vaso de leche para él. Pero ya no volvió. Desmoralizado, miró a su muñeco. Lo había comprado a buen precio en una tienda dedicada a la magia, y sin duda era un muñeco excelente. Incluso le había cogido cariño en aquellas semanas previas, repletas de errores y pequeños éxitos en aquel difícil arte. 

Pero era un hombre tenaz y acudió a todas las citas que siguieron a aquélla con su muñeco. Todos aquellos encuentros, huelga decirlo, fueron un estrepitoso fracaso. Las chicas se excusaban para ir al baño, o para pedir un azucarillo más al camarero, o recibían inesperados mensajes en sus odiosos whatsapp y luego desaparecían como si se las hubiese tragado la tierra. 

No era un hombre que tirase fácilmente la toalla, pero se dijo a sí mismo que la próxima sería su última cita. Vistió a Flaneto, que así había bautizado cariñosamente a su muñeco, con un bonito traje de marinero y acudió a aquel café con el corazón encogido de quien intuye su final. Se sentó a una de las mesas de la terraza mientras los nubarrones del cielo amenazaban tormenta, y esperó. Diez, quince minutos. Y cuando estaba a punto de levantarse para irse de allí, vio llegar a una mujer joven que le saludó con la mano. En uno de sus brazos llevaba cogida una muñeca.

 

Jorge Romera

Barcelona, 23 de septiembre de 2013

25 centímetros

Después de todo, la mayoría de nosotros volvía de los carnavales. Había gente disfrazada de Napoleón, de Cleopatra, de Atila el Huno e incluso de Bob Esponja. Así que no sé por qué debería haberme extrañado que aquel tipo se sentara en la butaca contigua a la mía, que estaba libre, cuando sobrevolábamos el Atlántico.

Yo estaba un poco cansado después de una noche entera bailando la samba, y sí, había bebido un poco, lo que no es excusa para lo que luego sucedió.

El tipo en cuestión debía tener unos treinta años, cabello rubio y un rostro agraciado, pero había algo en él, tal vez aquella expresión crispada, como si estuviese con las puntas de los pies en el vacío, al borde del precipicio, que debería haberme puesto en modalidad de alerta. Pero ya he dicho que estaba cansado y algo bebido, de modo que cuando tras una breve presentación me preguntó a quemarropa si el tamaño importaba, me quedé completamente bloqueado.

«¿El tamaño? ¿El tamaño de qué?»

«El pene. El falo. El miembro viril. La polla.»

«Vale, vale. Lo he pillado a la primera, soy de los que leen el diccionario mientras esperan en la cola del supermercado.»

Al parecer, el tipo había leído en no sé qué blog, «Territorio sin dueño» creo que dijo que se llamaba, que el tamaño del pene, falo, miembro viril, polla era fundamental para el placer femenino, y que sí, que realmente importaba y que ya estaba bien de tanto eufemismo y tanta ñoñería. La autora del blog, en un alarde de valentía divulgativa y un poco a la manera de la iconografía románica, que podía esculpir en un capitel o el tímpano de la fachada de una iglesia un pasaje bíblico para que el populacho analfabeto pudiera entenderlo, había considerado oportuno insertar al comienzo del post una fotografía en la que podía verse en todo su esplendor un cubo repleto de jugosos pepinos. Resumiendo, aquel pobre diablo se había obsesionado de tal manera que no podía pensar en otra cosa, cayendo en picado en una especie de espiral descendente de la que sólo le podría salvar el paracaídas de una autoestima fuerte. No hacía falta poseer los poderes deductivos de un Sherlock Holmes para colegir que aquel tipo no era ningún picha brava. Así que intenté levantarle el ánimo, subirle la moral, hacer de él, de nuevo, un ser humano.

«Créame, el tamaño está sobrevalorado.» 

«Pero la autora del blog…»

«Tonterías. Se trata de un mito, una leyenda urbana. Las mujeres son así, les gusta golpear donde más duele. Debería saberlo, usted ya no es un niño.»

«Pero es la pura verdad. Después de leer aquello me puse a pensar en todas las mujeres con las que me había acostado. Hubo un denominador común en todas ellas: a la hora de desnudarnos siempre se reían. Durante todo este tiempo pensé que se trataba de mi sentido del humor, siempre he sido un tío gracioso, o pensaba que lo era…»

«Vamos, vamos… Usted es un tío la mar de gracioso. ¡Jajaja! ¿Lo ve? Ya me ha hecho reír.»

«¡Se está burlando de mí, negro de mierda!»

Joder, no me esperaba esto, en serio. Uno intenta confraternizar, ayudar, buscar una comunión de almas, ser plenamente humano… y este capullo te sale con el tema racial. Y si hay algo que me saca de quicio es el racismo. En realidad no soy de raza negra, tan sólo me había disfrazado de Nelson Mandela, pero aquel comentario me dolió como si lo fuera.

«Sí, soy negro. Creo que eso salta a la vista.»

«Usted no puede comprenderme. Todo el mundo sabe que los negros tienen penes enormes.»

«Hágase un favor a sí mismo: no crea todo lo que oiga o lea, sobre todo si es un topicazo de ese calibre.» 

«Es fácil decir eso cuando se es un superdotado. ¡A ver, cretino simiesco, dígame cuánto le mide la polla!»

Estaba claro que aquel tipo tenía la cabeza como una jaula de grillos, que necesitaba ayuda especializada o un buen puñetazo en la boca, lo que resultase más rápido y barato. Yo debería haber actuado de otro modo, pero ya he dicho que estaba cansado y, ahora, más que enfadado. Me sentía furioso. Estaba iracundo. Un volcán iba a entrar en erupción en el centro de mi pecho de un momento a otro. Aquel infeliz necesitaba un punto de inflexión en su vida, un cortocircuito sináptico que le hiciese ver la luz al final del túnel. Aquel imbécil necesitaba una verdadera epifanía. 

«Mira esto, eunuco». Y tras esta invitación, me la saqué ahí mismo, delante de sus narices. Veinticinco centímetros de carne de primera calidad, el orgullo de mi familia, algo digno del dios Príapo. «Cuando estuve en Escocia me dio por bañarme en pelotas en un lago de por allí, y todo el personal empezó a disparar sus cámaras como locos creyendo que habían visto a Nessie, ya sabes, el monstruo del lago Ness. ¿Que si el tamaño importa? Joder, colega, es lo único que importa. Deberías saber que es el motivo número uno en la lista de suicidios masculinos después de la alopecia». 

Ahora sí que tenía la expresión crispada, y con razón. La bocaza abierta, los ojos desorbitados… No tenía muy buen aspecto, no. Entonces se levantó y por fin pude ver de qué iba disfrazado. El muy capullo se había vestido con un traje de piloto de aerolínea comercial. Luego, con el paso vacilante, se dirigió hacia la cabina de vuelo, abrió, y se metió en ella. Pensé que aquello era imposible, que los pasajeros tenían prohibido el acceso. A no ser que… ¿por eso las azafatas le habían saludado con una risita cuando pasó junto a ellas? Fue entonces, en mitad de estas reflexiones, cuando las alarmas se dispararon y el avión comenzó a perder altura vertiginosamente.

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Jorge Romera 

23 de enero de 2013

 

Hotel Pijolandia

Como Director General del Pijolandia, uno de los mejores hoteles del mundo, he abogado siempre por un trato exquisito a nuestros clientes, un espíritu de servicio a toda prueba y un buen gusto rayano en el Arte con mayúsculas. Ahora, sin embargo, me encuentro en la horrible tesitura de tener que defender mi honor y mi reputación, siempre intachables, ante el Consejo de Accionistas debido a un malentendido, o tal vez una oscura trama de acoso y derribo, que está degenerando en una auténtica Caza de Brujas. 

Todo comenzó a raíz de unas  críticas hacia nuestro establecimiento vertidas en una de esas execrables páginas de internet en la que viajeros de medio pelo que se creen una mezcla de Marco Polo y Ernest Hemingway deciden plasmar sus experiencias dromomaníacas alrededor del globo en una especie de sacrosanta comunión de supuestas almas gemelas.

Una amable señora, cuyo nick era Harpa_Melodiosa, tuvo a bien escribir la siguiente crítica sobre la calidad de nuestro servicio:

     «Nuestra esperiencia en su supuesto hotél de 5 estrellas a sido lo mas horrible que nos ha pasado en la vida. Pedimos un Chivas de 12 años en la terraza con bistas al mar y despues de esperar casi una ora de relój nos sirbieron el whisky en basos de plastico. Nosótro sómo de hoteles de 5 estrellas y jamas emos recivido un trato semejante. No volberémos. Lo sepan.

En mi calidad de Director General de uno de los mejores hoteles del mundo, una de mis obligaciones, aunque quizá no la más grata, es responder con la elegancia de un diplomático educado en Eaton y Oxford comentarios de clientes insatisfechos que podrían empañar la excelencia de nuestro hotel en aras de preservar una imagen impoluta cuando no diáfana. ¿Qué habría hecho yo con el anterior comentario? Sin duda hubiese escrito algo así:

«Estimada Harpa_Melodiosa: Lamento de todo corazón que su estancia en nuestro hotel no haya sido completamente de su agrado, colmando así nuestros más profundos anhelos. Esos vasos de plástico a los que usted se refiere de forma quizá un tanto mordaz, son el fruto de muchas horas de trabajo por parte de nuestro equipo de investigación y desarrollo (I+D). Se trata de un concepto vanguardista en el servicio de nuestras bebidas espirituosas que tiene como principal objetivo la búsqueda de un cierto grado de complicidad con nuestros clientes de mente más abierta. Un Chivas de 12 años servido en un vaso de plástico es como una paradoja en sí mismo, un koan zen, una especie de oxímoron, si usted lo prefiere, que despeja la mente,   agudiza los sentidos e invita a la risa franca y jovial. Todo un giro copernicano en el vasto universo del servicio de bebidas. Esperando que esta explicación haya disuelto su mal sabor de boca, le invito a que vuelva a visitarnos y nos conceda una segunda oportunidad. Le prometo que en esta ocasión no le defraudaremos».

Sin duda, alguna mente retorcida, quizá un subordinado descontento que pudiese haber despedido en el pasado por su incompetencia y su mezquindad, o posiblemente algún arribista traidor al que tal vez haya aplastado en el campo de golf con mi formidable swing y sueña por las noches con quitarme el puesto mientras se masturba en su solitaria cama, violó el sistema informático, entró en el ordenador central con mi contraseña y escribió lo siguiente con mi rúbrica:

«Apreciada señora Harpía_Mierdosa: Todavía estoy sorprendido de que haya logrado terminar de leer su crítica, máxime teniendo en cuenta que no sabría usted diferenciar una «v» de una «b» aunque se las presentaran en persona y está convencida de que los acentos son palitos que caen del cielo como gotas de lluvia. Esos vasos de plástico («vaso» se escribe con uve, señora, aunque parece que para escribir «Chivas» y «whisky» no ha tenido usted ningún problema, eh, pillina) de los que tanto se queja en su «crítica», si se le puede llamar así a semejante galimatías, se deben a que la pasta que teníamos prevista para el pedido de copas de cristal veneciano me la gasté en cambiar todas las ruedas de mi Porsche Carrera, que no vea usted cómo le piso en autopista en cuanto mi detector de radares me da luz verde. Sé que eso es ilegal,  ¿pero acaso no lo es escribir «bistas al mar»? Casi me deja ciego. Sólo puedo darle la razón en una cosa, que no vuelva usted más por aquí. Cuando me apetece un poco de fealdad y horterez para no perder de vista la realidad del mundo no tengo más que conectar mi televisor».

Huelga decir que me quedé atónito cuando el Presidente de la cadena hotelera me urgió a hacerle una visita en su mansión de Ginebra, sugiriéndome que dejase mi automóvil a buen recaudo en el parking del hotel y me desplazase hasta allí en avión, a ser posible fletado por una compañía low cost.  

Al parecer, el caso de Harpa_Melodiosa, lejos de ser algo aislado, una gota de agua en el océano, por así decir, fue el primer peldaño de una escalera de despropósitos que me han obligado a subir al cadalso de la deshonra pública y el escarnio general. Y ahora,  mientras escribo esto desde el inhóspito y gris hotel que la cadena decidió levantar en el norte de Siberia, intento ordenar mis pensamientos en un discurso claro y convincente que logre limpiar esta afrenta y me transporte de nuevo al mando del hotel que regentaba en Hawai. La única que parece estar siempre contenta es mi hija, que desde niña ha amado los deportes de invierno y nunca tuvo la oportunidad de practicarlos todo lo que deseaba, pues yo soy un adorador del sol. Aunque a veces la sorprendo mirándome con ojos burlones, como si ocultase algo que yo no sé. Tal vez nunca debiera haberle prohibido jugar a la play…

Jorge Romera 

2 de enero de 2013

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Suicidios políticamente incorrectos

Cuando encontraron al secretario general del partido de la oposición muerto en su cama de soltero nadie pensó que se trataba de un suicidio. La autopsia reveló, sin embargo, que había ingerido una dosis de somníferos suficiente como para tumbar a un elefante adulto. El secretario general del partido de la oposición estaba gordo, pero no hasta ese extremo.  El precio irrisorio que pagaban los diputados por comer en el restaurante del Congreso, por no hablar de las dietas que cobraban (dietas, ¿captan la ironía?) hacían comprensible aquel volumen, aquella exagerada humanidad, pero no explicaban el suicidio. ¿Qué había sucedido pues? ¿Se equivocó con la dosis, pues de todos era sabido que la aritmética no era su fuerte? ¿Confundió las cápsulas con caramelos sugus, una de sus debilidades? Finalmente, una nota manuscrita que fue hallada por un miembro de la policía científica dio fe de que la muerte había sido provocada por él mismo.

Tres meses más tarde uno de los miembros más importantes del partido en el poder, uno de los pilares del gobierno de la nación, faltó a su escaño, algo inconcebible teniendo en cuenta que aquel día era un miércoles, y los miércoles en el restaurante del Congreso siempre servían pimientos rellenos con caviar ruso y sorbete de Moët Chandon, sus talones de Aquiles, por mencionar sólo dos. Con el corazón en un puño, apenas un hálito de voz, el presidente del gobierno ordenó buscarlo en su domicilio, sito en la zona residencial más exclusiva de la capital, donde sólo vivían futbolistas, tertulianos de realities, políticos, famosos de medio pelo y banqueros, la flor y nata de la sociedad. Y allí lo encontraron, en la piscina con forma de riñón de su jardín versallesco, flotando en el agua clorada como si fuese un envase vacío de detergente de marca blanca. Una nota garabateada y casi ilegible -nunca terminó la enseñanza primaria- fue descifrada con éxito por el departamento de criptografía de la policía científica arrojando cierta luz sobre lo que todos sospechaban: suicidio.

Cuando una semana después hallaron el cadáver del presidente del país, un hombre gris, mediocre, sin carisma, sin ingenio ni empatía, en suma, con muchas de  las lagunas que debe atesorar el político ideal, todas las alarmas saltaron como sirenas antiaéreas ante un ataque enemigo. Lo encontraron en la bañera de su palacio, muerto mientras escribía, muy al estilo de La muerte de Marat, pintado por la mano maestra de Jacques-Louis David, como apuntó aquel policía culto -una rara avis-  con cierta sonrisilla de autosuficiencia mal disimulada. Pero a diferencia de Marat, el presidente del gobierno no fue apuñalado, sino que se cortó las venas como Séneca, según volvió a apostillar el mismo policía, que aquel día estaba en racha, comentario que fue recogido con significativos arqueos de cejas por parte de sus superiores. ¿Y qué estaba escribiendo el presidente del gobierno justo antes de morir? ¿Reflexiones filosóficas a lo Marco Aurelio? ¿Un soneto al estilo del gran bardo? ¿Tal vez la lista de la compra en el Mercadona? Nada de eso. Estaba escribiendo, lo habrán adivinado ya, una breve pero elocuente nota de suicido.

A partir de ese momento los políticos todos fueron cayendo como fichas de dominó. La prima de riesgo de aquel país con ínfulas europeas pero realidades africanas subió como un cohete espacial. El pánico cundió como mantequilla caliente bien untada en una tostada. Los empresarios más opulentos, aquellos prohombres de anchas espaldas y billeteras aún mayores, las fuerzas vivas de la sociedad, comenzaron a sufrir ataques de corazón tan repentinos como fatales ante la progresiva desaparición de sus fieles marionetas. Se produjo una especie de efecto mariposa, más concretamente la Ascalapha odorata, la mariposa de la muerte -según remarcó aquel policía también aficionado a la entomología-. Los más temerosos de Dios creyeron interpretar en todo aquello una maldición bíblica, una plaga sin precedentes; voces de sesgo cientifista apuntaron hacia algún tipo de gen debilucho que podía estar induciendo a los políticos al suicidio y a los capitanes de empresa al fallo cardíaco. Se habló de vudú, de brujería, de magia negra, de ovnis, de rosacruces, de técnicas ninja avanzadas, del triángulo de las Bermudas, de una conspiración en toda regla. Pero finalmente, cuando todo aquel humo se disipó, no quedaba ningún político en aquel país que había sido rico en ellos, si no en calidad, al menos sí en cantidad;  y los grandes financieros y sus vástagos, dinastías enteras, corrieron la misma suerte. Y cuando la población, abotargada como sumisos corderos, estupidizada durante años por millones de horas ante el  televisor, la playstation  y el smartphone, despertó de su letargo de siglos, los chinos ya gobernaban el país con mano de hierro.

Jorge Romera

Cuento de navidad, a mi manera

Desde que se enteró de que los Reyes Magos eran los padres, odiaba la navidad. Se puso al día gracias a  Ricardito, que ya sabía con certeza que los niños no venían de París, o al menos no todos, cuando sus compañeritos de clase aún estaban aprendiendo el orden de las vocales. Con el paso de los años adquirió una especie de gastritis condicionada, y siempre que oía la palabra «navidad», o simplemente la expresión «fechas entrañables», sentía unos ardores de estómago tales que ni siquiera la sal de fruta «Eno» era capaz de mitigar. La climatología, siempre deplorable en la apolillada piel de toro, tampoco ayudaba precisamente. Tal vez en California o en el Caribe las cosas fuesen diferentes. O en las islas Caimán. Pero su cuenta  corriente estaba casi a cero, y en la aduana de las Caimán aquello de «¿viaja por trabajo o por placer?» había sido sustituido por «¿turismo de evasión o evasión de capital?».  

Mientras ordenaba su caótica habitación -la habitación de un artista, le gustaba pensar- encontró una cajita cuya existencia había olvidado por completo. La mujer con la que salía el año pasado le había regalado en las mismas fechas un pack de «La vida es bella». «Una noche con encanto para dos», rezaba la portada, y podía verse a una pareja hipnotizada por el crepitar del fuego de la chimenea y esa inefable sensación del placer anticipatorio.

Intentaron canjear el bono a primeros de año, pero siempre que telefoneaban alguien con voz desabrida les informaba de que estaban al completo en cuanto se enteraba de que se trataba de un pack de «La vida es bella». Luego ella lo abandonó por un artista de las marionetas que además sabía tocar la armónica con el culo y la vida dejó de ser bella, si alguna vez lo había sido. Y ahora, apenas una semana antes de que el bono caducara, volvía a encontrarse con aquello. Lo consideró como una señal, un augurio, el vuelo de un ave, los posos del té, una llamada a la acción. Además odiaba el desperdicio, de manera que se propuso aprovechar el vale aunque fuese en solitario, qué demonios.

Tras consultar la guía de «La vida es bella» y marcar unos cuantos números de teléfono sin ningún éxito, estaba a punto de tirar la toalla. Aquella expresión sacada del mundo del boxeo nunca le pareció más acertada, dada su sensación de abatimiento. Y entonces, como el púgil que está a punto de besar la lona por el castigo al que le está sometiendo su contrincante y es salvado por la campana en el último segundo, alguien contestó al teléfono y le informó de que había una habitación libre.

Le costó dar con la dirección, y cuando lo hizo a última hora de la tarde y vio aquel caserón siniestro que emergió de repente en un calvero del bosque su estómago emitió señales inequívocas de alarma. Aquello no se parecía en nada a la acogedora casita que había visto en las fotografías de la guía. Procuró tranquilizarse a sí mismo pensando que se trataba de un efecto de la luz. Si alguien perdido en el desierto era capaz de confundir un exuberante oasis con un pedazo de arena por efecto del sol y el calor, ¿acaso era imposible confundir una cabaña alpina con aquella especie de… de castillo transilvano? 

Se dijo a sí mismo que era un tipo duro, un hombre acostumbrado a los rigores del ejercicio físico y curtido en mil batallas, y golpeó con aplomo la aldaba que colgaba en el centro de la puerta. Abrió la puerta una mujer  con rasgos de gárgola y rostro ancestral,  y aquel aplomo, si bien genuino, se desvaneció en la noche como la fragancia de una colonia barata. ¿Y eran imaginaciones suyas o había oído el aullido de un lobo en la distancia tan pronto como se abrió aquella puerta que nunca debería haber traspasado?

La mujer -porque ¿era una mujer, verdad?– le condujo a su habitación, aunque ella dijo «aposentos», y le informó de que debido a anulaciones de última hora estaría completamente a sus anchas en la casa. Pensó en salir corriendo, volver a la ciudad derrapando en las curvas de la sinuosa carretera, dejar el coche en el parking Saba de la Plaza Cataluña poniendo fin a su diezmada cuenta corriente y mezclarse con la cálida humanidad en la sección de juguetes de El Corte Inglés. Pero entonces se aferró a su indomable fuerza de voluntad y recordó que era un hombre con una misión: pasar allí la noche. 

La entrada en sus aposentos, con aquella enorme cama con dosel, y sobre todo la visión de varios crucifijos y ristras de ajos, le reconfortó. La cena romántica a la luz de las velas, pues allí no conocían la luz eléctrica (inimaginable un comercial con carpeta y traje de cincuenta euros llamando a aquella puerta con sonrisa semiprofesional y una invitación a hacerse de tal o cual compañía eléctrica a cambio de un ahorro de un 0000,5 por ciento en el gasto anual y la promesa de una tostadora a pilas con whatsapp incluido), fue como un bálsamo para él: sopa de sobre como la que hacía su abuela, tortilla de patatas made in mercadona y de postre un yogur de frutas del bosque con fecha de caducidad del siglo pasado que hubiese hecho las delicias del cheff de «Pesadilla en la cocina».

La puerta de su habitación carecía de llave o cerrojo y, con la desgana de quien no quiere parecer desconfiado, se dispuso a buscar medidas de seguridad alternativas: una cómoda a prueba de elefantes apoyada firmemente contra la puerta le confirió cierta sensación de intimidad. Y cuando se arrebujó entre aquellas mantas que olían a alcanfor y miró por ultima vez con tristeza el titilante rayo de luna que se filtraba a través del cristal de la ventana, sólo pudo tiritar un poco y pensar que tal vez podían haberle puesto un somnífero en aquella sopa de sobre que tenía un sabor tan extraño. 

Cuando despertó a la mañana siguiente notó una olvidada sensación,  por primera vez en muchos años se sintió feliz de estar vivo. Miró hacia la puerta y constató con alivio que estaba bien cerrada, la enorme cómoda como una pesada roca apoyada contra ella. Fue entonces cuando observó con horror algo que no estaba la víspera en la mesilla de noche. Era una caja envuelta en una especie de tela que tal vez hubiese sido un sudario. Y cuando la abrió con el aliento contenido cayó en la cuenta de que era la mañana del día de Navidad. «Felicidades», rezaba la nota, y allí, en el interior de la caja, había para él un nuevo pack de «La vida es bella».

Jorge Romera 

10 de diciembre de 2012